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Los verdaderos reformadores
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Los verdaderos reformadores

La frase en latín semper reformanda ha sido secuestrada. Es la consigna que ha sido más abusada, más mal usada y más malinterpretada de nuestro tiempo. Los progresistas han capturado y mutilado el lema del siglo XVII y han exigido que nuestra teología, nuestras iglesias y nuestras confesiones estén siempre cambiando con el fin de ajustarlas a nuestra cultura que siempre cambia. Sin embargo, semper reformanda no significa lo que ellos creen. Semper reformanda no significa «siempre cambiando», «siempre transformándose» ni siquiera «siempre reformándose»; más bien, «siempre siendo reformado». Cuando se usó esta frase por primera vez, semper reformanda era parte de una afirmación más extensa: ecclesia reformata, semper reformanda (la iglesia es reformada y está siempre siendo reformada). Para aclarar más la afirmación, se agregó la frase secundum verbum Dei (de acuerdo con la Palabra de Dios) para construir la siguiente oración: «la iglesia es reformada y está siempre siendo reformada de acuerdo con la Palabra de Dios». Esto nació a partir de una preocupación pastoral respecto a que como pueblo de Dios debemos ser siempre reformados por la Palabra de Dios (que nuestra teología no sea un conocimiento meramente teórico, sino que sea conocida, amada y practicada en todas las áreas de la vida). Dicho de manera simple, que nuestra teología reformada basada en la Palabra de Dios siempre esté reformando nuestras vidas. Fundamentalmente, la teología reformada está basada en la Palabra de Dios y es formada por ella. Puesto que es la Palabra de Dios la que forma nuestra teología y nosotros los que somos reformados por ella mientras volvemos constantemente a la Palabra de Dios cada día y en cada generación. En esencia, de esto se trató la Reforma del siglo XVI y esto significa ser reformado: confesar y practicar lo que la Palabra de Dios enseña. La Palabra de Dios y el Espíritu de Dios reforman la iglesia. Dicho esto, los simples hombres no son los verdaderos reformadores, sino que son administradores y siervos de la reforma de Dios. En este sentido, Martín Lutero, Juan Calvino y otros no fueron los reformadores. Lutero y Calvino no comenzaron a reformar valientemente la iglesia; ellos se sometieron humildemente a la verdad reformadora de la Palabra y al poder reformador del Espíritu. La Palabra y el Espíritu reformaron la iglesia en el siglo XVI y han continuado reformándola desde entonces. Lutero y Calvino fueron los que ayudaron a que la iglesia volviera a la Escritura, y solo a la Escritura, como la autoridad infalible para la fe y la vida. La Reforma no ha terminado ni tampoco lo hará, porque la reforma (la Palabra de Dios y el Espíritu de Dios que están reformando a la iglesia) nunca terminará. La Palabra de Dios siempre es poderosa y el Espíritu de Dios siempre está obrando para renovar nuestras mentes, transformar nuestros corazones y cambiar nuestras vidas. Por lo tanto, el pueblo de Dios, la iglesia, siempre estará «siendo reformada» de acuerdo con la inmutable Palabra de Dios, no según nuestra cultura que siempre cambia.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. |  Traducción: María José Ojeda
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La valentía de ser reformado
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La valentía de ser reformado

Cuando llegamos a entender la teología reformada, no solo cambia nuestra comprensión de la salvación, sino que de todo. Es por esta razón que cuando las personas luchan a través de las doctrinas rudimentarias de la teología reformada y llegan a comprenderlas, a menudo sienten como si se hubieran convertido por segunda vez. Es más, como muchos han admitido, la realidad es que muchos se convierten por primera vez. Fue por medio de la examinación de la teología reformada que se enfrentaron cara a cara con la cruda realidad de su corrupción radical y su muerte en pecado, con la elección incondicional que Dios hace de los suyos y la condenación de otros, con el cumplimiento real que Cristo hace de la redención de su pueblo, con la gracia eficaz del Espíritu Santo, con la razón por la que perseveran por la gracia de Dios que prevalece y con la manera en que Dios obra por medio de los pactos en toda la historia para su gloria. Cuando las personas se dan cuenta de que en última instancia no eligen a Dios sino que él los escoge a ellos, naturalmente llegan a un punto de humilde reconocimiento de la maravillosa gracia de Dios hacia ellos. Es solo entonces, cuando reconocemos lo miserables que realmente somos, que podemos cantar «Sublime gracia» de verdad. Eso es precisamente lo que hace la teología reformada: nos transforma desde adentro hacia afuera y nos lleva a cantar; nos lleva a adorar en todas las áreas de la vida al Dios soberano y trino, misericordioso y amoroso. Lo hacemos no solo los domingos, sino que cada día y en cada detalle de la vida. La teología reformada no es solo una insignia que llevamos en los momentos en que ser reformado es popular y genial, sino que es una teología que vivimos y respiramos, confesamos y defendemos incluso cuando está siendo atacada.

