No estamos viviendo una época de paz. Los cristianos que reflexionan deben sin duda estar conscientes de que hay un gran conflicto moral y espiritual gestándose a nuestro alrededor, con múltiples frentes de batalla y cuestiones de gran importancia en juego. El profeta Jeremías advirtió repetidas veces sobre aquellos que falsamente declaraban paz cuando no la había. La Biblia define la vida cristiana como una batalla espiritual, y los creyentes de esta generación enfrentan el hecho de que, en nuestra lucha actual, está en juego la existencia misma de la verdad.
Estar en guerra pone sobre la mesa un conjunto singular de desafíos morales, y las grandes batallas morales y culturales de nuestros tiempos no son la excepción. Aun los antiguos pensadores lo sabían, y comúnmente todavía se citan muchas de sus máximas de guerra. Entre las más populares, hay una que muchos de los antiguos conocían: «El enemigo de mi enemigo es mi amigo».
Dicha máxima ha sobrevivido como un principio moderno de política exterior. Explica por qué los estados que han estado en guerra unos contra otros pueden, dentro de un muy corto plazo, aliarse contra un enemigo común. En la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética comenzó siendo aliada de la Alemania Nazi, y sin embargo, llegó al final de la guerra como un aliado clave de Estados Unidos y Gran Bretaña. ¿Cómo pudo suceder esto? Sucedió porque se unió al esfuerzo contra Hitler y se convirtió instantáneamente en «amiga» de norteamericanos y británicos. Sin embargo, cuando la gran guerra concluyó, los soviéticos entraron en una nueva fase de abierta hostilidad contra sus últimos aliados —conocida como la Guerra Fría—.
¿Podemos los cristianos sacar provecho de esta útil máxima de la política exterior mientras pensamos en nuestras luchas actuales? No es una pregunta simple. Por un lado, es inevitable —y aun indispensable— tener algún sentido de unidad contra un opositor común, pero por otro lado, la idea de que un enemigo común produce una unidad verdadera es —como aun la historia lo revela— una premisa falsa.
No debemos subestimar aquello de lo cual estamos en contra. Las luchas que enfrentamos del lado de la vida y la dignidad humana contra la cultura de la muerte y los grandes males del aborto, el infanticidio y la eutanasia, son luchas titánicas. Estamos en una gran batalla por defender la integridad del matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. Enfrentamos una alianza cultural decidida a promover una revolución sexual que desatará un verdadero caos y perjudicará notablemente a individuos, familias y a la sociedad en general. Estamos luchando por defender al género como parte de la buena creación de Dios y para defender la existencia misma de un orden moral objetivo.
Más allá de todos estos desafíos, estamos involucrados en una gran batalla por defender la existencia de la verdad en sí, por defender la realidad y autoridad de la revelación de Dios en la Escritura, y por defender todo lo que la Biblia enseña. Hay un anti-sobrenaturalismo generalizado que busca negar cualquier afirmación de la existencia de Dios o de nuestra capacidad de conocerlo. La academia está dominada por las cosmovisiones naturalistas, y el nuevo ateísmo vende libros por millones. El liberalismo teológico hace su mejor esfuerzo por establecer la paz con los enemigos de la iglesia, pero los cristianos fieles no tienen forma de escapar de las batallas a las cuales está llamada esta generación de creyentes.
Por lo tanto, ¿son amigos nuestros los demás enemigos de nuestros enemigos? En cuanto a lo recién mencionado, mormones, católicos romanos, judíos ortodoxos y muchos otros comparten muchos de nuestros enemigos. Sin embargo, ¿hasta qué punto hay unidad entre nosotros?
Debemos pensar en esto con mucho cuidado y honestidad. En un sentido, podríamos juntarnos con quien sea —no importando su cosmovisión— para salvar gente de una vivienda en llamas. Ayudaríamos gustosamente a un ateo a salvar del peligro a un vecino o incluso a embellecer el vecindario. Estas acciones no exigen compartir una cosmovisión teológica.
En otro sentido, ciertamente vemos como aliados claves en la actual batalla cultural a todos aquellos que defienden la vida y la dignidad humana, el matrimonio, el género y la integridad de la familia. Nos escuchamos mutuamente, adquirimos argumentos los unos de los otros y nos sentimos agradecidos del apoyo que cada cual presta a nuestros intereses comunes. Incluso reconocemos que en nuestras cosmovisiones hay elementos comunes que explican nuestras convicciones comunes acerca de estas cuestiones. Sin embargo, nuestras cosmovisiones son en verdad completamente diferentes.
Con la Iglesia Católica Romana tenemos muchas convicciones en común, incluyendo convicciones morales sobre el matrimonio, la vida humana y la familia. Además de eso, sostenemos juntos las verdades de la Trinidad divina, la cristología ortodoxa, e igualmente otras doctrinas. Sin embargo, estamos en desacuerdo sobre aquello que reviste la máxima importancia: el evangelio de Jesucristo. Y esa diferencia suprema conduce también a otros desacuerdos vitales: la naturaleza y autoridad de la Biblia, la naturaleza del ministerio, el significado del bautismo y la Santa Cena, y toda una gama de cuestiones centrales para la fe cristiana.
Los cristianos definidos por la fe de los reformadores jamás deben olvidar que lo que obligó a los reformadores a romper con la Iglesia Católica Romana fue nada menos que la fidelidad al evangelio de Cristo. De nosotros se requiere la misma claridad y valentía.
En una época de conflicto cultural, el enemigo de nuestro enemigo puede muy bien ser nuestro amigo. Sin embargo, con la eternidad ante nuestros ojos, y estando en juego el evangelio, no debemos confundir al enemigo de nuestro enemigo con un amigo del evangelio de Jesucristo.