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Jesús es siempre fiel
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Jesús es siempre fiel

Imaginen el cambio en el estado de ánimo entre los discípulos de Jesús durante la última cena de Pascua. En medio de ese momento de celebración tan especial, Jesús le dice a sus hombres que el vino que están bebiendo representaba su sangre que pronto sería derramada y el pan, su cuerpo que pronto sería partido. Luego, les cuenta que al final de la noche, ellos lo dejarán. Evidentemente, en ese momento, los discípulos no pudieron ver lo que Jesús veía. Ellos creían que su devoción a él sería más grande que la realidad que se revelaría más tarde. Ese es, claramente, el caso de Pedro. Aunque era impulsivo y entusiasta, sobrestimaba su amor por Jesús e ignoró las palabras proféticas de Dios, respondiendo, «…aunque todos se aparten por causa de ti, yo nunca me apartaré… Aunque tenga que morir junto a ti, jamás te negaré» (Mt 26:33-35). La opinión que Pedro tenía de Dios y que tenía de sí mismo estaban completamente sesgadas en ese momento. Quizás él creía que las palabras de Jesús eran hipotéticas o interpretables. Sin embargo, la respuesta de Pedro, con toda su escandalosa extravaganza, no tenía el poder para cambiar su naturaleza o la profecía de Cristo. Aun cuando había visto que las palabras de Jesús habían calmado a un mar salvaje y resucitado cuerpos sin vida, él no tomó en cuenta que esas palabras venían de Dios ni consideró cómo ellas revelaban el conocimiento santo de Cristo mientras exponía las inconsistencias incrédulas de los discípulos. No obstante, no pasaría mucho tiempo para que Pedro viera cómo esta predicción se haría realidad.

La negación de Pedro

Mientras llevaban a Jesús ante el sumo sacerdote, Pedro y otro discípulo anónimo lo seguían. Las afirmaciones que Pedro le hizo a Jesús probablemente estaban impregnadas en sus pensamientos. Le dije que no lo negaría. Le dije que incluso si todos lo dejaran, ¡yo no lo haría! ¿Dónde están todos ellos ahora? Soy sólo yo y uno más. Nosotros somos los verdaderos discípulos. Me pregunto cuánto lo motivaba su compromiso a sus propias declaraciones sobre seguir a Jesús que su amor por Jesús mismo. Con tanta facilidad, la humanidad jura más lealtad a su retórica que a aquel de quien se trata esa retórica. ¿Estaba Pedro realmente listo para morir por Jesús o sólo le gustaba la idea, en su mente, de ser un mártir? Pedro terminó teniendo acceso al patio al que llevaron a Jesús porque el sumo sacerdote conocía al otro discípulo que seguía a Cristo junto con él. Inmediatamente, las audaces declaraciones de Pedro serían puestas a prueba. «Entonces la criada que cuidaba la puerta dijo a Pedro: “¿No eres tú también uno de los discípulos de este hombre?”...» (Jn 18:17). Imaginen la guerra que se desató en el corazón de Pedro en ese momento. Sin embargo, la guerra no duró mucho al parecer —si es que hubo una—. Es más, la respuesta de Pedro parece impulsiva; un poco reaccionaria: «“¡No lo soy!,” dijo él». Es interesante ver cuán a menudo nuestras respuestas precipitadas a las tentaciones inesperadas de la vida revelan el carácter que intentamos negar utilizando jerga cristiana. ¿Dónde estaba ahora la valentía y el coraje del que Pedro habló antes? Él no es lo suficientemente audaz para ser designado como seguidor de aquel con quien acababa de partir el pan. Las palabras de Pedro no concordaban con su realidad: él era un seguidor de Jesús y sí negó a Cristo. No obstante, al mismo tiempo, una realidad más grande estaba sucediendo, que probaría ser su esperanza. Durante ese tiempo, Cristo también está siendo interrogado. El sumo sacerdote le hacía preguntas a Jesús respecto a sus discípulos y a su doctrina. Jesús, en un exacto contraste con las recientes acciones de Pedro, dice la verdad. Jesús no se avergüenza de las consecuencias que podría traer su honestidad. Él no esconde el hecho que ha dado a conocer a todos —tanto en el templo como en la sinagoga—: él es en realidad el Hijo de Dios, el Mesías profetizado, que ha venido a salvar a los pecadores. Su impulso surge desde su naturaleza y de acuerdo con su misión. Jesús ha venido para este momento, un juicio que lo llevará a su muerte.

