Mi querida amiga se sentó frente a mí en la mesa de nuestra cocina. A pesar de que el sol iluminaba la habitación, un peso se había posado sobre nosotras. Aunque nuestras historias son diferentes, hebras similares entretejieron nuestros corazones: hebras de pena, de pérdida, de espera y de esperanza en algo que se encuentra más allá de nuestro dolor.
Solo ocho meses antes, compartimos la emoción de descubrir que ambas estábamos embarazadas, con una pequeña distancia entre nuestras fechas de parto. Esa alegría compartida, sin embargo, tuvo una sombra oscura que fue lanzada sobre mi amiga cuando, semanas después, le informaron a ella y a su esposo que si el bebé sobrevivía el parto, probablemente su precioso hijo viviría por solo días.
Nuestras historias de pérdida y de dolor podrían haberse visto diferentes desde afuera, pero estábamos llorando y luchando en muchas maneras parecidas mientras observábamos cómo nuestras expectativas y esperanzas de crianza se hacían añicos ante nuestros ojos. Para ella y su marido fue la pérdida de su dulce hijo; una vida de esperanzas, planes, sueños de ver a su hijo crecer de pronto se deshizo. Para mi esposo y yo ha sido año tras año de experimentar el doloroso efecto dominó de las necesidades especiales de nuestro hijo, mientras lloramos el hecho de que le traspasé mi enfermedad crónica a mis cuatro hijos.
Aunque nuestros caminos eran diferentes, nuestras preguntas, nuestros miedos y nuestro dolor nos acercó. Éramos viajeras compañeras que navegábamos en mares que nunca habríamos escogido. Si Dios es bueno, nos preguntábamos, ¿por qué está permitiendo tanto dolor cuando buscamos seguirlo? ¿Cómo podemos continuar la vida cuando estas pérdidas nos dejan un agujero tan grande en nuestros corazones?
A lo largo de los años, he encontrado consuelo en verdades específicas mientras he llorado y luchado a través de las pérdidas que hemos experimentado en relación con nuestros hijos. A continuación comparto un par que espero que te anime, incluso si tu pérdida se ve diferente a la nuestra.
1. El quebrantamiento y la pérdida nos acercan al cielo
Las relaciones pueden ser algunos de los regalos más dulces que podemos experimentar en esta tierra. Sin embargo, los regalos más dulces también pueden provocar el dolor más grande cuando se pierden o se quiebran.
Como explicó Thomas Boston:
Las relaciones son las coyunturas de la sociedad y nuestro dolor más agudo a menudo se sienta cuando lo torcido (Ec 7:13) tiene lugar ahí. Están diseñadas para ser el origen del consuelo del hombre, pero a menudo se convierten en su amargura más grande.
A veces, esta torcedura es provocada por la pérdida de un ser querido [o la pérdida de un hijo que anhelábamos]. Job se lamenta: «Tú has asolado toda mi compañía» (Job 16:7), con esto se refería a sus amados hijos que sepultó en la tumba quedando sin ningún solo hijo o hija. En otros momentos, esta torcedura se hace cuando la mano de Dios se posa con dureza sobre nuestras familias, las cuales como consecuencia de la relación, disparan contra nosotros. La mujer creyente en el Evangelio de Mateo expresó esto profundamente cuando dijo: «Ten misericordia de mí; mi hija está terriblemente endemoniada» (Mt 15:22).
Por lo tanto, a menudo descubrimos que nuestra cruz más grande se encuentra en el lugar donde esperamos el mayor consuelo (22–23).
Sin embargo, por más dolorosas que sean esas pérdidas, ellas también pueden convertirse en vasijas que pueden llevarnos a los brazos de nuestro Salvador como nunca antes. Como Padre que conoce el dolor de perder a su hijo (y verlo sufrir un dolor inimaginable), él nunca se cansa de nuestros gritos de dolor: está siempre listo y disponible para darnos consuelo y esperanza.