Los reformadores protestantes del siglo XVI, junto con sus precursores del siglo XV y sus desendientes del siglo XVII, no enseñaron ni defendieron su doctrina porque era genial o popular, sino porque era bíblica y pelearon en primera línea por ella. No solo estaban dispuestos a morir por la teología de la Escritura, sino que estaban dispuestos a vivir por ella, a sufrir por ella y a que los consideraran necios por ella. No se equivoquen: los reformadores fueron atrevidos y valientes no a causa de la confianza en sí mismos o a su autosuficiencia, sino que porque fueron humillados por el Evangelio. Fueron valientes porque el Espíritu Santo habitó en ellos y los capacitó para proclamar la luz de la verdad en una época oscura de mentiras. La verdad que predicaron no era nueva; era antigua. Era la doctrina de los mártires, de los padres, de los apóstoles y de los patriarcas; era la verdad de Dios expuesta en la santa Escritura. Los reformadores no inventaron su teología; al contrario, su teología los transformó en quienes fueron. La teología de la Escritura hizo a los reformadores. Ellos no se levantaron para ser reformadores en sí, sino que para ser fieles a Dios y a la Escritura. No inventaron ninguna de las solas de la reforma ni de las doctrinas de la gracia (los cinco puntos del Calvinismo), tampoco fueron en ninguna manera la suma total de la doctrina reformada. Al contrario, ellas se convirtieron en premisas doctrinales subyacentes que sirvieron para ayudar a la iglesia en épocas posteriores para que pudiera confesar y defender lo que creía. Incluso en la actualidad, hay muchos que piensan que adoptan la teología reformada, pero su teología reformada solo llega hasta las solas de la reforma y las doctrinas de la gracia. Es más, existen muchos que dicen que se adhieren a la teología reformada, pero lo hacen sin que nadie sepa que son reformados. Tales «calvinistas de clóset» no confiesan ninguna de las confesiones reformadas históricas del siglo XVI o XVII ni utilizan un lenguaje teológico reformado distintivo. Sin embargo, si realmente se adhirieran a la teología reformada según las confesiones reformadas históricas, no podrían evitar que los identifiquen como reformados. A decir verdad, es imposible quedarse en el «clóset calvinista» como también mantenerse reformado sin que nadie lo sepa (inevitablemente va a salir a la luz). Para ser históricamente reformado, hay que unirse a una confesión reformada y no solo eso sino que también confesarla, proclamarla y defenderla. La teología reformada es fundamentalmente una teología confesional. La teología reformada también es una teología que lo abarca todo. No solo cambia lo que sabemos, sino que también cambia cómo conocemos lo que sabemos. No solo cambia nuestra comprensión de Dios, sino que también cambia nuestra comprensión de nosotros mismos. Ciertamente, no solo cambia nuestra visión de la salvación, sino que también cambia cómo adoramos, cómo evangelizamos, cómo criamos a nuestros hijos, cómo tratamos a la iglesia, cómo oramos y cómo estudiamos la Escritura (cambia cómo vivimos, nos movemos y existimos). La teología reformada no es una teología que podemos esconder o que podamos decir de la boca para afuera, pues ese ha sido el hábito de los herejes y los progresistas teológicos a lo largo de la historia. Aseguran adherirse a confesiones reformadas, pero nunca la confiesan realmente. Aseguran ser reformados solo cuando se están defendiendo (cuando se cuestiona su teología progresista —aunque popular— y, si es que son pastores, cuando sus trabajos están en peligro). Aunque los liberales teológicos pueden estar en iglesias y denominaciones que se identifican como «reformadas», la verdad es que ellos se avergüenzan de tal identidad y llegan a creer que ser conocidos como «reformados» es un tropiezo para algunos y una ofensa para otros. Además, según las marcas históricas y comunes de la iglesia (la predicación pura de la Palabra de Dios, la oración de acuerdo con la Palabra de Dios, el uso correcto de los sacramentos del bautismo y la Santa Cena y el práctica continua de la disciplina de la iglesia), esas iglesias «reformadas» a menudo no son ni siquiera iglesias verdaderas. Hoy en día, existen muchos laicos y pastores que están en iglesias protestantes y tradicionalmente reformadas y en denominaciones que, junto con sus iglesias y denominaciones, dejaron sus lazos reformados y rechazaron sus confesiones hace años. Al contrario de esta tendencia, lo que más necesitamos son hombres en el púlpito que tengan la valentía de ser reformados (hombres que no se avergüenzan de su fe que una vez fue entregada para los santos, sino que están listos para enfrentarse a lo que sea por ella, no de la boca hacia afuera sino que con toda su vida y con todas sus fuerzas). Necesitamos hombres en el púlpito que sean audaces y firmes en su proclamación de la verdad y que sean al mismo tiempo misericordiosos y compasivos. Necesitamos hombres que prediquen la pura verdad de la teología reformada sea pertinente o no, no con un dedo apuntando al rostro de las personas sino que con un brazo alrededor de sus hombros. Necesitamos hombres que amen las confesiones reformadas precisamente porque aman al Señor nuestro Dios y a su Palabra inmutable, inspirada y fidedigna. Solo cuando haya hombres en el púlpito que tienen la valentía de ser reformados, tendremos personas en los bancos de la iglesia que entenderán la teología reformada y sus efectos en toda la vida. Así que amemos más a Dios con todo nuestro corazón, nuestra alma, nuestra mente y nuestras fuerzas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Esa es la teología reformada de la iglesia del siglo XVI y es la única teología que traerá reforma y avivamiento al siglo XXI. Lo más radical que podemos ser en nuestros días de liberalismo teológico radical es ser ortodoxo según nuestras confesiones reformadas; sin embargo, no con arrogancia sino que con valentía y compasión por la iglesia y por los perdidos, todo para la gloria de Dios y solo su gloria.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
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Satanás no te dejará tranquilo
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Satanás no te dejará tranquilo

Algunos han dicho que la trampa más grande del diablo es convencer al mundo de que él no existe. Satanás es el engañador supremo, que lucha para sacar de nuestras mentes el saber de su existencia y hacernos creer que todo lo que la Biblia enseña sobre él son mitos, leyendas y folklore ancestral; historias anticuadas que no tienen lugar en nuestro ilustrado y cómodo nuevo mundo feliz. El diablo es el padre de las mentiras (Jn 8:44) y el engañador de las naciones (Ap 20:3). Él «se disfraza como ángel de luz» (2Co 11:14) y hará lo que sea que esté en su poder para hacer que lo olvidemos y vivamos como si no existiera. Como creyentes, sabemos que Satanás existe, pero muchos de nosotros aún caemos en su sutil trampa de ignorarlo y esperamos que nos deje tranquilos.

La actitud a la que más le temo

Sin embargo, así como no podemos leer una página de la Escritura sin correr a la soberanía de Dios, tampoco podemos leer mucho sin encontrarnos cara a cara con la dura realidad del poder del maligno. Y, por lo tanto, reconocemos que no podemos ignorar completamente su existencia. Puesto que demasiado a menudo andamos por vista y no por fe, pensando que podemos vivir nuestras vidas cristianas por un cierto tipo de inercia espiritual, caemos en la trampa de Satanás al pensar que él realmente no está ahí o al menos que no está muy activo. Después de todo, creer que no está cerca o, por lo menos, que realmente no somos un objetivo lo suficientemente significativo como para que invierta su tiempo en nosotros parece ser un pensamiento mucho más agradable. Aunque todos los verdaderos creyentes saben que Satanás existe, muchos han sucumbido ante la noción de que la guerra espiritual no es para tanto. Temo que existan incluso algunos cristianos leyendo esto ahora, diciéndose a sí mismos: «sí, bueno, claro, sé que Satanás existe, y sí, sé que la guerra espiritual es real, pero no creo que Satanás o sus demonios estén al acecho detrás de cada arbusto y, de todas formas, no creo que yo realmente pueda hacer algo respecto a la guerra espiritual». Esa es la actitud de mí mismo a la que más le temo, por mi familia y por la congregación a la que sirvo.

Si no le perteneciéramos a Dios

Nosotros sí luchamos contra poderes cósmicos: «fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestes» (Ef 6:12). Esas fuerzas de maldad han puesto sus ojos en todos los verdaderos creyentes y son despiadados. Pablo nos enseña que el dios de este mundo ha cegado las mentes de los incrédulos para que no puedan ver la luz de la gloria del Evangelio de Cristo (1Co 4:4). La implicancia es que al haber cegado sus mentes, el diablo entonces enfoca su obra principal sobre los seguidores de su enemigo. Parecería ser que antes de que confiáramos en Cristo el diablo ciertamente era nuestro enemigo, pero no al nivel que lo sería después de que confiamos en Cristo. Si fuimos bendecidos con crecer en un hogar cristiano, incuestionablemente él era el enemigo de nuestra familia. Sin embargo, después de confiar en Dios, ganamos a Cristo y su justicia al estar unidos a Él una vez y para siempre, y, como resultado, el enemigo de Cristo se convirtió en nuestro enemigo más significativamente, y comenzó a apuntar mucho más con sus dardos encendidos para intentar derribarnos. Como escribió Thomas Brooks: «si Dios no fuera mi amigo, Satanás no sería tanto mi enemigo».

