Mientras estaba sentada en la consulta de la dermatóloga, observé las botellas de sérums y pomadas que estaban en exposición en la sala de espera: humectantes, exfoliantes, sérums anti-edad, tratamientos para el contorno del ojo. Aun cuando muchas personas (como yo) probablemente estaban ahí por exámenes dermatológicos típicos o por problemas a la piel, era claro que el dermatólogo también estaba en el negocio de ayudar a las mujeres a verse más jóvenes.
Me examiné en el espejo y noté las «once líneas» en mi frente. «Seguro existe algún tipo de crema mágica que puede reducir su visibilidad», pensé. Cuando le pedí alguna recomendación a la dermatóloga, su respuesta me sorprendió: «la única cura para eso es el bótox». Las once líneas llegaron para quedarse.
Nuestro intercambio me hizo preguntarme: «¿por qué quiero borrar los signos del envejecimiento de mi rostro? ¿Acaso no me gané esas arrugas criando cuatro hijos, trabajando duro y dándome completamente para otros?».
Mentiras brillantes (y costosas)
En nuestra sociedad, la presión por parecer joven y en forma viene de todas las esquinas. Desde los anuncios en la televisión, hasta las imágenes filtradas en las redes sociales, y los interminables productos de belleza que llenan los estantes de las tiendas, el mensaje es claro: «haz todo lo que puedas para retroceder el tiempo (¡y nunca reveles tu verdadera edad!)».
No obstante, como mujeres cristianas, ¿cómo se supone que debemos pensar acerca del envejecimiento? La visión de la Biblia sobre la belleza y el envejecimiento, en comparación con la del mundo, es totalmente opuesta. A menudo, cuando usamos procedimientos cosméticos para intentar disimular nuestra edad, estamos comprando el mensaje de que nuestro valor radica en nuestra apariencia.
La disposición a soportar procedimientos dolorosos y costosos para mejorar nuestra apariencia debe hacernos retroceder y considerar nuestras motivaciones. ¿Tenemos miedo de que nuestros esposos ya no nos encuentren atractivas o que nos quedemos solteras para siempre? ¿Nos preocupa que otros piensen bien de nosotras, que nos den un ascenso o que caigamos bien a las personas correctas?
Sin duda, no es pecado querer cuidar de nuestros cuerpos; honramos a Dios al administrarlos bien. No obstante, cuando nos obsesionamos por vernos más jóvenes o por entrar en un vestido de una talla más pequeña, transformamos a nuestros cuerpos en ídolos.
El Reino al revés de Dios
Mientras algunas de nosotras no queramos admitir cuántos años vamos a cumplir, la Biblia celebra el número cada vez mayor de velas en nuestro pastel de cumpleaños. A menudo, como Job nos recuerda: «en los ancianos está la sabiduría, y en largura de días el entendimiento». Luego está Proverbios 16:31: «la cabeza canosa es corona de gloria, y se encuentra en el camino de la justicia».
Pocos de nosotros vemos las canas como una corona. ¡Pensamos que es algo que debemos esconder! Sin embargo, la Biblia nos dice que alabemos las canas como una larga vida dedicada a Jesús. Dios, por medio de su Palabra, quiere que saquemos nuestra mente de la apariencia (y todos los temores que vienen con ella) y, en lugar de ello, pongamos nuestra atención en la madurez espiritual. De pronto, es posible celebrar envejecer mientras nos deleitamos en ver cómo Dios nos ha formado a lo largo de muchos años.
Mientras más hemos estado en esta tierra, más oportunidades hemos tenido de confiar en Jesús y de crecer en sabiduría. Hemos experimentado más altibajos; nuestra perspectiva abarca décadas de vida. Dios ha usado las pruebas por las que hemos atravesado para formar quiénes somos. La soltería, la pérdida financiera, la crianza de hijos, la enfermedad crónica, el duelo: estas pruebas no han sido fáciles, pero Dios ha estado presente a través de cada una de ellas. Los cambios en nuestros cuerpos pueden servir como un recordatorio de esto.
