Hace poco, hablé con una mujer que, con los ojos llenos de lágrimas, me compartió sobre el reciente aborto espontáneo que había sufrido. Me expresó también cuán impresionada estaba al haber descubierto que era algo tan común (muchas mujeres han sufrido abortos espontáneos, pero pocas hablan sobre ello). Su historia me recordó mi propia experiencia con el aborto espontáneo y la batalla con el miedo y con la fe que vino a continuación.
La mayoría de los abortos espontáneos presentan pocos síntomas; a veces, no hay ninguno, pero mi primera pérdida fue una historia diferente. Al principio del embarazo, algo no andaba bien, fácilmente me quedaba sin aliento y me mareaba. Un par de días después de haber llamado preocupada a mi enfermera, comenzó el sangrado. Estaba en casa, sola, y con un dolor insoportable.
Cuando nos enteramos de que estábamos embarazados, asumimos que después de nueve meses llegaría un bebé. Nunca se nos cruzó por la mente que podríamos perderlo. Muchísimas de mis amigas estaban teniendo bebés y todo parecía tan fácil, por lo que ese aborto espontáneo fue una pérdida solitaria.
Personas bien intencionadas me dijeron todo tipo de cosas para intentar animarme: «volverás a embarazarte»; «podrás sostener a tu bebé en el cielo»; «al menos sucedió al principio del embarazo». Hubo personas que incluso me preguntaron sobre el bebé meses después de la pérdida. Sentí como si me recordaran eternamente mi pérdida.
Y luego, ocurre de nuevo.
Un par de meses después, pensando que las posibilidades de una segunda pérdida eran escasas, comenzamos a intentarlo nuevamente. Estábamos contentos cuando supimos que había quedado embarazada otra vez, vimos a este bebé como una respuesta a nuestras oraciones. El embarazo parecía ir bien. Luego tuvimos una ecografía de rutina: no habían latidos. Después de mi segunda pérdida, me dieron los antibióticos habituales que debía tomar debido al aborto espontáneo que había sufrido. Mi cuerpo no respondió bien a los medicamentos, lo que me provocó una enfermedad estomacal crónica.
El miedo y la confusión tomaron el control de mi mente y de mi corazón. ¿Cómo un Dios soberano y bueno podría tener sentido para mí en medio de esto? ¿Por qué mi amiga que no quería tener hijos los tuvo tan fácilmente y yo no? ¿Cómo podría sobreponerme a la amargura y al vacío que sentía? Le pedí a mi esposo si podíamos tomar un descanso de cualquier intento de quedar embarazada para que mi corazón, mi mente y mi cuerpo pudieran sanar.
Durante ese tiempo leí Depresión espiritual del Dr. Martyn Lloyd Jones; volví a leer Gracia venidera de John Piper. Busqué en mi Biblia respuestas y paz, y el Señor me reveló en ese tiempo que mi miedo y mi abatimiento no era anormal. Jesús también sintió lo mismo en las dolorosas horas que lo condujeron a la cruz. Fue rechazado y abandonado por sus amigos. En el jardín, le rogó al Señor que quitara la copa que debía beber y luego procedió hacia el terrible y solitario camino a la cruz. Y cómo olvidar el clamor de nuestro Salvador mientras moría en la cruz: «“Eli, Eli, ¿lema sabactani?” Esto es: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (Mt 27:46).
Dios me consoló en ese momento al recordarme que no estaba sola en mi dolor. Él no me iba a dejar sola. Él comenzó a revelarme que él me entendía y me amaba profundamente. No tenía dónde más ir si no a él y él respondió mi clamor en el desierto. Darme cuenta de que estaba bien estar en un desierto fue un consuelo para mí. Jesús no fue a la cruz alegre ni aplaudiendo. Él estaba afligido: por este mundo y por el dolor y la separación de su Padre que sabía que debía soportar. Estaba bien llorar. Por medio de mis lágrimas tuve gran esperanza porque sabía que no le estaba orando a un Salvador muerto. Él resucitó y ciertamente estaba intercediendo en mi lugar.
Mi esposo y yo, al final, volvimos a intentar tener un bebé, pero fue aterrador descubrir que estaba embarazada nuevamente. Cada sensación extraña en mi abdomen desencadenaba una serie de escenarios imaginarios, que terminaban en el hospital y luego regresando a casa sin un hijo. Sin embargo, esta vez me ayudó lo que aprendí en mi tiempo de búsqueda del Señor.
Las pérdidas son desgarradoras y dolorosas para las madres, especialmente para aquellas que entienden que la vida comienza en la concepción. En medio de mi temor, temblorosa ante lo desconocido, Dios tiernamente me recordó sus palabras en Isaías 41:10: «no temas, porque yo estoy contigo; no te desalientes, porque yo soy tu Dios. Te fortaleceré, ciertamente te ayudaré, sí, te sostendré con la diestra de mi justicia». Ese recordatorio fue un gran consuelo para mí. Dios fue (y es) mi Dios: mi Dios personal, íntimo y paternal. Él estaba conmigo. No estaba sola en mi temor y, porque él estaba conmigo, no necesitaba estar abatida. Él me fortalecería, me ayudaría y me sostendría. Puedo descansar en esa promesa.
Esperamos un poquito más esta vez para darles la noticia a nuestros amigos. No obstante, al final, les contamos porque queríamos que todos los que nos conocían oraran por nosotros. Sabíamos que no podríamos manejar solos el dolor y el sufrimiento de otra pérdida. Y supe que no tendría que hacerlo. Comencé a escuchar de otras mujeres que habían sufrido abortos espontáneos, pero que nunca habían hablado el tema. Ellas me consolaron con el consuelo que recibieron del Señor.
A pesar del consuelo que recibí de Dios y de otros, seguí con miedo durante ese tercer embarazo hasta el que sostuve a mi niñito en el 2006: nuestro primogénito. Y en ese momento comencé a confiar en la sabiduría de Dios un poco más.
¿Acaso me gustaría volver a sufrir la pérdida de dos bebés? No. ¿Cambiaría a este dulce niño que sostuvimos en nuestros brazos? Jamás. En su sabiduría y gracia misteriosas, Dios nos dio el regalo de nuestro hijo y estábamos llenos de alegría.
Mi esposo y yo sabíamos que queríamos tener más de un hijo, así que después de un año comenzamos a intentar nuevamente. Finalmente, volví a quedar embarazada, pero seis semanas después otra vez perdí al bebé. Nos dijeron que había un defecto cromosómico. Lo volvimos a intentar y volví a perder al bebé: cuatro abortos espontáneos en seis años.
Mi respuesta durante esos días fue bastante diferente a mi respuesta a las dos primeras pérdidas. Sabía que no tenía el control (no podía hacer que mi bebé naciera) y me rendí a esa realidad, confiándole a Dios lo que estaba pasando.
Pasé los últimos años preparándome para otra prueba y la promesa de Dios permaneció verdadera:
Por nada estén afanosos; antes bien, en todo, mediante oración y súplica con acción de gracias, sean dadas a conocer sus peticiones delante de Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará sus corazones y sus mentes en Cristo Jesús (Filipenses 4:6-7).
Rendirse al Señor, clamar por ayuda y agradecerle por lo que sí tuve me trajo una enorme paz. Dios nos dice que la persona que fija su mente en él recibirá paz, porque esa persona confía en el Señor (Is 26:3). El Señor fue fiel en cumplir sus promesas. Estaba en paz porque él me había dado paz. Estaba en paz porque Jesús era suficiente para mí.
Me hice la idea de que solo tendríamos un hijo. Él era una alegría y un regalo y estaba bien si no teníamos otro. Y luego, ¡sorpresa! tuvimos una niña.
No recuerdo haber sentido miedo mientras estuve embarazada de mi hija. Y desde que nació en el 2009, hemos creído que nuestra familia está completa (a no ser, por supuesto, que el Señor tuviera otra sorpresa para nosotros). Si es así, oro para que pueda decir junto a Job, «desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. El Señor dio y el Señor quitó; bendito sea el nombre del Señor» (Job 1:21).
Hoy tú podrías estar luchando con el miedo, el dolor y las preguntas que traen los problemas de fertilidad. Mi oración por ti es que mis palabras te consuelen.
No eres menos mujer porque hayas perdido un bebé o porque tengas dificultad en concebir. Y no estás sola. Estás rodeada de mujeres que conocen tu dolor. Pero más importante aún, Dios el Padre está contigo.
Si tuviste un aborto espontáneo y alguna vez te preguntaste si debieses compartir tu historia, quisiera animarte a que lo hagas si sientes que puedes. Dios nos da la maravillosa oportunidad de consolar con el consuelo que hemos recibido de Cristo (2Co 1:4). Quizás hoy, esta semana, o este mes Dios ponga a alguien en tu camino que necesita saber que ella no está sola.