Este artículo es parte de la serie Querido pastor publicada originalmente en Crossway.
Hermanos:
Uno de nuestros pecados más atroces y palpables es el orgullo, un pecado que tiene mucho interés en lo mejor, pero que es más odioso e inexcusable en nosotros que en otros hombres. El orgullo llena la mente de algunos ministros con deseos y planes ambiciosos. Los satura con pensamientos envidiosos y amargos contra los que tapan su luz, eclipsan su gloria y estorban el progreso de su idolatrada reputación. ¡Oh, qué constante compañero, qué tirano comandante y qué astuto, sutil e insinuante enemigo es este pecado del orgullo! Va con ellos al mercero, al sastre, eligiendo la ropa, el corte y el estilo que siguen al vestir. Los viste por la mañana, al menos por fuera. Pocos pastores seguirían tan de cerca la moda en su cabello y vestimenta si no fuera por el dominio de este vicio tirano.
Ojalá eso fuera todo, o lo peor, pero por desgracia, ¿cuán frecuentemente nos acompaña el orgullo a nuestros estudios y se sienta con nosotros mientras preparamos nuestro sermón? ¿Cuán seguido elige nuestro tema y más seguido aún elige nuestras palabras y figuras empleadas? Dios nos pide ser lo más sencillo que podamos para informar a los ignorantes y lo más convincente y serio que podamos para quebrantar y transformar los corazones endurecidos. Sin embargo, el orgullo se mantiene atento y contradice todo, sacando a relucir sus artilugios y pequeñeces. Contamina en lugar de pulir y, bajo el pretexto de adornar el discurso de forma loable, deshonra nuestros sermones con necedades infantiles. Nos persuade para pintar la ventana y así atenuar la luz, diciendo a nuestra gente cosas que no pueden comprender. Luego, cuando el orgullo ha escrito nuestro sermón, viene con nosotros al púlpito. Dicta el tono y la expresión. Nos hace evitar aquello que es desagradable para nuestros oyentes, sin importar cuán necesario sea, y nos lanza en una búsqueda de vanos aplausos.
La suma de todo esto es que el orgullo nos hace hombres que, tanto en estudio y en predicación, se buscan a sí mismos y niegan a Dios, cuando deberían buscar la gloria de Dios y negarse a sí mismos. Si perciben que los tienen en alta estima, se regocijan por haber alcanzado su propósito. Pero si perciben que son considerados como hombres débiles o comunes, se disgustan por haber fallado en conseguir el premio del día.
No obstante, esto no es todo ni lo peor. ¡Oh, que nunca se diga de los ministros piadosos que están tan enfocados en la aprobación popular y de estar en la más alta estima de los hombres que envidian los dones y nombres de los hermanos que son preferidos por sobre ellos! Actúan como si les hubiesen quitado sus alabanzas para dárselas a los demás. ¡Se comportan como si Dios les hubiera dado dones para que ellos pudieran caminar como hombres de buena reputación en el mundo, y como si tuvieran el derecho de pisotear y denigrar a otros que tienen los mismos dones que ellos por interponerse en el camino de su honor! ¿Cómo puede un santo, un predicador para Cristo, envidiar aquello que tiene la imagen de Cristo y difamar los dones por los que debería recibir honor, todo porque aquellos dones parecen impedir su propia gloria? Todo verdadero cristiano es miembro de un cuerpo y, por lo tanto, comparte las bendiciones de todo el cuerpo y de cada miembro en particular. Todo hombre le debe gratitud a Dios por los dones de sus hermanos, de igual manera que el pie se beneficia de la guía del ojo, y también porque sus propios fines pueden ser obtenidos por los dones de su hermano junto con los suyos (1Co 12:12-17). Si la gloria de Dios y la felicidad de la iglesia no son su propósito final, no es cristiano. ¿Puede un trabajador difamar a otro porque le ayuda a hacer el trabajo de su Amo? Sin embargo, ¡cuán común es este horrendo crimen entre los hombres del liderazgo y eminencia en la iglesia!
