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La carta a la iglesia de Laodicea
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La carta a la iglesia de Laodicea

Las tuberías de nuestra casa tenían una serie de fugas. Dado que la mayoría de mis vecinos había cambiado su plomería, supe que era hora de hacer lo mismo. Sin embargo, contratar a un plomero costaría miles de dólares. Mi amigo, Monte, acababa de rehacer la plomería de su casa por sí mismo y me ofreció ayudarme con la mía. Como yo no tengo dotes para trabajar con las manos, y además soy tacaño, pensé que él podría ser el plomero y yo podría ser su ayudante. Al cabo de una semana, tuve un nuevo sistema de tuberías. Algunos días más tarde, cuando mi esposa y yo volvíamos a casa una noche, abrimos la puerta y comenzó a correr agua desde adentro. Aparentemente, yo no había conectado adecuadamente uno de los caños. Teníamos un par de centímetros de agua en toda la casa. Avergonzado por el problema, no quise pedir ayuda para arreglarlo. Por lo tanto, conducí hasta el supermercado para comprar un trapeador y una cubeta enjugadora. Pronto me di cuenta de que el trapeador y la cubeta no bastaban para el pequeño lago que tenía en casa. Me gustara o no, necesitaba ayuda. Mi delirio de autosuficiencia sólo estaba empeorando el problema. En su carta a la iglesia de Laodicea, Jesús nos advierte sobre el peligro de la autosuficiencia. Laodicea era un acaudalado centro bancario y una ciudad orgullosa de sus grandes recursos. En el año 60 d.C., la ciudad fue destruida por un terremoto. En lugar de aceptar la ayuda del imperio romano, la gente de Laodicea rechazó toda ayuda y reconstruyó la ciudad por sí misma con sus propios recursos. No necesitaban la caridad de nadie. Sin embargo, aunque Laodicea parecía tenerlo todo, en realidad carecía del más básico de los recursos: el agua. A diferencia de los pueblos de las montañas, que recibían corrientes de agua fría, o su vecina Hierápolis, que tenía acceso a manantiales calientes, Laodicea no tenía un suministro de agua propio. El agua debía ser canalizada por medio de acueductos. Para el momento en que llegaba, el agua estaba tibia y llena de sedimento. Mientras el agua fría es buena para ser bebida y los manantiales calientes eran conocidos por sus cualidades curativas, el agua tibia y llena de sedimentos no refresca ni cura. Es repugnante. Jesús le dice a la iglesia de Laodicea que son exactamente como su agua. «Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca» (Ap 3:15-16). Jesús no está diciendo que desearía que fueran espiritualmente calientes o espiritualmente fríos en vez de ser espiritualmente tibios. En ninguna parte Dios desea que su pueblo tenga un corazón frío. Más bien, Jesús explica a qué se refiere con la tibieza en el versículo siguiente: «Porque dices: soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad. No sabes que eres un miserable y digno de lástima, y pobre, ciego y desnudo» (v. 17). La persona tibia no es aquella que es levemente apasionada por Dios. En lugar de eso, la persona tibia es aquella que ha dejado de depender de Dios. En su arrogancia, cree que no necesita la justicia de Cristo porque ya tiene suficiente en sí misma. Cada vez que nos enorgullecemos de nuestra propia bondad moral, hemos caído en el peligroso pecado de los laodicenses. Somos como el agua tibia. Olvidamos que todas nuestras obras justas no son más que trapos de inmundicia (Isaías 64:6). Jesús encuentra tan ofensiva esta clase de orgullo espiritual, que siente náuseas. Él vomitará de su boca a todos aquellos que piensan que son ricos en sus propias obras justas. Walter Marshall dijo: «Tu corazón es adicto a la salvación por obras». En consecuencia, a menudo lucimos nuestras buenas acciones como chapas de mérito espiritual sobre pechos henchidos, creyendo que podemos impresionar a Dios con nuestros actos justos. Como el fariseo de Lucas 18, nos enorgullecemos de no ser como los otros hombres. Al fin y al cabo, no nos estamos involucrando en la perversión de nuestra cultura. En lugar de eso ayunamos, diezmamos, leemos nuestras Biblias, y servimos en la iglesia. Sin embargo, debemos darnos cuenta de que la arrogante autosuficiencia produce obras repugnantes sin importar cuáles sean. A menos que veamos que somos pobres y necesitados, Jesús no tendrá nada que ver con nosotros. No empezamos la vida cristiana siendo pobres para luego acumular las riquezas de nuestra propia justicia. En vez de eso, comenzamos la vida cristiana en una bancarrota espiritual. A medida que crecemos, llegamos a entender aun más la profundidad de nuestro pecado y nuestra gran necesidad de un salvador. Es sólo cuando vemos nuestra pobreza y necesidad que podemos verdaderamente hacernos ricos. Es por eso que Jesús dice: «Te aconsejo que de mí compres oro refinado por fuego para que te hagas rico, y vestiduras blancas para que te vistas y no se manifieste la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos y que puedas ver» (Ap 3:18). Cristo no nos está llamando a revolcarnos en nuestra pobreza espiritual sino a deleitarnos en las riquezas de su gracia.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección.