Cuando era joven, pensaba que el liderazgo significaba responsabilidad, carga y toma de decisiones difíciles. Sin embargo, no sabía que el liderazgo también significaría una buena dosis de fracaso.
No tengo en mente fracasos escandalosos a gran escala (como los que descalifican a un hombre del ministerio pastoral, por ejemplo). No, principalmente tengo en mente traspiés y tropezones, a veces pecaminosos y a veces no (del tipo que a menudo deja al líder que se conoce muy bien a sí mismo mirando hacia atrás avergonzado, deseando que haya hecho o dicho algo diferente).
Tengo en mente sermones que despegaron planos y aterrizaron aún más planos. Discusiones de estudios bíblicos lloriqueados y que terminan muriendo. Bromas públicas dichas imprudentemente; juicios públicos verbalizados precipitadamente. Nuevas iniciativas de ministerio que arrancan, luego tambalean, tropiezan y caen. Decisiones que, en retrospectiva, estaban completamente equivocadas. Cristianos jóvenes que buscan más ayuda en otros lugares.
Entrar en el liderazgo significa entrar en errores, arrepentimientos y muchos pequeños pero dolorosos fracasos. Y sobrevivir en el liderazgo significa —estoy aprendiendo— dar pasos hacia arriba en esos errores (reconocerlos, aprender de ellos y tener la estabilidad en Cristo de seguir liderando después de ellos).
Los líderes fracasan
En cierta medida, por supuesto, cada humano caído está familiarizado con el fracaso. Los errores nos siguen desde el vientre de nuestra madre; descubrimos el arrepentimiento junto con el abecedario. No obstante, por al menos dos razones, el liderazgo tiene una manera especial de sacar el fracaso a la superficie.
En primer lugar, el liderazgo provee una plataforma pública para los tipos de errores que ya estábamos cometiendo. Seguramente, Moisés metió la pata mientras armaba una familia en Madián, David mientras pastoreaba los rebaños de su padre y Pedro mientras pescaba en el mar de Galilea. No obstante, sus errores fueron más o menos privados: piedrecillas lanzadas a un charco, sus ondas fueron pequeñas y pocas.
Sin embargo, Moisés comenzó a construir una nación, David comenzó a pastorear un reino y Pedro comenzó a pescar hombres. Y de pronto, sus fracasos privados llegaron a ser públicos y sujetos a un escrutinio mayor. No necesitamos una gran plataforma de liderazgo para experimentar el mismo tipo de incómoda exposición. Antes fracasábamos a telón cerrado; ahora estamos sobre el escenario.
En segundo lugar, el liderazgo ofrece muchas más oportunidades de fracasar de las que tuvimos antes. Con la familia, con las ovejas, con los peces, las oportunidades para fallar estaban presentes, pero más limitadas. Cuando el liderazgo llamó a Moisés, a David y a Pedro de esos mundos —los mundos donde sintieron cierta apariencia de éxito y control—, se multiplicaron las posibilidades de fallar.
El liderazgo, en su centro, involucra iniciativas públicas y toma de riesgos. Los líderes intentan nuevas aventuras; apuntan, por la gracia de Dios, a dar vida a nuevas realidades; llaman a personas a que sigan caminos que no se han pisado todavía. Y a veces, los esfuerzos de incluso los mejores líderes se derrumban y los riesgos retornan para darles un manotazo en el rostro.
Dos caminos comunes
Un par de fallas y errores pican. Un par de docenas hieren. Y luego, en el tiempo, a medida que los errores se alzan aún más alto, podríamos sentir que estamos ante una minimontaña de arrepentimiento: podría parecer un monumento a nuestra incompetencia. En este punto, dos caminos pueden tentar a un líder.