Armas comunes y corrientes, pero mortíferas

Aunque sabemos que Satanás y sus entusiasmados sirvientes no pueden habitar en los creyentes ni tampoco pueden leer o controlar nuestras mentes, también sabemos que bajo la soberanía de Dios, pueden causar estragos en nosotros. Sin embargo, en lugar de vivir con una visión minimalista de lo que Satanás no hará, y en vez de vivir como un deísta práctico como si el Espíritu Santo no estuviera vivo ni activo, y al contrario de vivir como deterministas reformados como si la causalidad secundaria y los medios secundarios fueran irrelevantes, debemos recordar que Dios es soberano no solo sobre los fines de todas las cosas, sino que sobre los medios de todos los fines. Por tanto, debemos esforzarnos en todo para hacer uso de los medios que nuestro Señor nos ha dado para pelear. Él nos ha dado medios de gracia comunes y corrientes, y estos también son los medios comunes para nuestra guerra diaria; concretamente, la Palabra de Dios, la oración, el bautismo y la Santa Cena. Él nos ha dado el Día del Señor y semanalmente nos ha dado adoración en comunidad con nuestra familia donde cantamos y proclamamos nuestras canciones de batalla de la victoria final y afirmamos la fe dada una vez a los santos. No debemos menospreciar la obra maliciosa que Satanás diseñó para evitar que asistamos regularmente a estos medios de gracia comunes y corrientes. Es más, nuestro Señor se dio a sí mismo a nosotros en Cristo y nos ha dado su Espíritu Santo. Y aunque Satanás no nos tiene miedo, él le tiene pavor a quien está dentro de nosotros. Nuestro protector nunca duerme ni se cansa (Sal 121:3-4) y en Él somos más que vencedores (Ro 8:37) porque mayor es aquel que está en nosotros que aquel que está en el mundo (1Jn 4:4).

No podemos estar sin preparación

Debemos estar preparados. Debemos reconocer que la guerra es real y se está librando con furia alrededor de nosotros, y debemos estar preparados para pelear, puesto que es una batalla por nuestros corazones, por nuestros matrimonios, por nuestras iglesias, por nuestros hijos, por nuestro tiempo, por nuestros talentos, por nuestras palabras, por nuestras billeteras, por nuestros motivos, por nuestra esperanza, por nuestra alegría. No podemos pensar que estas cosas están fuera del alcance de nuestro acusador. No podemos avanzar sin esfuerzo en la vida cristiana. No podemos vivir como si fuéramos indefensos. No podemos permitirnos a nosotros mismos no estar conscientes de los esquemas de Satanás. No podemos permitir que el miedo y la ansiedad se lleven lo mejor de nosotros y debemos orar para ser fuertes y valientes, porque el Señor está con nosotros, por nosotros y en nosotros. No podemos permitirnos que nos tomen por sorpresa, pero así estamos demasiado a menudo, porque demasiado a menudo olvidamos la dura realidad de la guerra espiritual. Y aunque no podemos conocer la mente de Dios, y aunque no somos intérpretes infalibles de la providencia de Dios o de las obras del maligno, sí sabemos que Dios es soberano, sabemos que Satanás está obrando, y sabemos que para quienes aman a Dios y son llamados según su propósito, todas las cosas obran para bien, según el buen propósito de la voluntad de Dios y para la gloria de Dios (Ro 8:28). Su furor dañarnos no podrá
Y si demonios mil están Pronto a devorarnos No temeremos porque Dios Sabrá cómo ampararnos. Que muestre su vigor, Satán, y su furor Dañarnos no podrá, Pues condenado es ya Por la Palabra santa. —Martín Lutero
Puesto que hemos sido justificados solo por gracia por medio de la fe sola, solo por Cristo (Ef 2:8-10), nuestro Padre nos está conformando a la imagen de su Hijo (Ro 8:29), y así como Jesús fue tentado en todo aspecto como nosotros lo somos, aunque sin pecar (Heb 4:15), así Dios permitirá que seamos tentados por el engañador en un sinfín de formas (1Co 10:13). Por esta razón, Jesús nos enseñó a orar a nuestro Padre del cielo: «líbranos del mal (del maligno)» (Mt 6:13). Y a medida que el Espíritu nos conforma, debemos llegar a estar conscientes más profundamente de los esquemas engañosos de nuestro enemigo, para que no seamos ni burlados por Satanás ni ignorantes ante sus planes (2 Co 2:11); al contrario, para que seamos más vigilantes, puesto que él «anda al acecho como león rugiente, buscando a quién devorar» (1P 5:8). Y así podamos escapar siempre de la trampa del diablo (2Ti 2:26), descansando seguros porque en Cristo soportaremos hasta el final por su gracia sustentadora, porque Cristo ha aplastado la cabeza de Satanás y de su simiente, y el Dios de paz pronto aplastará a Satanás bajo sus pies (Gn 3:15; Ro 16:20).
Burk Parsons © 2019 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso.