Podemos vivir en una cultura que cree que todos se salvarán, que somos «justificados por la muerte» y que para ir al cielo sólo necesitamos morir, pero ciertamente la Palabra de Dios no nos concede el lujo de creer eso. Una lectura rápida y honesta del Nuevo Testamento nos muestra que los apóstoles estaban convencidos de que nadie puede ir al cielo a menos que crea exclusivamente en Cristo para ser salvo (Juan 14:6; Romanos 10:9-10).
Históricamente, entre los cristianos evangélicos ha habido un amplio consenso sobre este punto. La discrepancia ha tenido que ver con la seguridad de la salvación. Personas que, normalmente, coincidirían en que sólo serán salvos quienes confían en Jesús, han discrepado sobre si acaso un verdadero creyente en Cristo puede perder su salvación.
En términos teológicos, el concepto del que estamos hablando es el de la apostasía. La expresión viene de una palabra griega que significa «mantenerse lejos de». Cuando hablamos de quienes se han convertido en apóstatas o han cometido apostasía, estamos hablando de quienes han abandonado su fe o al menos la profesión de fe en Cristo que alguna vez hicieron.
Muchos creyentes han sostenido que, efectivamente, los cristianos verdaderos pueden perder su salvación porque, en el Nuevo Testamento, hay diversos textos que parecen indicar esta posibilidad. Estoy pensando, por ejemplo, en las palabras de Pablo en 1 Timoteo 1:18-20:
Timoteo, hijo mío, te doy este encargo porque tengo en cuenta las profecías que antes se hicieron acerca de ti. Deseo que, apoyado en ellas, pelees la buena batalla y mantengas la fe y una buena conciencia. Por no hacerle caso a su conciencia, algunos han naufragado en la fe. Entre ellos están Himeneo y Alejandro, a quienes he entregado a Satanás para que aprendan a no blasfemar.
Aquí, en medio de instrucciones y exhortaciones referidas a la vida y el ministerio, Pablo aconseja a Timoteo conservar su fe y una buena conciencia, y recordar a quienes no lo hicieron. El apóstol se refiere a quienes han «naufragado en la fe», hombres a quienes ha «entregado a Satanás para que aprendan a no blasfemar». Este segundo punto hace referencia a que Pablo había excomulgado a estos hombres, y el pasaje completo combina una seria advertencia con ejemplos concretos de algunos que se habían alejado gravemente de su profesión de fe cristiana.
Es indudable que los creyentes profesos pueden caer e incluso hacerlo radicalmente. Pensamos, por ejemplo, en hombres como Pedro, que negó a Cristo. Sin embargo, el hecho de que fuera restaurado muestra que no siempre la caída de un creyente profeso traspasa el punto sin retorno. Aquí, debemos distinguir una caída seria y radical de una caída total y final. Algunos teólogos reformados han notado que la Biblia está llena de ejemplos de creyentes verdaderos que caen en pecados graves e incluso en períodos prolongados de impenitencia. Los cristianos, por lo tanto, sí caen, y pueden caer radicalmente. ¿Hay algo más serio que negar públicamente a Jesucristo, como lo hizo Pedro?
La pregunta, no obstante, es: ¿Están estas personas —que en verdad han caído— irreparablemente alejadas y eternamente perdidas, o esta caída es una condición temporal que, en última instancia, será remediada por su restauración? En el caso de alguien como Pedro, vemos que su caída fue remediada por su arrepentimiento. Sin embargo, ¿qué sucede con aquellos que caen de manera definitiva? ¿Fueron alguna vez creyentes verdaderos, para empezar?
Nuestra respuesta a esta pregunta debe ser no. Primera de Juan 2:19 dice que los falsos maestros que salieron de la iglesia nunca fueron realmente parte de ella. Juan describe la apostasía de personas que hicieron una profesión de fe pero que nunca se convirtieron de verdad. Sabemos, por otra parte, que Dios glorifica a todos aquellos que justifica (Romanos 8:29-30): si una persona, teniendo una verdadera fe que salva, es justificada, Dios la preservará.
Mientras tanto, no obstante, si el que ha caído aún vive, ¿cómo podemos saber si se trata de un apóstata consumado? Algo que ninguno de nosotros puede hacer es leer el corazón de los demás. Cuando veo a alguien que ha hecho una profesión de fe y más tarde la ha repudiado, no sé si es un verdadero regenerado que, hallándose ahora en una caída radical, será con certeza restaurado en el futuro. Tampoco sé si es alguien que, por el contrario, jamás se convirtió de verdad e hizo una profesión de fe que fue falsa desde el comienzo.
La pregunta de si una persona puede perder su salvación no es una pregunta abstracta. Afecta el centro mismo de nuestra vida cristiana, y no sólo por el interés que tenemos en nuestra propia perseverancia, sino por el interés que tenemos en nuestra familia, en nuestros amigos, y especialmente en aquellos que, hasta donde podíamos ver, parecían haber hecho una profesión de fe genuina. Nos pareció que su profesión de fe era creíble y los abrazamos como hermanos o hermanas sólo para enterarnos de que repudiaban esa fe.
¿Qué se puede hacer, concretamente, en una situación como esa? Primero, orar, y luego, esperar. No conocemos el resultado final, y estoy seguro de que al llegar al cielo habrá sorpresas. Nos sorprenderá ver a personas que no esperábamos encontrar, y nos sorprenderá echar en falta a quienes estábamos seguros de ver, porque simplemente no conocemos el interior del corazón o del alma humana. Sólo Dios puede ver, cambiar y preservar esa alma.