Durante todo este mes, compartiremos contigo una serie de devocionales llamada Treintaiún días de pureza. Treintaiún días de reflexión sobre la pureza sexual y de oración en esta área. Cada día, compartiremos un pequeño pasaje de la Escritura, una reflexión sobre ella y una breve oración. Este es el día cinco:
¡Cuán bienaventurado es aquel cuya transgresión es perdonada,
Cuyo pecado es cubierto!
¡Cuán bienaventurado es el hombre a quien el Señor no culpa de iniquidad,
Y en cuyo espíritu no hay engaño!Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió
Con mi gemir durante todo el día.
Porque día y noche tu mano pesaba sobre mí;
Mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano.Te manifesté mi pecado,
Y no encubrí mi iniquidad.
Dije: «Confesaré mis transgresiones al Señor;»
Y tú perdonaste la culpa de mi pecado (Sal 32:1-5).
Dios tuvo que usar la mano dura de la disciplina para que David entendiera una simple verdad: necesitamos confesar nuestros pecados a Dios. No confesamos nuestros pecados para que así Dios sepa lo que hicimos (él ya sabe cada acto e incluso cada pensamiento e intención de nuestros corazones). Confesamos ese pecado para nuestro propio beneficio, para reconocerlo ante él y para buscar su perdón. Aunque Dios nos asegura que en el momento de nuestra salvación todos nuestros pecados son perdonados (pasados, presentes y futuros), aún necesitamos confesar nuestro pecado ante el Señor como un reconocimiento de que cada pecado es, en última instancia, contra él, que cada pecado proviene de una falta de deleite en lo que él promete y que hemos dañado nuestra comunión con él consciente y voluntariamente.
¿Confiesas tu pecado ante el Señor? Murmullar «perdóname» una vez a la semana no es suficiente. Confiesa tu pecado (incluso ese vergonzoso pecado sexual) honesta, humilde y conscientemente. Dios los conoce todos, pero él escuchará tu confesión y, debido a lo que Cristo ha hecho, será su gozo entregarte completo perdón y reconciliación. Esta es su promesa para ti: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad» (1Jn 1:9).
Padre, soy un pecador. «Me darás a conocer la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; en tu diestra hay deleites para siempre» (Sal 16:11). Y aún así, con demasiada frecuencia, busco placer en aquello que tú prohibes. Me permito a mí mismo creer que tus placeres son inadecuados y que algo o alguien ofrece lo que necesito o lo que merezco. Te confieso mi pecado. Confieso que mi corazón ha deseado lo que tú dices que es maldad; mi mente ha meditado en lo que tú dices que es pecaminoso; mis ojos han mirado con lujuria en vez de amor. Confieso mi pecado, lo reconozco ante ti y recibo tu perdón con alegría.