La primera tentación es protegernos a nosotros mismos de la vulnerabilidad del liderazgo al ponernos una capa de hierro fundido. La crítica ya no alcanza nuestra piel. Los fracasos ya no nos hieren porque nos rehusamos a sentirlos. Y lentamente, el una vez humilde hijo de Cis se transformó en el orgulloso rey Saúl, endurecido y engrandecido, seguro del aguijón de la falla y seguro también de la gracia de Dios.
La segunda, y quizás la más común, es arrancar. Abandonar. Huir. Vean a Pedro en Galilea, en la barca de pesca, a la esfera privada donde nadie está mirando y sabemos lo que hacemos (Jn 21:3). O de manera alternativa, seguimos «liderando», pero dejamos de intentarlo tanto. Esto lleva a no tomar riesgos ni subir montañas. Lideramos desde la tierra de Seguridad.
Ahora, salir del liderazgo no siempre es incorrecto. Quizás, tras algún fracaso particularmente estrepitoso —o después de un patrón más largo de pasos en falso— realmente necesitamos dar un paso al costado por un tiempo y buscar nuestra identidad nuevamente en una comunión tranquila con Cristo. Quizás comenzaremos a liderar nuevamente después de un tiempo. O tal vez, después de mucha oración y consejo, decidamos no volver al liderazgo formal. Y en algunos casos, estará bien. El cuerpo de Cristo tiene muchos miembros, de los cuales unos cuantos son líderes, siendo todos ellos indispensables (1Co 12:22).
No obstante, si cada líder afectado por el fracaso diera un paso al costado, la iglesia no tendría líderes. De alguna manera, entonces, necesitamos otra manera, otra forma de tratar los errores como muchas escaleras sobre las cuales, con el tiempo, nuestro Señor nos levanta en un liderazgo más fiel y más fructífero. Necesitamos de la gracia no sólo para ver cómo los líderes cometen errores, sino para ver cómo los errores pueden hacer líderes.
Cada fracaso, una escalera
En su bondad, Dios llenó su Escritura con historias de líderes que fracasaron, pero que no terminaron ahí, que se estrellaron, pero que no se quemaron. Sí, leemos aquí sobre hombres como Saúl, Judas y Demas, líderes cuyos fracasos fueron sus tumbas. Pero también leemos sobre hombres como Moisés, David y Pedro y los otros discípulos, cuya madurez como líderes se alzó en una escalera hecha de fracasos.
Podríamos encontrar ayuda particularmente en Pedro. Su colapso en tres partes podría haber sido un fracaso más grande que el que hemos estado considerando, pero su historia nos da categorías de cómo podríamos dar pasos hacia arriba en nuestros propios fracasos, sean grandes o pequeños.
Reconoce
La mañana del Viernes Santo reveló más de Pedro de lo que Pedro jamás habría visto. Justo la noche antes, él juró que moriría antes de negar a Jesús; sin embargo, dijo «yo no lo conozco» (Lc 22:57), una, dos y tres veces. El gallo cantó. Jesús miró. Y Pedro, en ese rápido momento, se vio a sí mismo como realmente era.
En lugar de huir de tan agonizante conocimiento, él lo reconoció. Primero, «y saliendo fuera, lloró amargamente» (Lc 22:62). Luego regresó donde sus amigos (Lc 24:10-12). Y después, finalmente, en esa madrugada en la orilla galilea, no ofreció ninguna racionalización, ninguna justificación, ninguna excusa (Jn 21:1-17). El fracaso se apoderó de Pedro el Viernes Santo, y aquí, ante su misericordioso Señor, Pedro reconoció su fracaso.
A veces, por supuesto, nuestros fracasos son asuntos más de debilidad que de pecado. Quizás el pecado no revela nuestra culpa, sino que nuestra inmadurez, ignorancia e incompetencia en ciertas áreas. De cualquier manera, el proceso aún devela partes de nosotros que necesitamos ver, a veces desesperadamente. Por lo tanto, reconocer completamente nuestros fracasos sigue siendo el camino de la humildad y la sabiduría. Recibámoslos. Abracémoslos. Cuando otros miren alrededor buscando a alguien responsable, dejemos que nos vean alzando nuestra mano.
