¡Oh Señor, Señor nuestro,
Cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra,
Que has desplegado tu gloria sobre los cielos! (Sal 8:1).
Eran los niños que no podían soportar.
Ellos habían tolerado las ramas de palma y las aclamaciones de la multitud. Retuvieron sus palabras mientras los mercaderes sacaban arrastrando sus mesas del templo. Apenas soportaron que los cojos y ciegos de la ciudad se acercaran a Él en el templo. Sin embargo, cuando los sumos sacerdotes y los escribas escucharon los agudos hosannas resonando en Jerusalén, «se indignaron» (Mt 21:15).
Indignaron: una palabra dignificada para lo que la versión de la Biblia en inglés King James interpreta más vívidamente como enojaron con disgusto. El Reino le pertenecía a niños como estos (Mt 19:13-14), pero las élites de Israel no podían soportar sus canciones al Rey.
Por lo tanto, como ancianos gritando en medio de una orquesta, le preguntaron a Jesús: «¿Oyes lo que dicen esos niños?» (Mt 21:16). Quizás ya se esperaban su respuesta, puesto que era la cuarta vez en el Evangelio de Mateo (Mt 12:3, 5; 19:4), que Jesús les pregunta a los eruditos de la Biblia si habían leído sus Biblias:
—Sí —contestó Jesús—. ¿No han leído las Escrituras? Pues dicen: «A los niños y a los bebés les has enseñado a darte alabanza» (Mt 21:16; Sal 8:2).
Demasiado viejo para el Reino
¿No han leído? Los sacerdotes y los escribas habían más que leído el Salmo 8. Lo habían copiado, memorizado, enseñado. Sin embargo, a pesar de toda su familiaridad con él, estaban actuando como si la palabra salmo fuera un idioma extranjero. ¿Qué no estaban viendo?
El Salmo 8, a diferencia de la mayoría de los salmos que Jesús cita, es una canción que casi no tiene sombras. David nos lleva de vuelta a antes de la conquista, del éxodo y del diluvio, e incluso de regreso a la espada de fuego del querubín, en el perdido Edén. Ese es un mundo sin oscuridad, donde la gloria de Dios se encuentra mucho más arriba de los cielos (Sal 8:1), descansa como una corona sobre su pueblo (Sal 8:5) y sigue a los portadores de su imagen dondequiera que vayan (Sal 8:1, 9). Hombres y mujeres, simples motas de polvo en la escala cósmica que, sin embargo, caminan como realeza (Sal 8:3-6), llevando el majestuoso nombre de Dios desde el Edén hasta lo último de la tierra (Sal 8:6-9).
Como el Edén, sin embargo, el jardín del Salmo 8 no está libre de serpientes. Enemigos, adversarios y vengadores merodean detrás de los arbustos (Sal 8:2), en guerra contra el nombre de Dios y el pueblo de Dios. En respuesta, Dios les envía en su contra las tropas más finas, un batallón que ha sometido más ejércitos que los poderosos hombres de David: niños. «Por boca de los infantes y de los niños de pecho has establecido tu fortaleza, por causa de tus adversarios» (Sal 8:2).
¿Quiénes son estos niños que hacen guerra con sus bocas? No son recién nacidos literalmente, lo más probable, sino que seres humanos como Dios los diseñó: limitados, necesitados y llenos de alabanza. Aunque son meros bebés a los ojos del mundo, vencen demonios y rebeldes con una canción: «¡Oh Señor, Señor nuestro, cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra, que has desplegado tu gloria sobre los cielos!» (Sal 8:1). Estos son los hijos que Dios usa para conquistar al mundo.
De alguna manera, los sumos sacerdotes y escribas miraban a los mismos cielos y no veían ninguna gloria por la que valiera la pena cantar. Incluso ahora, aunque la gloria celestial estuvo frente a ellos como humanos, se rehusaron a agregar sus hosannas a la canción de los niños. Endurecidos en una adultez autosuficiente y respetable, habían envejecido demasiado para el Reino.
Dejen que los niños vengan
¿Qué hay en los niños que los hace soldados elegidos de Dios? El Salmo 8 ya nos ha dado algunas pistas. El Dios que diseñó las galaxias con sus dedos no necesita ayuda de los poderosos del mundo (Sal 8:3). Él se deleita, al contrario, en aquellos que encuentran su fuerza en la fuerza de Él, y dejan la autosuficiencia para el diablo.
El Evangelio de Mateo, sin embargo, agrega nuevas notas al salmo de David. Niños, literales y figurativos, son los favoritos de Jesús en los Evangelios. Son los modelos de la verdadera grandeza (Mt 18:1-4). Están en intimidad con el Padre (Mt 11:25). A ellos les pertenece el Reino (Mt 19:13-14).
Quizás la ventana más clara en la afinidad de Jesús por los niños se encuentra en Mateo 1:25-26:
Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a sabios e inteligentes, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así fue de tu agrado.
Los niños, a diferencia de los sabios del mundo, no pueden declarar haber encontrado el Reino por medio del discernimiento, del poder o de la influencia, pues no tienen ninguna de ellas. Su única esperanza está en el Señor de los cielos y la tierra, que está complacido de hacer un Nombre para sí mismo en los personajes más improbables del mundo, para que así, como está escrito: «El que se gloría, que se gloríe del Señor» (1Co 1:31).
Jesús no vino a ganarse el favor de los orgullosos de la tierra, preguntando si quizás ellos considerarían unirse a su Reino. Él vino a confundirlos; vino a avergonzarlos. Él vino a buscar a todos los débiles y heridos, a todos los pobres y los necesitados, a todos los indefensos y los desprovistos, a todos los que están dispuestos a arrepentirse de la prepotencia y, con los niños, cantar: «¡hosanna! Sálvame».
La alabanza conquistará al mundo
La Semana Santa, entonces, es una invitación para unirse a los niños de Jerusalén y quedarse asombrados de cómo Dios usa la debilidad para la gloria.
La Semana Santa en sí misma es el clímax de una historia de debilidad que mata a la fuerza. Cuando era niño, Jesús confundió al rey y escapó de la boca de la serpiente (Mt 2:13-18). En su ministerio, Jesús se mezclaba con los ciegos, los cojos, los sordos, los leprosos y los sucios (Mt 8:16-17). Cuando su hora finalmente llegó, Él se entregó a sus adversarios, enemigos y vengadores y «fue crucificado por debilidad» (2Co 13:4).
Si los gobernantes del mundo hubiesen sabido lo que estaban haciendo: «no habrían crucificado al Señor de gloria» (1Co 2:8). Por medio de la debilidad, Jesús sacó a la fuerza del mundo de su trono. Él atravesó al dragón con sus propios colmillos. Él tomó el pecado que nos condena y lo ahogó en su sangre. Luego, cuando la debilidad parecía enterrarlo, se levantó en el poder de una vida indestructible.
Así es cómo Dios nos salva y así es cómo avanzamos para conquistar al mundo. No con una espada en nuestras manos, sino que con una canción en nuestras bocas, invitando a todos a dejar de lado cada espejo de autoestima, cada mantra que dice: «yo soy suficiente», cada imagen filtrada de fuerza y belleza para unirse al Reino de niños a medida que adoramos a Cristo el Rey.