Aunque la ciencia, con todo su poder, sea incapaz de abordar algunas de las preguntas fundamentales que nos hacemos, el universo contiene ciertas pistas de nuestra relación con él; pistas que son científicamente accesibles. La inteligibilidad racional del universo, por ejemplo, apunta a la existencia de una Mente que fue responsable tanto del universo como de las mentes nuestras. Es por esta razón que somos capaces de hacer ciencia y de descubrir las bellas estructuras matemáticas que subyacen a los fenómenos observables. Y no sólo eso, sino que nuestra creciente penetración en el fino ajuste del universo en general, y del planeta tierra en particular, es coherente con la extendida conciencia de que nuestra presencia aquí es intencional. Esta tierra es nuestro hogar.
Pero si detrás del universo hay una Mente, y esa Mente tiene el propósito de que estemos aquí, la pregunta que realmente importa es: ¿Cuál es el propósito de nuestra existencia? Es esta pregunta, por sobre todas, la que despierta el interés del corazón humano. El análisis científico del universo no nos puede dar la respuesta. Pero la verdadera ciencia no se avergüenza de su incapacidad en esta materia —simplemente reconoce que no está equipada para responder semejantes preguntas—. Por lo tanto, sería un serio error lógico y metodológico considerar sólo los ingredientes del universo —su material, estructuras, y procesos— para descubrir cuál es su propósito y la razón por la que estamos aquí. La respuesta final, si la hay, tendrá que venir desde fuera del universo.
¿Pero cómo la sabremos? Por muchos años he sostenido que hay evidencia de una Mente tras el universo; una Mente que tuvo la intención de que estuviésemos aquí. Nosotros también tenemos mentes. No es ilógico, por tanto, que una de las principales razones por las cuales se nos dio una mente fue que fuésemos capaces no sólo de explorar el fascinante universo en que vivimos sino también de entender la Mente que nos ha dado este hogar.
Mucho antes de Aristóteles, se escribió el libro de Génesis. Empieza diciendo: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra». Esta declaración contrasta totalmente con el resto de las cosmogonías míticas de su época —como la babilónica, en que los dioses eran parte de la sustancia del universo y el mundo estaba hecho de la sustancia de un dios—. Génesis afirma que hay un Dios creador que existe independientemente del universo —una afirmación fundacional para el cristianismo—. El apóstol Juan lo dice de esta manera en su evangelio: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de Él, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Juan 1:1-4).
En griego, el término que se ha traducido como «Verbo» (palabra) es logos, que a menudo era usado por los filósofos griegos para designar el principio racional que gobierna el universo. Aquí tenemos la explicación teológica de la inteligibilidad racional del universo, el fino ajuste de sus constantes físicas y asimismo su complejidad biológica. Es el producto de una Mente, la del Logos divino. Porque lo que yace detrás del universo es mucho más que un principio racional. Es Dios, el Creador mismo. No es una abstracción, y ni siquiera una fuerza impersonal. Dios, el Creador, es una persona, y no forma parte del material que compone su universo.
Ahora, si la realidad final detrás del universo es un Dios personal, esto tiene implicaciones de largo alcance en la búsqueda humana de la verdad, puesto que abre nuevas posibilidades de conocer esa realidad final a través de un camino distinto al estudio (científico) de las cosas. Porque las personas se comunican de una forma que las cosas no. Las personas se pueden revelar por medio del lenguaje y, de ese modo, comunicar información sobre sí mismas que aun el más sofisticado escáner aplicado a sus cerebros no podría revelar. Siendo personas nosotros mismos, podemos conocer a otras personas. Por lo tanto, la siguiente pregunta lógica que se ha de plantear es: Si el Creador es personal, ¿ha hablado en forma directa, distinguible de lo que podemos aprender de Él indirectamente mediante las estructuras del universo? ¿Ha revelado su propia persona? Porque si hay un Dios, y ha hablado, entonces lo que ha dicho será de la máxima importancia en nuestra búsqueda de la verdad. Aquí encontramos una vez más la afirmación bíblica de que Dios ha hablado en la más profunda y directa forma posible. Él, el Verbo que es persona, se ha hecho humano para demostrar completamente que la verdad final detrás del universo es personal. «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (v. 14).
Esta declaración es muy específica. Afirma que, en un momento y un lugar determinado, Dios el Creador se codificó a si mismo en la humanidad. Es, por supuesto, una declaración asombrosa de actividad sobrenatural del más alto orden. Sin embargo, la ciencia no ha podido ni puede eliminar lo sobrenatural.
Sugiero que, lejos de haber la ciencia enterrado a Dios, no sólo los resultados de ella apuntan a su existencia, sino que la empresa científica misma es validada por su existencia. Inevitablemente, por supuesto, no sólo quienes hacemos ciencia tenemos que escoger las presuposiciones con las cuales empezamos, sino todos. No hay muchas opciones —en esencia, sólo dos—. O la inteligencia humana, en último término, debe su origen a materia carente de inteligencia, o hay un Creador. Es extraño que algunas personas afirmen que es la inteligencia de ellas la que las lleva a preferir lo primero en lugar de lo segundo.