El quebranto de Pedro

Mientras el sumo sacerdote interrogaba a Jesús, Pedro se acerca al fuego junto con los oficiales y los soldados —probablemente, los hombres que habían sido parte del arresto de Jesús—. Mientras el fuego calentaba sus manos, ¿cuál habrá sido la temperatura de su corazón? Después de haber negado a Jesús una vez, ¿cómo es posible que Pedro esté tan cómodo junto a los enemigos de su Salvador? ¿Por qué no llorar amargamente ahora? Quizás tenía una reputación que mantener. Dejó en claro que supuestamente él no es un discípulo así que no hay razón para temer frente las implicaciones de ser relacionado con «el prisionero» que estaba siendo interrogado cerca de ahí. Sin embargo, otra pregunta interrumpe su rebelde paz, «…y le preguntaron, “¿no eres tú también uno de sus discípulos?”. «“No lo soy”, dijo Pedro, negándolo». «Uno de los siervos del sumo sacerdote, que era pariente de aquél a quien Pedro le había cortado la oreja, dijo: “¿No te vi yo en el huerto con Él?” Y Pedro lo negó otra vez…» (Jn 18:25-27). Quizás Pedro hubiese continuado negando a Jesús más veces si es que el discordante canto del gallo no lo hubiese remecido en su depravado recorrido. Tan pronto como el cacareo del gallo llegó a sus oídos, sus ojos se encontraron con los de Jesús. Ver el rostro de Cristo, con su mirada santa y humana, debe haberle dado escalofríos. Ver el rostro de su Señor le recordó las palabras de su Salvador. El peso de todo esto causó que Pedro huyera y llorara amargamente.

La esperanza de Pedro y la nuestra

Siempre me he preguntado cómo fue la mirada de Jesús cuando hizo contacto visual con Pedro. ¿Su cara ardía con ira o reflejaba la misma tranquilidad que el sonido que Dios hacía mientras caminaba por el jardín después de que los primeros portadores de su imagen creyeron la mentira? Me imagino que simplemente reflejaban gracia y verdad. Aunque a Pedro se le recordó su pecado y fue quebrantado por él, había esperanza para su corazón veleidoso. Las palabras de Cristo le advirtieron a Pedro sobre su inminente negación, pero también prepararon a Pedro para su inminente perdón y restauración. «Yo he rogado por ti para que tu fe no falle; y tú, una vez que hayas regresado, fortalece a tus hermanos» (Lc 22:32). La obra futura de Cristo en la cruz pagaría el castigo por el orgullo, el miedo, la vergüenza y la condenación de Pedro. Mientras Pedro había sido avergonzado por la verdad, Jesús soportaría la vergüenza en el nombre de la verdad. Mientras Pedro fue infiel, Jesús fue firmemente fiel. Todos tenemos nuestros momentos cuando sobrestimamos nuestra devoción a Dios, confiamos en nosotros mismos en vez de en su Palabra y negamos a aquel a quien amamos. Quizás no hay un canto de un gallo que rompa el silencio de nuestro orgullo, pero cuán dulce es el sonido de la gracia. El juicio que llevaría a la muerte de Cristo se transformaría en el catalizador de su resurrección y, de este modo, en el ancla por el cual todos podemos decir (sin vergüenza) que somos discípulos del Dios viviente en cuyo nombre estamos seguros por siempre.
Jackie Hill-Perry © 2016 Desiring God Foundation. Publicado originalmente en esta dirección. — Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda