La adopción es algo hermoso.
Como cristiana, puedo dar fe de ello mientras pienso en mi propia adopción en la familia de Dios por medio de la sangre de Cristo. Como una mamá adoptiva, puedo dar fe de ello mientras miro a nuestro hijo florecer y traer alegría a nuestra familia. Como miembro de una iglesia que tiene un próspero ministerio de cuidado del huérfano, puedo dar fe de ello mientras veo la belleza de Santiago 1:27 pasar frente a mis ojos cada día.
Pero la adopción no es sólo hermosa, también es dolorosa. Sabemos que muchas familias enfrentan dificultades por medio de la adopción. Estas dificultades valen la pena, por supuesto. Para aquellos de nosotros que hemos adoptado lo haríamos de nuevo sin pensarlo dos veces. No obstante, no estoy hablando sólo del dolor que enfrenta un padre adoptivo o de acogida. Estoy hablando del dolor que un niño adoptado enfrenta.
La ganancia y la pérdida de la adopción
Hace poco me crucé con un video de Shareen Pine, una hija adoptiva, y leí un artículo que ella escribió para el Washington Post el 2015 titulado «Por favor, no me digas que fui afortunada por ser adoptada». Encontré que ambos fueron increíblemente útiles al poner en palabras la pérdida que los niños adoptados y de acogida experimentan. Sí, es cierto que los niños adoptados por familias amorosas son muy afortunados. No obstante, es igualmente cierto que la misma razón por lo que la adopción fue necesaria es porque estos niños experimentaron algo trágico: la pérdida o la separación de su familia biológica.
Es el anhelo de cada niño crecer con su mamá y papá biológicos. Saber de quién sacaron sus largas piernas o su color de ojos. Disfrutar de los elementos biológicos que los unen a sus familias. Poder rastrear su linaje a sus tatarabuelos. Los niños que han experimentado el milagro de la adopción también han experimentado la pérdida de los vínculos de la familia biológica. Esa es una pérdida profunda y real, una que necesitamos reconocer, valorar y lamentar junto a los niños adoptados.
Mi hijo lleva el ADN de otros padres, un hombre y una mujer con un linaje tan profundo como el mío. Sin embargo, ese linaje se ha roto debido a una combinación de circunstancias de la vida en un mundo caído. Y aunque él es demasiado pequeño para que eso le preocupe, ya puedo sentir el peso de lo que se ha perdido. Y un día, él también lo sentirá.
La pérdida que enfrenta un niño huérfano es más evidente cuando considero cómo oré por mis hijos antes de que estuvieran en mis brazos. Cuando estaba embarazada de mis primeras dos hijas, las contemplaba libre de angustia. Mientras oraba por ellas, estaban seguras en mi vientre, justo donde se supone que debían estar. No obstante, cuando oraba por mi hijo antes de que llegara a casa, sentí dolor. Él no estaba donde debía estar. Él no estaba siendo acariciado ni cuidado en los brazos de su madre en esas primeras semanas y años de vida. En lugar de ello, estaba en hospitales y orfanatos, sin un padre que peleara por sus derechos y su salud. No estaba todo bien. Entrar en la adopción es entrar en esa pérdida.
Mientras hago el papeleo para adoptar a nuestro próximo hijo, a menudo oro por él o ella. Pero mis oraciones están llenas de emociones mezcladas. Me emociona todo lo que Dios tiene para nosotros y para ellos, pero sé que la razón por la que estarán disponibles para ser adoptados es porque han sufrido tremendamente sin tener la culpa. Mientras mi emoción por recibirlo a él o ella en mis brazos crece, también lamento las circunstancias de su entrada a este mundo.
En su artículo, Shaaren Pine comparte:
A veces imagino cómo habría sido mi vida si hubiese tenido la confianza de [mi hija]. Si me hubiera sentido lo suficientemente segura como para reclamar mi historia y el dolor de ser una hija adoptada. Si me hubiera sentido segura para poder compartirlo abiertamente. Y si hubiera creído que las personas me apoyarían cuando lo hiciera. Probablemente, no habría deseado morir con tanta frecuencia desde los 11 años. Y probablemente no habría comenzado a cortarme cuando tenía 12 años1.
No todo hijo adoptado lamentará la pérdida de su familia biológica de la misma manera, pero todo hijo adoptado sentirá esta pérdida. Y no les beneficia que ignoremos esta realidad. Al contrario, necesitamos estar preparados para darles lugares seguros para procesar, para conversar, para lamentar y para dolerse. Sí, han ganado algo grandioso, pero parte de esa grandeza es la seguridad y la protección de un hogar donde se puedan compartir tanto las penas como las alegrías.
Cómo ayudar a nuestros hijos a tratar la pérdida
Así que, ¿cómo podemos hacer esto como padres adoptivos?
Primero, podemos reconocer la pérdida. Podemos reconocer que algo muy doloroso les ocurrió a nuestros hijos. De maneras apropiadas según su edad, podemos buscar maneras de hablar sobre mamás biológicas y papás biológicos. Darles lenguaje a nuestros hijos para hablar sobre ellos, para orar por ellos, para preguntar por ellos y para lamentar su ausencia.
Segundo, podemos lamentarnos con nuestros hijos. Una pena que se lleva en soledad puede ser abrumadora y debilitante. Sin embargo, una pena compartida puede soportarse. El dolor podría no afectarles hasta que estén terminando la primaria o ya estén en la secundaria, pero, cuando lo haga, podemos estar preparados a fin de detenernos y sentarnos en la tristeza con ellos para que no estén solos. Dolerse con alguien simplemente significa reconocer que algo valioso se ha perdido para siempre. Un buen consolador no intenta arreglar el dolor ni pintar sobre él con otra cosa («pero mira cómo Dios lo cambió todo para bien»). Podría ser cierto que Dios trajo bien a partir del dolor, pero dolerse significa reconocer la pérdida irreparable y entristecerse por ello. Un buen consolador acepta la tensión del momento y no rehúye de él.
Por último, podemos hacer preguntas. Preguntas como: «¿alguna vez piensas en tu papá o mamá biológicos?» o «¿qué te gustaría decirles a tus padres biológicos?». La mayoría de los niños dudarán en hablar de la familia biológica por temor a trastocar la lealtad, la seguridad y la unidad que disfrutan en su situación presente. Así que hacer preguntas sobre su familia biológica o país de origen puede hacerles saber: «este es un lugar seguro para traer tus miedos, heridas, preguntas, dudas y tristezas». Los servimos al preparar el terreno para una conversación difícil, de modo que cuando estén listos para compartir, tengan la confianza de que no nos iremos, sino que nos acercaremos y escucharemos.
Recuerda, el milagro de la adopción nació primero en el corazón de nuestro Dios quien «nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo» (Ef 1:5). ¿Cómo nos adoptó? Por medio de Jesucristo. Para asegurar nuestra adopción, Dios se hizo carne, llevó nuestras cargas, cargó nuestros dolores y los hizo suyos. A medida que buscamos imitar a nuestro Padre eterno en la adopción terrenal, asegurémonos de hacer lo mismo. Nuestros hijos necesitan que llevemos sus cargas y compartamos sus dolores. Podemos ser eso para ellos porque Jesús ha sido eso para nosotros.
Este artículo fue publicado originalmente en ERLC, Ethics and Religious Liberty Commission [La comisión de ética y libertad religiosa]. Usado con el permiso de Kelly Needham.