¿Es la fe cristiana un disparate intelectual? ¿Están engañados los cristianos?
«Si Dios existe y se interesa en los asuntos de los seres humanos, su voluntad no es inescrutable», escribe Sam Harris sobre el tsunami de 2004 en Carta a una nación cristiana. «Lo único inescrutable aquí es que tantos hombres y mujeres habitualmente racionales puedan negar el verdadero horror de estos eventos y pensar que esta es la altura de la sabiduría moral». En su artículo «Víctimas del engaño de Dios», Harris declara: «Todo lo valioso que la gente obtiene de la religión puede obtenerse más honestamente sin hacer suposiciones basadas en evidencia insuficiente. El resto es autoengaño con música» (The Los Angeles Times, 15 de marzo de 2007). Irónicamente, el primer libro de Harris se titula The End of Faith (El fin de la fe), pero realmente debería llamarse «El fin de la razón» por cuanto demuestra, una vez más, que la mente que se aliena de Dios en nombre de la razón puede volverse completamente irracional.
Por su parte, el zoólogo de Oxford, Richard Dawkins, sugiere que la idea de que hay un Dios es un virus y que necesitamos encontrar un software que lo erradique. De alguna forma, si logramos suprimir el virus que nos llevó a pensar así, seremos purificados y librados de esta tormentosa noción de Dios, de lo bueno y de lo malo («Los virus de la mente», 1992). Junto con Christopher Hitchens y algunos otros, estos ateos han llamado a desterrar todas las creencias religiosas. Su grito de guerra es: «¡Basta ya de esta tontería!». A cambio, prometen un mundo de esperanzas nuevas y horizontes ilimitados una vez que hayamos suprimido este engaño de Dios.
Tengo noticias para ellos —noticias que dicen lo contrario—. La realidad es que el vacío producido por la pérdida de lo trascendente es crudo y devastador —filosófica y existencialmente—. Y de hecho, negar que haya una ley moral objetiva (por la imperiosa necesidad de negar la existencia de Dios) hace que, en último término, neguemos el mal mismo. Por otro lado, uno quisiera preguntar a Dawkins: ¿Estamos moralmente obligados a quitar ese virus? De algún modo, él mismo está, por supuesto, libre del virus, y puede, por tanto, ingresar información moral en nosotros.
En un intento por escapar de lo que ellos llaman la «contradicción entre un Dios bueno y un mundo de mal», los ateos tratan de evadir la realidad de una ley moral (y por lo tanto, un legislador moral) introduciendo términos como «ética evolutiva». Sin embargo, al negar que Dios existe, quien cuestiona su existencia juega, en efecto, el papel de Dios.
Ahora, uno puede preguntarse: ¿Por qué el hecho de tener una ley moral exige que haya un legislador moral? La respuesta es que el cuestionador y lo que éste cuestiona siempre implican que la persona tiene un valor esencial. Nunca se puede hablar de moral en abstracto. En la pregunta y el objeto de la pregunta hay personas implícitas.
En pocas palabras, suponer que hay una ley moral sin un legislador moral equivaldría a poner el mal en cuestión sin alguien que lo cuestione. No puedes tener una ley moral a menos que dicha ley esté intrínsecamente tejida en la condición de ser persona. Esto significa que, si la ley moral misma ha de tener algún valor, debe existir una persona intrínsecamente digna, y esa persona sólo puede ser Dios.
Nuestra incapacidad de alterar lo real frustra nuestras ambiciosas ilusiones de ser soberanos sobre todo. Sin embargo, la verdad es que no podemos escapar del problema existencial huyendo de una ley moral. Los valores morales objetivos existen solamente si Dios existe. ¿Está bien, por ejemplo, mutilar bebés por entretención? Cualquier persona razonable diría que «no». Sabemos que los valores morales objetivos existen. Por lo tanto, Dios debe existir. Examinar estas premisas y la validez de ellas ofrece un muy fuerte argumento.
