El pecado se ha encontrado con tiempos difíciles. No en el sentido de que ya no pecamos más, por supuesto; al contrario, nuestra sociedad ya no tolera denominar ciertas actitudes y comportamientos como «pecado». La palabra suena demasiado pasada de moda. Las imágenes de predicadores enrojecidos de enojo sacudiendo sus dedos regañando a una audiencia desmoralizada vienen a la mente. No queremos estar asociados con eso.
Sin embargo, cuando dejamos de comprender lo que es el pecado, perdemos la comprensión de quien Cristo es y de lo que la cruz significa. D. A. Carson une estas dos cosas, como debiera hacerlo todo cristiano fiel:
No puede haber acuerdo respecto a lo que es la salvación a menos que haya un acuerdo respecto a de qué somos salvados. Es imposible obtener una comprensión profunda de lo que la cruz logra sin sumergirnos en una comprensión profunda de lo que el pecado es[1] (Fallen: A Theology of Sin, 22 [Caídos: una teología del pecado]).
Pensamientos superficiales del pecado llevan a pensamientos superficiales de Dios y de la salvación. La ignorancia de las profundidades de nuestro pecado lleva a una ignorancia de las profundidades de la belleza de Jesucristo.
Cristos falsos
Construida sobre visiones insuficientes de pecado, se exponen visiones baratas de Cristo alrededor de todos nosotros; cada uno asegurando sus declaraciones mesiánicas.
Jesús, el asesor motivacional. Cuando vemos al pecado como imposible de vencer y a los humanos como inherentemente buenos, nos alejamos de hablar de la muerte, del juicio y del infierno y, en lugar de ello, nos enfocamos en un Cristo que puede ayudarnos a alcanzar nuestras metas improbables y nuestro sueños más descabellados. Él ayuda a las buenas personas a ser geniales. Él murió para que pudiéramos alcanzar nuestro máximo potencial.
Jesús, el criado. Cuando vemos al pecado como algo inevitable, como parte de «solo ser humano», como algo común y trivial, en lugar de verlo como algo lamentable, confundimos el pecado con simplemente meter la pata. No somos perfectos, lo confesamos mucho, pero no somos «malvados». Jesús, entonces, nos sigue con un trapero y un balde, ordenando después de nuestros pequeños desastres. Él murió para pagar el precio de la limpieza.
Jesús, el humanitario. Cuando vemos el pecado como algo que ocurre principalmente entre un hombre y otro (y no un hombre frente a un Dios santo), hacemos de las buenas causas las máximas. Encajamos perfectamente a Jesús en nuestro movimiento y normalmente definimos el pecado en términos de los ricos y los pobres. Jesús, entonces, es uno que vino a corregir la injusticia que más nos apasiona.
Jesús, Kumbayá. Cuando vemos el pecado como algo menos grave que nuestros sufrimiento, podríamos solo conocer a Jesús como el portador de buenas vibras. Él escucha nuestros problemas y nuestros factores de estrés, nos enseña sobre las aves y las flores, y nos lleva a verdes pastos, junto a aguas de reposo. Dado que todos sufrimos en un mundo caído, Él nunca jamás dice o hace cualquier cosa que pudiera herir nuestros sentimientos y provocar una aflicción psicológica. Él murió para ayudarnos a sentirnos mejor, pase lo que pase.
Para evitar ser engañados por falsas y endebles representaciones de Cristo, necesitamos entender qué es exactamente el pecado y cuán profundo es. Necesitamos estar conscientes, no solo de nuestras propias corrupciones y pecados (que ascienden a un montón que se eleva a la altura del Monte Everest), necesitamos volver a familiarizarnos con el secreto vergonzoso de la humanidad: nuestro pecado original en Adán. Por lo que dejamos las copas de los árboles de nuestras propias vidas y de nuestros propios tiempos para bajar e ir al pecado que se encuentra en la raíz de nuestro árbol genealógico.
Su pecado y el nuestro
¿Cuántos de nosotros pensamos lo suficiente sobre cómo el pecado de Adán terminó siendo el nuestro? ¿O cómo su pecado nos prepara para entender las glorias de Cristo? Nuestra historia con el pecado nos precede. Fuimos enviados a la esclavitud hace mucho tiempo. Todos caímos de cabeza en los capítulos introductorios de Génesis. Y Jesús, el verdadero Cristo, es prometido en esos mismos capítulos.
¿Cómo el pecado de Adán se transformó en el nuestro? ¿Cómo es que «por una transgresión resultó la condenación de todos los hombres», que «por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores» (Ro 5:18-19)?
Considera esa monumental batalla entre David y Goliat. El gigante filisteo vociferó insultos contra el pueblo de Dios. Saúl, el propio rey y gigante de Israel, se escondió en su tienda de campaña. David, el desconocido chico pastor de ovejas, celoso por la gloria de Dios, se ofrece para pelear. Tan pronto como Goliat se burla de David, él hiere su cabeza y se la corta (1S 17:51).
Podemos estar muy bien familiarizados con la historia que quizás nunca nos hemos preguntado, ¿por qué solo esos dos estaban peleando? ¿Por qué un combate uno a uno decidió la batalla?
Caímos como Goliat
¿Cuándo fue la última vez que alguna nación resolvió una batalla con otra nación al enviar dos personas al combate? Este es un ejemplo de una práctica antigua donde el mejor guerrero, un «campeón», pelearía a muerte contra el campeón contrario para decidir la batalla.
Por tanto, Goliat, campeón de los filisteos, da un ladridito:
Goliat se paró y gritó a las filas de Israel: «¿Para qué han salido a ponerse en orden de batalla? ¿Acaso no soy yo filisteo y ustedes siervos de Saúl? Escojan un hombre y que venga contra mí. Si es capaz de pelear conmigo y matarme, entonces seremos sus siervos; pero si yo lo venzo y lo mato, entonces ustedes serán nuestros siervos y nos servirán» (1S 17:8–9).
David y Goliat se encontraron como representantes, como campeones, como lo mejor de cada lado, luchando por el destino de sus pueblos. Si David era asesinado, Israel habría servido a los filisteos.
Entonces, ¿qué ocurrió cuando Adán cayó? Nuestro campeón se encontró con Satanás en el campo de batalla, con su esposa junto a él, y fue derrotado. Él debió haber aplastado la cabeza de la serpiente, pero, con su descendencia pendiendo de un hilo, sucumbió. Nuestro representante, nuestro guerrero, se negó a silenciar la lengua mentirosa de la serpenteante serpiente y buscó su propia gloria en lugar de buscar la de Dios. Él tomó el fruto con su esposa y comió.
Envenenado en la raíz
Como el campeón de la raza humana, como el representante oficial del pacto con nuestro Creador, cuando Adán se puso del lado del enemigo de Dios, cayó, y sus hijos heredaron su corrupción y su culpa. En Adán, nacemos incapaces de obedecer a Dios con gusto, incapaces de vivir en amor, incapaces de hacer el bien o de escapar de su culpa. Todos los hijos y las hijas de Adán son por naturaleza hijos de ira, hijos de desobediencia y esclavos voluntariosos de aquel ante quien nuestro padre cayó: Satanás (Ef 2:1-3).
En nuestro padre Adán, «No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se han desviado, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Ro 3:10-12). Nuestros corazones son engañosos por sobre todas las cosas y están desesperadamente enfermos (Jr 17:9). Nacimos en pecado (Sal 51:5).
Nuestra culpa no radica solo en nuestras ambiciones, en nuestro orgullo, en nuestras lenguas mentirosas, en el intercambio que nosotros hacemos de la gloria de Dios, sino que en el de Adán. Nuestro campeón dobló sus rodillas sin derramar la sangre del enemigo, y debido a ese primer delicioso mordisco, nosotros, sus hijos, aún saboreamos la maldición. Hemos afirmado, en nuestras vidas no regeneradas, nuestras lealtades con el maligno hora a hora y en innumerables maneras. El árbol de nuestra raza está envenenado en la raíz.
Cuento de dos batallas
Esto nos lleva a Él, no al Jesús hada madrina, activista político ni criado, sino a Cristo Jesús, el segundo Adán. El primer Adán era un preámbulo, un contraste que resalta al Campeón que vino y peleó contra los mismos enemigos que le quitaron la cabeza a Adán (Ro 5:14).
Donde el pecado entró al mundo por medio de un hombre (Ro 5:12), el perdón vino por medio de otro (Col 1:14). La transgresión de Adán trajo muerte a todos los que le pertenecían (Ro 5:15); la victoria de Jesús trae vida eterna a todo el que le pertenece (Ro 5:17). Donde Adán llevó a sus hijos a estar bajo condenación y corrupción, y los ofreció como esclavos de Satanás y al pecado, el segundo Adán libera a sus hermanos para su Padre y les trae su favor completo y su ayuda divina en santidad (Ro 5:16).
En la batalla del jardín, el mundo fue maldecido. En una batalla que se encarneció en Getsemaní y terminó fuera de los muros de Jerusalén, los redimidos de todos los tiempos fueron bendecidos. Nuestro primer campeón fue derrotado por el mundo, la carne y el diablo; nuestro verdadero Campeón venció al mundo, a la carne y al diablo; y a la muerte de su pueblo. En Adán, todos fuimos hechos esclavos y enemigos de Dios; en Cristo, somos hechos hijos e hijas de Dios y, en las eras venideras, reyes y reinas.
Cuando olvidamos nuestro árbol genealógico (cuando olvidamos que nacimos en pecado, tanto culpables como corruptos en Adán, seguidores del diablo), sanamos a la ligera las heridas los unos de los otros. Repartimos caricaturas de Cristo. Nuestro sentido de necesidad de Jesús fluctúa en base al desempeño, y somos tentados intelectual y funcionalmente, con la horrible noción de que podemos obtener la completa aceptación de Dios por nuestras buenas obras. Sin embargo, este pozo es demasiado hondo; nuestro pecado, demasiado antiguo; nuestra esclavitud, demasiado definitiva. Necesitábamos otro guerrero, otro Adán: Jesucristo quien murió, resucitó y reina, y quien pronto regresará.