Si estuvieras tomando una taza de té con C.S. Lewis en el Día de San Valentín y le preguntaras sinceramente, «Sr. Lewis, ¿es mejor que no ame porque es muy arriesgado?», él diría algo como esto:
De todos los argumentos contra el amor, ninguno atrae tanto a mi naturaleza como, «¡cuidado!, eso te puede hacer sufrir».
A mi naturaleza, a mi temperamento, sí; pero no a mi conciencia. Cuando me dejo llevar por esa atracción, me doy cuenta de que estoy a mil millas de Cristo. Si de algo estoy seguro es de que su enseñanza nunca tuvo por objeto confirmar mi preferencia congénita por las inversiones seguras y los riesgos limitados.
No hay inversión segura. Amar, de cualquier manera, es ser vulnerable. Basta con que amemos algo para que se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo. Pero en ese cofre —seguro, oscuro, inmóvil, sin aire— cambiará, no se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irremediable. La alternativa de la tragedia, o al menos del riesgo de la tragedia, es la condenación. El único sitio, aparte del cielo, donde se puede estar perfectamente salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor es el infierno.
Lewis, C.S. (2005) Los cuatro amores. Madrid. Ediciones Rialp S.A.