Así es como los hombres magnifican sus propias opiniones y critican a cualquiera que difiera con ellos en temas menores, como si discrepar con ellos fuera lo mismo que discrepar con Dios. ¡Esperan que todos los hombres se conformen a sus juicios como si ellos gobernaran la fe de la iglesia! Es verdad que somos demasiado pudorosos para decirlo. Decimos que solo queremos que los demás cedan ante la evidencia a favor de la verdad según nuestras razones, y que solo somos celosos de la verdad y no de nosotros mismos. Pero como queremos que se tome nuestra opinión como la verdad, también nuestras razones deben ser tomadas como válidas. ¡Abrazamos la causa de nuestros errores, como si todo lo que se dice en contra de ellos (los errores) fuera dicho en contra nuestra y como si fuéramos horrendamente heridos cuando otros refutan nuestros argumentos, cuando nosotros somos los que hemos herido la verdad y las mentes de los hombres!
Nuestros espíritus son tan altaneros que, cuando se convierte en un deber para cualquier hombre reprendernos o contradecirnos, comúnmente nos impacientamos, tanto por el asunto como por la forma. Amamos al hombre que habla como nosotros, que tenga nuestra misma opinión y promueva nuestra reputación, aunque sea menos digno de nuestro amor en otros aspectos. Pero nos desagrada aquel que nos contradice o que discrepa con nosotros, aquel que trata con franqueza nuestros errores y nuestras fallas. ¡Nuestro orgullo hace que muchos de nosotros pensemos que todos los hombres que no nos admiran, que no admiran todo lo que hacemos y que no someten su juicio a nuestros más palpables errores, nos odian! Somos tan sensibles que casi ningún hombre puede siquiera tocarnos sin herirnos. Somos tan robustos y nobles que un hombre apenas puede hablarnos.
¡Confieso que a menudo me asombra que este pecado tan horrendo sea considerado acorde con la vida y corazón santificados, cuando pecados que son mucho menores en nuestra gente son proclamados mucho más detestables! Me he sorprendido al ver la diferencia entre pecadores impíos y predicadores piadosos en este aspecto. Cuando les hablamos a borrachos, mundanos o a cualquier hombre ignorante, inconverso, los avergonzamos al máximo por esa condición. Lo ponemos sobre ellos de la manera más sencilla posible y les contamos de su pecado, vergüenza y miseria. Esperamos que ellos no solo carguen todo eso con paciencia, sino que también lo tomen con agradecimiento. La mayoría de aquellos con los que trato lo toman con paciencia, y muchos groseros pecadores elogian a los más crudos predicadores. Ellos dicen que no les interesa escuchar a un hombre que no les hable claramente de sus pecados. Sin embargo, si hablamos con los ministros piadosos sobre sus errores o cualquier pecado, aunque los honremos, reverenciemos y hablemos con la mayor suavidad posible, lo toman como una injuria insufrible, a menos que el aplauso sea tan predominante como para ahogar toda la fuerza de la amonestación o refutación.
Hermanos, sé que esta es una triste y dura confesión. No obstante, el hecho de que todo esto suceda entre nosotros, debería ser más doloroso que el hecho de ser confrontado con ellos, y deseo lidiar estrechamente con esto en mi propio corazón y en el de ustedes. ¿No tenemos muchos de nosotros motivos para preguntarnos si la sinceridad consistirá en tal medida de orgullo?
Puede que la obra sea de Dios y, sin embargo, no lo hagamos para Dios, sino para nosotros mismos. Confieso que percibo ese continuo peligro sobre este punto que, si no estoy atento, voy a estudiar para mí mismo, predicar para mí mismo y escribir para mí mismo, en lugar de hacerlo para Cristo, y después mi trabajo sin duda se perderá. Considera, te ruego, las trampas que hay en el trabajo pastoral que tientan a un hombre a ser egoísta aún en medio de las obras de piedad más sublimes. La fama de un hombre piadoso es una gran trampa, así como la fama de un hombre letrado: ¡ay de aquel que toma la reputación de piedad, en vez de la piedad en sí misma! «En verdad les digo que ya han recibido su recompensa» (Mt 6:2, 5).