La próxima vez que te mires al espejo y notes las maneras en que tu cuerpo ha cambiado, intenta mirarte de otro modo. Esas estrías y piel suelta alrededor del abdomen, tal vez son un recordatorio del regalo de los hijos. Quizás esas bolsas oscuras bajo tus ojos muestran las largas noches que pasaste aconsejando a una amiga atribulada o a un adolescente ansioso. Esa ceja fruncida revela las pruebas que has atravesado, descubriendo cómo ser una amiga, un familiar o una trabajadora diligente. Esas patas de gallo y arrugas producidas por la risa son dulces recordatorios del tiempo que pasaste disfrutando con otros.
En Cristo, los signos físicos de la edad no son marcas que debamos despreciar, sino signos de cómo Dios ha obrado a través de tus circunstancias para convertirte en la persona que eres hoy. Visto de esta manera, pueden animarte a confiarle tu futuro, cualquiera sean tus temores.
Belleza verdadera
Nuestros deseos de lograr una piel perfecta, un cuerpo tonificado o la talla que éramos hace veinte años apuntan hacia el anhelo de ser hermosa. Nos medimos tan fácilmente por los estándares del mundo. Sin embargo, la verdadera belleza no se encuentra en la portada de una revista, sino que en nuestro perfecto Dios.
Jesús sufrió en la cruz y murió por nuestros pecados en el más hermoso y desinteresado acto de amor. Cuando ponemos nuestra fe en Él, somos cubiertas por su justicia. Ahora, Dios nos ve hermosas, porque Cristo lo es.
La belleza que Dios estima se expone a través de atributos como gracia, misericordia, amor constante y fidelidad. En lugar de enfocar nuestros esfuerzos en llegar a ser más hermosas al usar maquillaje, al visitar la peluquería o al hacer ejercicio, busquemos emular a Cristo y abrazar su belleza.
A medida que lo hacemos, seremos liberados de la esclavitud al yo. Seremos como David, tan cautivados por la belleza del Señor que olvidaremos nuestros propios problemas:
Una cosa he pedido al Señor, y esa buscaré:
Que habite yo en la casa del Señor todos los días de mi vida,
Para contemplar la hermosura del Señor
Y para meditar en su templo (Salmo 27:4).
La verdadera belleza hace a Cristo visible a través de nuestros actos de amor. El uso verdaderamente hermoso que Dios le dio al cuerpo es servir gozosamente a otros que están en necesidad, desde prepararle comida al vecino que se acaba de operar, hasta hablar palabras de bondad y compasión a una amiga que está lidiando con la depresión o abrazar al niño que se cayó y se raspó la rodilla. Como Pablo nos recuerda en Romanos 10:15: «¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian el evangelio del bien!».
Noten que no se menciona la belleza de sus rostros ni la fuerza de sus músculos, sino que llama hermosos a sus pies (frecuentemente sucios y malolientes). Ellos nos permiten llevar la buena noticia de Jesús a otros.
Mira hacia la eternidad
Perseguir la definición de belleza que hace la Biblia no será fácil en nuestro tiempo y edad. No obstante, 2 Corintios 4:16-18 nos recuerda la pelea para mantener una perspectiva eterna:
Por tanto no desfallecemos, antes bien, aunque nuestro hombre exterior va decayendo, sin embargo nuestro hombre interior se renueva de día en día. Pues esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación, al no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.
Como creyentes en Cristo, somos llamadas a tener una mente diferente a la del mundo. Somos llamadas a mirar más allá de lo que los ojos pueden ver y de lo que las manos pueden tocar, recordando que Dios anhela que pongamos nuestros ojos en Él en lugar de en nuestras arrugas y cambios corporales. El peso de las pruebas de la vida y nuestros temores al envejecer palidecen en comparación con las riquezas de la eternidad.
Señoras y señoritas, el Evangelio es la buena noticia para el envejecimiento. A pesar de las velas que agregamos a nuestros pasteles de cumpleaños, seremos más hermosas a medida que crezcamos más como Cristo.