«¡Así que eres cirujana especialista en trauma! Cuéntame, ¿cuál ha sido tu mejor caso?».
De pronto, las luces del estudio comenzaron a brillar tan fuerte que me incomodé. Indudablemente, el entrevistador quería que le ofreciera una escena llamativa y llena de adrenalina digna de docudramas de televisión, una historia repleta de titulares sensacionalistas. No obstante, para aquellos que trabajamos en la paga del pecado durante largos años, estos emocionantes rescates rara vez permanecen en el primer plano de nuestra mente.
Al contrario, mis primeros pensamientos fueron horrores: el joven que gritó: «¡ayúdenme!», antes de que cayera inconsciente y muriera en el escáner. La mujer, quebrada en duelo, que gateó hacia la cama de su hija en la UCI para sostenerla una última vez. El padre parapléjico cuya angustia por la repentina muerte de su hijo lo destrozó tanto que gritó y cayó de su silla de ruedas al suelo.
Cuando le conté la verdad al entrevistador, su entusiasmo se desvaneció ante mis ojos y cambió el tema. Forcé una sonrisa, tragué la tensión en mi garganta y luché contra la ola de dolor que había llegado a ser tan familiar y desgastada como un abrigo raído. Es un manto común para muchos que caminan junto a los que sufren: el peso que presiona sobre el corazón cuando hemos sido testigos del sufrimiento de otros una y otra y otra vez.
El peso del cuidador
En cualquier ámbito que sirvan (en la capellanía, en el servicio militar, en el servicio médico, en consejería o simplemente en una amistad amorosa), los cuidadores cristianos suelen compartir un corazón similar y consideran la misericordia como algo fundamental para seguir a Jesús. ¿Qué otra manera más conmovedora para cumplir el llamado a practicar la justicia, amar la misericordia y andar en humildad con nuestro Dios que acompañar a otros en sus horas más oscuras (Mi 6:8)? ¿Qué mejor manera de amar a un prójimo como a nosotros mismos que dedicar la obra de nuestras manos a animar al oprimido y al afligido (Mt 22:39)?
Sin embargo, cuando lloramos «con los que lloran» (Ro 12:15), nuestras lágrimas pueden persistir mucho después de que haya terminado nuestro trabajo junto a la cama de un enfermo o en el campo de batalla. Cuando llevamos las cargas de otros (Gá 6:2) en el hospital, en el extranjero o en la casa de un ser amado moribundo, nuestros hombros pueden doler por mucho tiempo después de que nuestro servicio haya terminado. El sufrimiento deja una marca, y en el ministerio que busca únicamente amar al que sufre, cargamos esas marcas reiteradamente.
De hecho, cuando tenemos un asiento en la primera fila de la paga del pecado, podemos comenzar a cuestionar la bondad y la soberanía de Dios. ¿Está Él realmente en control cuando tantos sufren? ¿Realmente nos ama? ¿Cómo seguimos cuando el sufrimiento del que somos testigos se roba toda la esperanza y el aliento? ¿Cómo colmamos a otros con la Palabra sanadora de Cristo cuando nuestras propias heridas aún punzan?
Cuatro verdades para guardar tu corazón
Cuando ministras a los que sufren, abrigar la Palabra de Dios en tu corazón es esencial. Los siguientes cuatro recordatorios de la Escritura pueden equipar a los cuidadores para enfrentar el sufrimiento repetitivo con gracia y perseverancia, a fin de que puedan continuar mostrando el amor de Cristo cuando sus propios corazones duelan de cansancio.
1. No estás solo
Así como el entrevistador no podía comprender las tragedias que yo había visto, así también pocos entienden completamente el sufrimiento que los cuidadores viven en su ministerio día a día. En Moral Warriors, Moral Wounds [Guerreros morales; heridas morales], el retirado capellán de la marina, Wollom Jensen, reflexiona sobre este fenómeno: «sé lo que es vivir con miedo; estar consternado por la pérdida de la vida humana; ser avergonzado por la experiencia de participar en la guerra, y la sensación de haber perdido la juventud de alguien de maneras que aquellos que no habían visto la guerra nunca entenderán»1.
Y sin embargo, por más aislados que pudiéramos sentirnos en nuestras vivencias del sufrimiento, la verdad es que en Cristo nunca estamos solos. Jesús fue «varón de dolores y experimentado en la aflicción». Él cargó con nuestras aflicciones y cargó nuestros sufrimientos (Is 53:3-4). Como escribe el autor de Hebreos: «porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado» (Heb 4:15).
El Hijo unigénito de Dios (el Verbo que estaba con el Padre cuando agitó los cielos para que existieran) se hizo carne, vivió entre nosotros y soportó las mismas agonías y heridas que tanto nos aprobleman. El más magnificente de todos, Cristo, cargó esos sufrimientos por nosotros (Is 53:4-5). Él llevó nuestras cargas, conoció nuestras lágrimas y ha atravesado el oscuro valle. Asombrosamente, Él camina con nosotros incluso ahora. «¡Recuerden!», ha prometido, «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28:20).
2. Dios obra a través del sufrimiento
La Biblia rebosa de ejemplos en los que Dios obra a través de nuestras pruebas para producir lo que es hermoso, bueno y correcto (Ro 8:28). Recuerda a José, que soportó la agresión, la esclavitud y el exilio a manos de sus traicioneros hermanos, pero vio a Dios obrando en todo. «Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios lo cambió en bien para que sucediera como vemos hoy, y se preservara la vida de mucha gente» (Gn 50:20).
Considera Juan 11, cuando Jesús retrasó su visita al lecho de su moribundo amigo Lázaro. «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto», se lamentó Marta (Jn 11:21). Y sin embargo, su retraso sirvió para un propósito impresionante: acercar a docenas de perdidos hacia Él (Jn 11:42, 45).
Por sobre todo, considera la cruz. Dios obró por medio de la agonía y de la muerte de su Hijo para lograr la mayor hazaña de toda la historia: la redención de los pecadores caídos y la restauración del pueblo de Dios hacia sí mismo como sus hijos adoptados (Jn 3:16; 1Jn 3:1).
Si Dios puede obrar a través de penas tan profundas como esta, entonces, sin duda Él puede hacer lo mismo con nuestras propias penas, por más desgarradoras, por más confusas y por más duraderas que sean.
3. Dios te invita a su descanso
Al trabajar en los campos del desgarro, la seria responsabilidad de cuidar puede abrumarnos. En esos momentos, abrir nuestras manos a Jesús puede traer alivio. Recuerda: no somos salvadores. Somos obreros en la cosecha, pero la salvación viene sólo a través de Cristo y cualquier bien que efectuemos es por medio de su voluntad, no la nuestra (Ef 2:10).
Dios es Todopoderoso, el Hacedor del cielo y la tierra, digno de toda alabanza; nosotros, por otro lado, somos caídos, finitos y débiles. No somos suficientes. Cuando reconocemos nuestra fragilidad y confesamos nuestras fallas ante Dios, su gracia aumenta aún más: «te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad» (2Co 12:9).
Entrega tu dolor al Señor. Anda a Él fervientemente en sincera oración, «[echen] toda su ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de ustedes» (1P 5:7). Recuerda la invitación de Jesús: «vengan a mí, todos los que están cansados y cargados, y Yo los haré descansar. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que Yo soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus almas. Porque mi yugo es fácil y mi carga ligera» (Mt 11:28-30).
4. La muerte es devorada por la victoria
Una querida amiga y hermana en Cristo, a quien serví como cuidadora por cinco años, hace poco se durmió en Jesús. Mientras sostenía su mano, sentí como su pulso comenzaba debilitarse, la miré respirar lentamente mientras su vida terrenal menguaba y un pensamiento recurrió mi mente: precisamente, por esta razón es que Jesús vino, para liberarnos de esos grilletes, para salvarnos, en impresionante gracia, de la paga de nuestros pecados (Ro 6:23).
El Evangelio rompe el dominio de la muerte en nosotros. Jesús devoró la muerte en victoria (1Co 15:54). Él soportó la cruz para que nosotros pudiéramos soportar nuestra propia muerte. Él resucitó de la tumba para que nosotros, también, resucitemos. La muerte ya no existirá. En este mundo caído y roto, las pruebas nos afectarán, pero Cristo ha vencido (Jn 16:33).
Cuando se acabe la muerte
«Por tanto no desfallecemos», escribe Pablo, reflexionando en el Evangelio.
Antes bien, aunque nuestro hombre exterior va decayendo, sin embargo nuestro hombre interior se renueva de día en día. Pues esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación, al no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas (2 Corintios 4:16-18).
Mis hermanos y hermanas, cuando te sientes junto a quien está muriendo y te acerques a quien está en duelo, cuando busques compartir el Evangelio en lugares oscuros, deja que la luz de Cristo te anime y te guíe. Las cosas visibles y pasajeras se marchitan ante la cegadora Luz del mundo. Deja que esa luz ilumine tu mente. Deja que su Palabra guíe tu camino. Deléitate en el gozo, la esperanza y la certeza que tenemos en Cristo de que cuando Él regrese: «ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado» (Ap 21:4).