Finalmente, el Hijo nació. Generación tras generación había anticipado su nacimiento y el mundo lo necesitaba desesperadamente. Desesperadamente.
Cada día era una sombría nube de noche. La oscuridad de la sombra de la muerte llenaba la tierra. Los conflictos y las peleas se multiplicaban sin obstáculos. Los corazones de toda la humanidad solo concebían maldad. Es más, «toda intención de los pensamientos de su corazón era sólo hacer siempre el mal» (Gn 6:5). Realmente, era tan malo que la desintoxicación de la maldad significó la completa destrucción del mundo. Dios hubiese comenzado todo de nuevo, si no fuera por este hijo.
Lo llamaban Noé.
El primer remanente
Muchísimo antes de que los hijos de Adán supieran que Israel que sería llevado cautivo (o que incluso iba a existir Israel), hubo un solitario exilio desde el Edén hacia el lamento. Sabían que necesitaban un Salvador y la historia que vemos en Génesis 5 deja en claro que el nacimiento de Noé estaba lleno de esa esperanza.
Al comienzo de Génesis 3:15, todos los ojos están puestos en la venida de la descendencia de una mujer. Este sería aquel que aplastaría a la serpiente y revertiría la maldición. Luego, Adán y Eva tuvieron dos hijos y la esperanza se intensificó, hasta que Caín asesina a Abel y se fue para construir una metrópolis de descendencia perversa (Gn 4:17-24). Sin embargo, Adán tuvo otro hijo, Set, que inspiró el importante comentario de Eva: «Dios me ha dado otro hijo en lugar de Abel, pues Caín lo mató» (Gn 4:25). Luego, Set también tuvo un hijo y «por ese tiempo comenzaron los hombres a invocar el nombre del Señor» (Gn 4:26).
Justo ahí, en el comienzo, vemos un remanente.
Existe una línea de descendencia de Adán, creada a la imagen de Dios y que produjo hijos a esa imagen, que vivió dentro de un mundo perverso (Gn 5:1, 3).
Este traerá descanso
Si prestamos cuidadosa atención a los detalles en Génesis, vemos que se desarrolla un patrón en la genealogía de Adán. Nacen hijos, viven largas vidas, engendran más hijos y luego mueren. El ritmo se interrumpe solo una vez con el perfil de Enoc —quien no murió porque él «anduvo con Dios» (Gn 5:24)—.
Luego, diez generaciones después de Adán, el enfoque está en un cierto hijo llamado Noé. Su nacimiento, como el de Set, inspira un comentario significativo. Lamec dijo sobre él, «nos dará descanso de nuestra labor y del trabajo de nuestras manos, por causa de la tierra que el Señor ha maldecido» (Gn 5:29).
No pases por alto lo que dice aquí. Ha llegado un hijo para romper la maldición. Stephen Dempster dice que es particularmente sorprendente «la conexión que existe entre el nacimiento de un hijo y el descanso de la maldición de la tierra» (Dominion and Dynasty [Dominio y dinastía], 71). No te quepa duda de ello, Noé es el primero que fue considerado como el Salvador prometido en Génesis 5:1.
Entre toda la maldad, Noé halló gracia ante los ojos del Señor (Gn 6:7-8). Él fue un hombre justo, irreprensible entre sus contemporáneos, y como Enoc, él «andaba con Dios» (Gn 6:9; 7:1). También como Enoc, se le perdonó la vida cuando todo a su alrededor moría. El diluvio destruyó la tierra completa, menos a Noé y a los que estaban en el arca con él (Gn 7:23).
El futuro de toda humanidad descansaba en él, este hijo intachable. Había llegado al fin; finalmente, el hijo había llegado… hasta que cayó, sorprendentemente de manera parecida al primer Adán, en el jardín de una viña (Gn 9:20). A él se le encomendó la misma comisión que al primer Adán, como primera creación: «sean fecundos y multiplíquense, y llenen la tierra» (Gn 8:17; 9:1, 7). Sin embargo, de igual manera que el primer Adán, y que a la nación escogida después de él, Noé cayó frente a la tentación. La esperanza fue defraudada y la historia bíblica tan solo estaba comenzando.
El verdaderamente justo
Los años pasarían, más hijos nacerían, la expectativa aumentaría y luego decaería a partir de Abraham con sus dos hijos; luego uno; de Isaac con sus dos hijos; luego uno; de Jacob con sus doce hijos, luego uno, que se llamó Judá (Gn 49:10). Y a través de las circunstancias más increíbles, contra el telón de fondo de la esclavitud, el rescate, la idolatría, la ley, la conquista y más idolatría, juicio, monarquía y más idolatría, juicio y exilio, la humeante mecha de nuestra esperanza nunca será extinguida.
Apareció otro hijo como Noé (un hijo de hombre de ese mismo linaje, pero aún más, este el Hijo de Dios). Su nacimiento también inspiró un comentario importante, «gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes él se complace» (Lc 2:14).
Se llamaba Jesús.
Sin embargo, al contrario de Noé, y del primer Adán, y de todos los demás, este hijo no falló. Él vio al tentador mismo a la cara y se impuso en fidelidad. Él fue verdaderamente recto, completamente intachable. Aquí, por fin vemos la descendencia prometida de Génesis 3:15 (la aurora de lo alto, el tesoro de todas las naciones) enviado por Dios para conquistar la maldición no al escapar de la muerte, sino que al vencerla; no al huir de las aguas de juicio en un arca, sino al convertirse él mismo en el arca y sumergiéndose en la oscuridad.
Él se hizo maldición por nosotros para dispersar las nubes de la noche. Él murió en nuestro lugar para que la sombra de la muerte huyera. Al tercer día, resucitó de la muerte para darnos victoria sobre la muerte. ¡Ha llegado el Emanuel! ¡Ha llegado Dios con nosotros!
Por lo tanto ¡Regocíjense! ¡Regocíjense!
El Adviento comienza hoy y se trata de esto. Repetimos la vieja expectativa y nos regocijamos en que el Hijo de Dios ha llegado. Regocíjense.