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No guardes tus pecados en secreto
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No guardes tus pecados en secreto

Podríamos estar familiarizados con el mandamiento bíblico: «confiésense sus pecados unos a otros, y oren unos por otros para que sean sanados. La oración eficaz del justo puede lograr mucho» (Stg 5:16), pero ¿cómo es en realidad la confesión de tus pecados con otros cristianos? ¿Y cómo debe responder otro creyente? San Agustín lucha con estas mismas preguntas hacia el final de sus Confesiones. En esencia, las Confesiones son una oración a Dios de 300 páginas a la que Agustín invita a otros a oírla: a medida que San Agustín describe sus objetivos, quiere confesar auténticamente en «mi corazón ante ti [Dios] […] y ante muchos testigos que lean este escrito» (Confesiones de San Agustín, Libro 10.1.1). Sin embargo, ¿por qué confesar a otros? Aparte de la advertencia bíblica de Santiago 5:16, Agustín ofrece dos razones por las que él confesó sus pecados con otros como testigos. Él confiesa, primero, para que así otros puedan «alegrarse conmigo [...] cuando sepan lo que por vuestra gracia he adelantado para acercarme a vos». En segundo lugar, lo hace para que otros puedan «orar por mí cuando sepan cuánto pesa en mí mi peso» (Libro 10.4.5). Confesar nuestros pecados juntos nos permite testificar y ser testigos de la transformación que el Evangelio hace en nosotros día a día (2Co 3:18). Las Confesiones obviamente son un género más público que la confesión que se hace con un amigo cercano, un cónyuge o un grupo pequeño, pero la sabiduría de San Agustín sobre aquello que se confiesa a Dios y la manera de hacerlo ante otros puede guiarnos en esos espacios privados también.

Comparte tu confesión

Evalúa el pecado en categorías bíblicas. San Agustín evalúa «quién soy ahora» de acuerdo con las categorías en 1 Juan 2:16: la pasión de la carne, la pasión de los ojos y la arrogancia de la vida. La Biblia crea categorías de pecado para nosotros. San Agustín evalúa su vida no en relación a la sociedad o a la visión de otros, sino que a la Escritura. Y no solo evalúa su vida en categorías bíblicas, sino que también emplea el lenguaje de la Escritura en su confesión. Más que cualquier otro autor bíblico, el salmista le dio a San Agustín categorías y lenguaje para sus confesiones. Comparte tanto el pecado como la alabanza. San Agustín no limita la confesión a una petición de perdón. Él conecta su pecado a la misericordia de Cristo, que siempre lo lleva a la alabanza. La confesión cristiana nunca termina con «me equivoqué; por favor, perdóname», sino que siempre lo lleva a «soy perdonado; ¡aleluya!». San Agustín constantemente vuelve a la alabanza: «Alábete mi alma, para que pueda llegar a amarte; que confiese todas tus misericordias y por ellas te alabe» (5.1.1). Permite que otros te saquen de la oscuridad de tu pecado al brillo de la misericordia de Cristo. Confiesa que te conoces mejor. Para San Agustín, el acto de la confesión nos revela a nosotros mismos. No hay cosa que podamos esconderle a Dios. Él ya conoce nuestros corazones pecadores e intranquilos, por lo que la confesión no está diseñada para esconderle nada a Dios; existe principalmente para formarnos. San Agustín describe la confesión a Dios de esta manera: «Al confesarte nuestras miserias, y tus misericordias sobre nosotros, abrimos el corazón para que termines la liberación que has comenzado, para que cesemos de ser desgraciados en nosotros y encontremos la felicidad en ti» (11.1.1). San Agustín confiesa su corazón intranquilo para así encontrar feliz descanso en Dios. Finalmente, confesamos para ver más de Dios. San Agustín constantemente suplica: «conózcate yo, conocedor mío, como tú me conoces a mí» (10.1.1). Cada mirada a sus pecados, cada descripción de sus fallas y éxitos, apuntan hacia un fin: conocer más a Cristo. San Agustín quiere ver a Cristo cara a cara, conocerlo completamente como él es completamente conocido (1Co 13:12). El hábito de la confesión a Dios ante otros es una manera en la que llegas a conocer mejor a Dios. No obstante, San Agustín no solo modela la manera en que confesamos nuestros pecados ante otros; también orienta a sus lectores (y a nosotros hoy) sobre cómo escuchar la confesión de un hermano creyente.

Escucha la confesión de otro

Escucha y ora por la gracia de Dios. Cuando otros confiesan, escucha la obra de Dios en su vida y alábalo por esas gracias. Clama por la bondad de Dios para llevarlos al arrepentimiento. Ayúdalos a alegrarse por las áreas en las que los ha librado de la tentación o de un pecado mayor. Luego ora para que la gracia de Dios los aleje del pecado y los lleve a su abrazo. Ama y duélete como Dios lo hace y por aquello que Dios lo hace. San Agustín ora para que Dios le permita a sus lectores que «amen en mí lo que enseñas se debe amar y se duelan en mí de lo que mandas se debe deplorar» (10.4.5). San Agustín nos invita a sentirnos debidamente cuando el pecado y el quebranto nos confrontan. Cuando otros llevan su pecado y quebranto a ti, responde como Dios lo hace: con amor mezclado con dolor. Permite que lo que otros comparten te lleve a confesar. San Agustín advierte a sus lectores a escuchar con los motivos correctos: «¡Raza curiosa de la vida ajena, pero perezosa para corregir la suya! ¿Por qué quieren oír de mí mismo lo que soy, ellos que no quieren oír de ti lo que son?» (10.3.3). Cuando otros confiesan, revisa tu propia curiosidad pecaminosa y en lugar de ello escucha las indicaciones del Espíritu para arrepentirte. Escuchar el pesar piadoso de otro cristiano por sus pecados debe provocar que nos dolamos por los nuestros también.

Pon tu esperanza en el Mediador

Tanto para el creyente que confiesa como para el que está escuchando, San Agustín nos recuerda que nuestra esperanza está en Cristo. Él cierra el Libro 10 de sus Confesiones celebrando (en un «riff» culminante parecido a un credo basado en Hebreos) a Cristo como el verdadero mediador entre Dios y el hombre:
Él mismo fue el vencedor y la víctima, que se ofreció a vos por nosotros; y por eso fue vencedor, porque fue víctima. Se hizo para con vos sacerdote, y sacrificio por nosotros; y por eso fue Él sacerdote, porque Él mismo fue el sacrificio. Y finalmente, de siervos que éramos, nos hizo vuestros hijos, el que siendo Hijo vuestro se hizo nuestro siervo. Con razón pues, Dios mío, tengo grande y firmísima esperanza de que sanaréis todas mis dolencias, por este mismo Señor, que está sentado a vuestra diestra, y os ruega incesantemente por nosotros. (10.49.69).
Cuando exponemos nuestras heridas a otros en confesión, descansamos en las heridas que Cristo llevó para sanar las nuestras. Permite que San Agustín nos recuerde que nuestra esperanza no se encuentra en cómo confesamos o en que confesemos todo, sino en Aquel en quien confiamos: Cristo nuestro perfecto mediador. Y como hermanos cristianos junto a quien confiesa, no debemos intentar mediar sino para apuntar al único mediador entre Dios y el hombre (1Ti 2:5). Él pagó por nuestros pecados, nos está sanando de ellos y un día nos restaurará a una nueva vida y así no habrán más pecados que confesar.
Zach Howad © 2019 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso.