Este artículo es parte de la serie Querido pastor publicada originalmente en Crossway.
Nuestros hijos no recibieron el llamado al ministerio
Fui un expositor, y mi esposa también estuvo presente, en el primer campamento de jóvenes en el que participó mi hija. Ella nos dio estrictas instrucciones de no hablarle durante el campamento. Nosotros mantuvimos nuestro lado del acuerdo, pero ella por momentos se escabulló en nuestro cuarto para hablar con nosotros. Nos dimos cuenta de que nuestra hija no quería la presión de ser conocida como la hija del predicador. Nuestros hijos no respondieron al llamado al ministerio. Nuestras esposas sí lo hicieron cuando vinieron con nosotros al ministerio.
Sin embargo, sabemos con certeza que el llamado al discipulado cristiano viene de Dios a nuestros hijos. Por lo tanto, aunque nunca le dijimos a nuestros hijos que hicieran algo o no hicieran algo porque eran hijos de líderes cristianos, les dijimos que estábamos insistiendo en algo porque era lo mejor para ellos, porque somos cristianos.
No obstante, hay otras presiones únicas por ser hijos de personas en el ministerio. Nuestros hijos esperan de nosotros que los cuidemos, pero nuestra vocación es cuidar de otros. Es esencial convencerlos de que ellos son una prioridad en nuestras vidas. Esto me lleva a afirmar que nuestra cruz es una vida balanceada. No es fácil estar totalmente comprometido con las personas a las que servimos y con nuestras familias al mismo tiempo. Pero el esfuerzo de hacer ambas cosas (la vida balanceada) es nuestra cruz.
Mis hijos a veces hacían pedidos que eran difíciles de cumplir, como ir a buscarlos a medianoche de una fiesta cuando yo estaba extremadamente ocupado y necesitando dormir, o jugar cricket con mi hijo cuando estaba cansado y sin ánimo de jugar. Aprendí a responder a dichos pedidos como si fuera un privilegio gozoso en lugar de una carga. Fue costoso, pero para un cristiano el costo del discipulado es normal y no es un gran tema. El gozo de mostrar nuestra amorosa preocupación a nuestros hijos es un gran tema. Esperemos que nuestros hijos, cuando sepan que alegremente pagamos el precio de cuidarlos, no sientan resentimiento cuando cuidemos a otras personas. Esperemos que ellos tampoco se aprovechen de nuestra amabilidad.
Déjame contarte una historia que inventé al fusionar algunas de mis propias experiencias. El hijo de un pastor está corriendo en una competencia de pista regional clave de atletismo y ha llegado a la final. La carrera es a las cuatro de la tarde del sábado. Sin embargo, el pastor tiene una reunión a la que no puede faltar en la iglesia a las dos. Él explica la situación a su hijo y le dice que va a intentar estar ahí para la final, pero no puede estar seguro. Él llama a todos los miembros del comité el viernes, les cuenta de su situación y les pide que lleguen a tiempo a la reunión. Los llama una vez más el sábado por la mañana.
Comienzan la reunión puntualmente y terminan a las tres y media. El padre se apresura al estadio donde se realiza el encuentro. Estaciona el auto, corre hacia la pista y llega justo antes de que su hijo empiece a correr. Mientras corre, el hijo escucha la voz de su padre gritándole: «¡vamos, hijo!» Impulsado por las palabras de su padre, avanza con una explosión de velocidad y gana la carrera.
El padre alcanza a su hijo para felicitarlo. El hijo nota que su padre jadea más que él y le pregunta: «yo soy el que corrió la carrera, ¿por qué estás jadeando?». El padre responde: «tenía que estar aquí a tiempo para tu carrera, así que corrí». Ese hijo probablemente no se va a enojar por el ministerio de su padre. Sabe que aunque su padre se preocupa por los demás, está dispuesto a pagar el precio de cuidar de él.
No obstante, a veces no podemos estar con nuestros hijos en momentos importantes de sus vidas. Este fue uno de los aspectos más difíciles de mi llamado a un ministerio itinerante. Sin decir algo como: «¿no te das cuenta de que debo hacer mi ministerio?». Aprendí a explicar mi incapacidad de estar presente como algo que me entristecía mucho. Entonces, pudimos compartir el dolor juntos sin echarles la culpa a nuestros hijos por no entender el llamado que Dios nos había dado.
La graduación universitaria de mi hija fue un gran evento en nuestra familia. Ella se graduó con honores, ¡mucho mejor que su padre! Esto fue un gran gozo para mí. Pero no pude estar presente en el evento porque estaba en Inglaterra. La fecha de graduación fue anunciada a último momento después de haber organizado este viaje. En esos días, no teníamos medios de comunicación como Zoom, Skype y WhatsApp, pero le envié varios mensajes expresando mi pena por no estar ahí y mi enorme deleite por lo que ella había logrado. Todavía recuerdo el mensaje que ella me envió. Espero que el dolor que ella sintió por mi ausencia se haya reducido por haber expresado mi tristeza.
Mi esposa y yo estamos convencidos de que, aunque nuestros hijos no tienen un llamado al ministerio, tenían el derecho de vivir en un hogar feliz. Hicimos todo lo posible para asegurarnos de que nuestro hogar fuera un lugar feliz. Cuando Sri Lanka sufrió la violenta revolución en 1988-1989, la vida era muy complicada y un poco peligrosa. Las escuelas estuvieron cerradas por meses. Muchos abandonaron el país diciendo que se iban por el bien de sus hijos. Yo recién volvía de un tiempo sabático de 6 meses en el seminario teológico Gordon-Conwell en Estados Unidos. Había sido muy feliz ahí haciendo cosas que amo hacer, como estudiar, escribir y enseñar. En medio de los problemas, en 1989, Gordon-Conwell escribió para ofrecerme lo que parecía el trabajo de mis sueños, en cuanto a lo que yo amaba hacer. No obstante, mi esposa y yo estábamos convencidos de que nuestro llamado era un ministerio de por vida en Sri Lanka, así que rechacé la invitación.
Sin embargo, necesitábamos que valiera la pena para nuestros hijos quedarnos en Sri Lanka. Después de todo, éramos nosotros y no ellos los que respondíamos al llamado a Sri Lanka. Cuando mi esposa y yo hablamos de esto, decidimos que la mejor bendición que podíamos dejarles a nuestros hijos era un hogar feliz. Independientemente de lo que experimentaran afuera, ellos debían saber que venían a un hogar cálido, seguro y feliz.
Conozco algunos hogares disfuncionales de trabajadores cristianos de los cuales han salido maravillosos cristianos. También conozco hijos rebeldes que han salido de hogares cristianos sanos y amorosos. Independientemente de cómo sea el trasfondo familiar de un niño, finalmente es la recepción o el rechazo de la gracia lo que influencia el camino futuro que tomará el niño. Sin embargo, nosotros que estamos en el ministerio podemos hacer todo lo posible para dar a nuestros hijos un destello de la belleza de un hogar con una atmósfera marcada por el gozo del Señor. Hay un poder inquietantemente atractivo en el gozo del Señor, un poder que podría atraerlos de regreso a Cristo cuando luchan contra la tentación de rebelarse.
Ajith Fernando es el autor de The Family Life of a Christian Leader [La vida familiar de un líder cristiano].