La fuerza para tan doloroso abrazo proviene, en gran parte, de la confianza de que el fracaso está dentro de los planes soberanos de Dios para nuestro bien. Sin el fracaso, Pedro habría seguido teniendo confianza en sí mismo y seguiría autoengañado; y nosotros también. Por lo tanto, en su soberanía, Jesús a veces permite que su pueblo pase por el tamiz del fracaso (Lc 22:31-32). Sin embargo, Él no los deja ahí.
Aprende
Si nosotros, con Pedro, sentimos el aguijón y nos negamos a huir, descubriremos un futuro más allá del fracaso. También descubriremos que los fracasos dan miles de lecciones a aquellos que están dispuestos a detenerse, mirarlos en la cara y pedirles que nos enseñen.
Demasiado a menudo, permito que el dolor del momento presente me impida aprender de los fracasos. Hoy, el fracaso duele. Hoy me siento avergonzado. Hoy preferiría relajarme y distraerme que tomar mis errores de la mano. Olvido que, en el fracaso, Dios a menudo tiene un mañana en mente.
«Una vez que hayas regresado», Jesús le dice a Pedro, «fortalece a tus hermanos» (Lc 22:32). Jesús sabía que cuando Pedro regresara, vaciado y luego sanado, él sería un Pedro diferente. Fuera de ese oscuro patio, la autoconfianza drenó de Pedro como tantas lágrimas amargas. Y en esa orilla galilea, nació un amor por Jesús en Pedro como una pesca milagrosa. El fracaso de hoy convirtió a Pedro en un apóstol del mañana (mucho más fuerte ahora en Cristo, ahora mucho más cuidadoso de sí mismo). Pero sólo porque él aprendió del fracaso.
A veces, volver a fracasar sólo lleva a un sentido fresco de vergüenza y condenación. Sin embargo, ¿qué pasaría si regresamos a la escena no solos ni expuestos, sino que junto a nuestro Señor perdonador? ¿Y qué pasaría si le pedimos que nos ayude a revisar nuestros fracasos con un ojo puesto en el futuro? Podríamos encontrar que los errores se transforman en humildad, las equivocaciones se transforman en madurez, el arrepentimiento se transforma en sabiduría, la autosuficiencia se transforma en suficiencia en Cristo y las fallas se convierten en escalones confiables.
Sigue liderando
Después de reconocer nuestros errores y de aprender lo que podemos de ellos, podríamos imaginar a Jesús levantándonos del suelo, mirándonos a los ojos y ofreciéndonos tanto una pregunta como un llamado.
«¿Me amas?», le preguntó a Pedro (Jn 21:15-17). Antes de fallar, el amor de Pedro era real pero superficial; ahora, a medida que su Redentor resucitado lo restaura, su amor es real y profundo. Maravillosamente, el fracaso puede hacer lo mismo por nosotros: tomar el amor de Jesús de la teoría a la realidad, llevando nuestro amor por Jesús de débil a fuerte.
La pregunta también pone a Pedro, y a nosotros, en una tierra más firme. Si el liderazgo se trata principalmente de nosotros (nuestro elogio, nuestra validación), entonces los fracasos o nos harán huir o nos hará ponernos ese manto de hierro fundido sobre nuestros corazones. No obstante, si el liderazgo se trata en última instancia de Jesús (su adoración, su valor), entonces podemos hacernos vulnerables nuevamente por Él. Sí, fallaremos nuevamente y sentiremos nuevamente todo el dolor por caer de cara. Pero lo amamos. Y el amor arriesga ser quebrados.
Finalmente, al habernos hecho la pregunta, Él nos manda a responder nuevamente al llamado que escuchamos hace mucho tiempo: «Sígueme» (Jn 21:19). Prepara el próximo sermón. Planifica la próxima reunión. Grafica el próximo curso. Y por un milagro de gracia, sigue liderando.