El culto había terminado pero no el llanto de Caly. Había llorado durante la mayor parte del servicio, y pese a todos mis esfuerzos, sencillamente no paraba. Tratando de parecer alegre y serena, atravesé zigzagueando el atestado vestíbulo de la iglesia con mi hija emocional. Encontré a mi madre, le entregué una Caly llorosa, y me largué a llorar yo también.
Criar a un hijo emocional es una experiencia emocional. Lloré mucho en los primeros años que pasé educando a Caly. No era sólo la falta de sueño, ni los días largos y extenuantes, o las situaciones vergonzosas —todo lo cual fue devastador—. Lo principal fue la sensación de desesperanza que pendía sobre mí ya que todos mis esfuerzos por enseñarle el autocontrol a Caly casi parecían no hacer diferencia alguna.
Me estaba esforzando tanto por ser fiel. ¿Por qué parecía no haber mucho progreso? ¿No debía estar ya funcionando, a estas alturas?
Finalmente Caly sí aprendió el autocontrol, pero tomó mucho más tiempo del que pensé. Y luego incluso mucho más.
Mi madre me animó a perseverar. Me aseguró que mis esfuerzos darían resultado algún día. Tenía que creer cuando la Palabra de Dios decía que, si yo era fiel en la crianza, Dios lo sería produciendo el fruto.
J.C. Ryle, comentando Proverbios 22:6 («Enseña al niño el camino en que debe andar, y aún cuando sea viejo no se apartará de él»), dice:
«Habla de una cierta etapa en que la buena enseñanza dará fruto especialmente —’cuando sea viejo’—. Esto, ciertamente, nos consuela (…). Dios no suele actuar dándonos todo al instante. El momento en que generalmente decide actuar es ‘más tarde’, tanto en los asuntos de la naturaleza como en los de la gracia (…). Y cuando los padres no tienen un éxito instantáneo, la época que deben anhelar es ‘más tarde’; debes sembrar y plantar en esperanza».
Siembra en esperanza. Planta en esperanza. Cría en esperanza, que Dios producirá la cosecha. Esta es la clave para lidiar con el temor y la desesperanza que sentimos como mamás.
Avanzamos rápidamente seis años y es nuevamente un domingo en la mañana. El servicio ha terminado y atravieso el atestado vestíbulo de la iglesia empujando un cochecito doble con otro niño emocional —Hudson, mi hijo de tres años—. La diferencia es que, esta vez, en la parte delantera del cochecito llevo un niño de un año, y a mi lado, dos niñas más grandes. Es lo mismo que con Caly, pero con tres hijos más a cuestas.
Excepto que, esta vez, no estoy al borde de las lágrimas. De hecho, casi puedo esbozar una media sonrisa. Claro, estoy cansada, y de hecho, agotada; y no es fácil cuidar a otro niño emocional. Sin embargo, esta vez tengo más esperanza. Caly camina a mi lado, y es tranquila, obediente y servicial. Me recuerda la fidelidad de Dios y que debo perseverar en enseñarle el autocontrol a Hudson con esperanza.
Y mi esperanza es que, gracias a la abundante fidelidad de Dios, un día —aun si es un día muy lejano—, saldré de la iglesia sin niños llorando.