El profeta Jeremías observó: «Más engañoso que todo es el corazón, y sin remedio; ¿quién lo comprenderá?» (Jeremías 17:9). De forma similar, el apóstol Santiago dijo: «Sed hacedores de la palabra y no solamente oidores que se engañan a sí mismos. Porque si alguno es oidor de la palabra, y no hacedor, es semejante a un hombre que mira su rostro natural en un espejo; pues después de mirarse a sí mismo e irse, inmediatamente se olvida de qué clase de persona es. Pero el que mira atentamente a la ley perfecta, la ley de la libertad, y permanece en ella, no habiéndose vuelto un oidor olvidadizo sino un hacedor eficaz, éste será bienaventurado en lo que hace» (Santiago 1:22–25).
El mundo no entiende qué es lo absoluto de la ley moral. A algunos malhechores los descubren y a otros no. Sin embargo, ¿a quién de nosotros le gustaría ver su corazón expuesto en la primera página del periódico? ¿No ha habido días y horas en que, al igual que Pablo, has luchado dentro de ti mismo y dicho: «Lo que hago, no lo entiendo; porque no practico lo que quiero hacer, sino que lo que aborrezco, eso hago. (…) ¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?» (Romanos 7:15, 24). Si somos honestos con nosotros mismos, cada uno de nosotros conoce esta tensión y conflicto interior.
Por lo tanto, como cristianos, deberíamos tomar algo de tiempo para meditar seriamente en la pregunta: «¿En verdad Dios ha efectuado un milagro en mi vida? ¿Es mi propio corazón una prueba de la intervención sobrenatural de Dios?» En Occidente solemos atravesar modas teológicas. ¿Recuerdan la cuestión del «señorío» que por un tiempo saturó nuestros debates cuando nos preguntábamos si existía lo que se llamaría una visión minimalista de la conversión? («¿Puede Jesús ser nuestro Salvador sin ser nuestro Señor?») «Hicimos la oración, y punto». Sin embargo, ¿cómo puede haber una visión minimalista de la conversión cuando en ella la gracia de Dios ha trabajado al máximo? «Las cosas viejas pasaron; he aquí, son hechas nuevas» (2 Corintios 5:17).
Si le estuvieras proponiendo matrimonio a alguien, ¿que diría la persona si dijeras: «Quiero que sepas que esta propuesta no cambiará en nada mis lealtades, ni mi conducta, ni mi vida diaria; sin embargo, también quiero que sepas que, en caso de aceptar mi propuesta, teóricamente se nos consideraría casados. Fuera de eso, no experimentaré más cambios en beneficio tuyo». De una extraña forma, hemos minimizado cada compromiso sagrado y lo hemos convertido en el mínimo común denominador. ¿Qué sentido le veo a mi nuevo nacimiento? Esa es una pregunta que rara vez nos hacemos. ¿Quién era yo antes de que Dios hiciera su obra en mí? ¿Quién soy ahora?
Los resultados inmediatos de llegar a conocer a Jesucristo son las nuevas ansias y búsquedas que se plantan en la voluntad humana. Recuerdo bien ese dramático cambio en mi propia forma de pensar. Tuve nuevos anhelos, nuevas esperanzas, nuevos sueños, nuevas satisfacciones, pero, más perceptiblemente, tuve una nueva voluntad para hacer lo que era la voluntad de Dios. Thomas Chalmers caracterizó el cambio que Cristo produce como «el poder expulsivo de un nuevo afecto». Este nuevo afecto —el amor de Dios forjado en nosotros por medio del Espíritu Santo— expulsa todas las antiguas seducciones y atracciones. Quien conoce a Cristo empieza a ver que su propio extraviado corazón se halla empobrecido y necesita someterse constantemente a la voluntad del Señor —rendirse espiritualmente—. Sí, todos hemos sido dotados de diferentes personalidades, pero la humildad de espíritu y el sello de la conversión es percibir la propia pobreza espiritual personal. La arrogancia y el engreimiento deberían considerarse adversos a la vida del creyente. Una profunda conciencia de los propios nuevos deseos y anhelos personales es un testimonio convincente de la gracia puesta por Dios en nuestro interior.