A medida que pasa el tiempo, estas pérdidas que experimentamos pueden aflojar nuestro aferro a este mundo y atarnos a nuestro Padre celestial y al hogar que él está preparando para nosotros. Como escribió Charles Spurgeon: «Cuando el Señor se lleva a un niño [o no nos da hijos o permite quebranto mental o físico en nuestros hijos] existe una cuerda más para amarrarte a este mundo y otra cinta que te acerca al cielo» (53).
2. La muerte de una alegría a menudo da a luz a otra
Aunque la muerte de lo que anhelábamos y esperábamos para nuestro hijo (y familia) ha sido increíblemente dolorosa, nos ha llevado a encontrar un gozo más profundo que está más allá de los límites de la vida y de la muerte. Como sabiamente le dice John Piper a alguien que está experimentando la pérdida de un hijo sano que había anhelado:
La primera alegría muere. Es una muerte real y esa muerte es dolorosa. Esa maravillosa alegría desaparece. Se fue. Todo eso está ocurriendo mientras la nueva alegría está luchando como una pequeña semilla haciéndose camino con esfuerzo hacia arriba a través de las rocas de la desilusión, del miedo y de la pena. Hay días, semanas e incluso meses de transición de la muerte de una alegría al florecimiento completo de otra alegría, y esos no son días fáciles. Requieren una paciencia enorme a medida que esperamos al Señor. El Señor tiene que hacer el milagro de crear esa otra alegría en un regalo por el cual no oramos y que no queríamos. Ese es un milagro. Viene, y está bien, y es hermoso.
Sin embargo, mientras esperamos, podemos estar seguros de que Dios está haciendo crecer algo hermoso. Si no es en las circunstancias externas, entonces de seguro es en el carácter y en la esperanza interna.
Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia carácter probado; y el carácter probado, esperanza. Y la esperanza no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado (Ro 5:3-5).
3. El dolor nos enseña a descansar en la soberanía de Dios
Aquello que ha cambiado gradualmente mi perspectiva de las luchas de mi vida, de mi hijo y de mi familia es que nunca se ha tratado de mí. Cuando creo que la vida se trata de mi felicidad, cuando creo que podría haber hecho más si no hubiera sido por esta dificultad o cuando creo que estoy dejando pasar lo que la vida podría haber sido, me descontento, me pongo ansiosa y me siento abatida. Sin embargo, cuando, por la gracia de Dios, confío en que nada sucede lejos de su voluntad y plan soberano, soy animada y fortalecida, sabiendo que él está obrando en mis días más oscuros y está obrando por medio de ellos para hacer que yo sea más como él. Es en medio de nuestra oscuridad que su luz brilla con mayor brillo hacia aquellos que nos rodean.
Por mucho que queramos respuestas y ayuda para quienes están en dolor, en confusión y en circunstancias abrumadoras, debemos recordar que Cristo mismo es la respuesta que necesitamos tanto en un sentido terrenal como espiritual. Él conoce a cada miembro de nuestra familia íntimamente y está desarrollando sus buenos propósitos en cada una de nuestras vidas (incluso en la de los niños que llama a casa y de aquellos que viven con una discapacidad o enfermedad), a menudo de maneras que nunca habíamos esperado. A medida que aprendemos a confiar en Cristo en medio de nuestro dolor, a pesar de que parezca no haber esperanza, podemos comenzar a comprender más profundamente la profunda esperanza del Evangelio.
Si se te ha confiado un camino que ha sido marcado por la pérdida en tu crianza y estás luchando con ver más allá del dolor, oro para que seas fortalecida al recordar que tu familia ha sido divinamente escogida para desplegar la gloriosa historia de redención de Dios. Aunque no se nos promete sanidad (física o mental) en esta tierra, sí se nos promete que Cristo no desperdiciará ni una sola lágrima derramada por los dolorosos efectos del pecado y del quebrantamiento en nuestro mundo. Tú no estás desesperanzada, no estás sola y tus pérdidas no tienen la última palabra.