Refiriéndose a Jesús, Isaías escribió proféticamente que fue un «varón de dolores y experimentado en aflicción» (Is 53:3). Aunque estas palabras describen toda su vida, alcanzaron su punto culminante en el huerto de Getsemaní, donde Jesús oró: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú quieras» (Mt 26:39). Lucas nos cuenta que, mientras Jesús oraba, su agonía era tal que «su sudor se volvió como gruesas gotas de sangre, que caían sobre la tierra» (Lc 22:44).
¿Qué fue lo que le provocó tal agonía? ¿Por qué oró que, si era posible, no tuviese que beber la copa (Jn 18:11)? ¿Qué había en la copa que le producía esta angustia extrema mientras contemplaba la posibilidad de beberla? Naturalmente asociamos su copa con la crucifixión e imaginamos que oraba para que se le evitara aquella miserable y degradante muerte. La copa, en verdad, sí estaba conectada con la crucifixión, pero aún no hemos contestado la pregunta: ¿Qué contenía?
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la copa suele ser usada como una metáfora de la ira de Dios (Sal 75:8; Is 51:17, 22; Jer 25:15; Hab 2:16; Ap 14:9-10). De eso estaba llena, entonces, la copa que Jesús tanto detestaba beber. En el huerto de Getsemaní, él fijó intencionalmente su mirada en esa copa —la copa que bebería exactamente un día después al colgar de la cruz en una insoportable agonía—.
Sin embargo, no era la agonía física lo que tanto pavor le causaba —por muy horrible que fuese—, sino la agonía espiritual que supo que sentiría al beber hasta el último amargo sedimento de la copa de la ira de Dios —ira que en realidad merecíamos nosotros—. Esto nos lleva a un tema bíblico difícil, que suele ser negado por muchos estudiosos bíblicos e ignorado por la mayoría de nosotros: simplemente no nos gusta pensar en la ira de Dios. ¿Por qué?
Quizás le tenemos miedo a la expresión «la ira de Dios» pensando en las violentas emociones y la conducta destructiva que frecuentemente se asocia con el término ira al aplicarse a seres humanos pecaminosos. Y, lo que es más probable, no queremos pensar que nuestros amables, amistosos, pero incrédulos vecinos y familiares están sujetos a la ira divina.
Sin embargo, si tomamos la Biblia en serio, debemos también considerar seriamente el tema de la ira de Dios. Es un tema que recorre tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento. Cierto teólogo ha afirmado que, en el Antiguo Testamento, la cantidad de referencias a la ira de Dios supera las 580. ¿Y qué del Nuevo Testamento? Algunos enseñan que, en él, el tema de la ira de Dios desaparece y que su amor y misericordia pasan a ser las únicas expresiones de la actitud divina hacia la humanidad.
Jesús refuta claramente dicha idea. En Juan 3:36, dice: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él». Pablo escribió frecuentemente sobre la ira de Dios (ver, por ejemplo, Ro 1:18; 2:5; 5:9; Ef 2:3; Col 3:6); y por último, el tenor de todo el Apocalipsis es una advertencia de la ira que vendrá (6:16-17; 14:10; 16:19; 19:15).
¿Qué cosa provoca tanto la ira de Dios? Se trata de nuestro pecado. Sin importar cuán pequeño o insignificante nos pueda parecer, todo pecado es un ataque a la infinita majestad y autoridad soberana de Dios. Dios, por la perfección de su naturaleza moral, no puede evitar ser hostil al pecado —todo tipo de pecado, aunque nos parezca indefectiblemente pequeño—. Fue la ira de Dios por nuestro pecado lo que Jesús vio en la copa esa noche y ante lo cual retrocedió espantado en una agonía tal.
Así que Jesús bebió la copa de la ira de Dios en nuestro lugar. Él soportó la inimaginable agonía espiritual que merecíamos para poder salvarnos de esa ira. Nunca sabremos apreciar la agonizante oración de Jesús en el Getsemaní, ni su sudor semejante a grandes gotas de sangre, mientras no comprendamos en lo profundo de nuestro ser que lo que Jesús estaba observando era la ira de Dios que merecíamos.
El término teológico que designa el acto de beber la copa llevado a cabo por Jesús es propiciación. Un diccionario moderno dirá que propiciar significa «apaciguar» o «aplacar». Estas definiciones me parecen insatisfactorias cuando se aplican a Cristo porque sugieren que se ha calmado o suavizado la ira de una deidad ofendida. Jesús no suavizó la ira de Dios: la soportó. Él no la suprimió ni la extinguió como quien extinguiría un incendio. En lugar de eso, él absorbió en su propia alma la furia plena y absoluta de la ira de Dios contra el pecado. Para seguir con la metáfora, bebió la copa de la ira de Dios hasta su última amarga gota. Así que, para nosotros los que creemos, la copa de la ira de Dios está vacía.
Leemos la historia de Getsemaní y la crucifixión con tanta frecuencia que tiende a convertirse en algo corriente. Si esta es nuestra situación, arrepintámonos, y jamás volvamos a leer la angustiosa oración de Jesús sin recordarnos a nosotros mismos que lo que le provocó una agonía tan inimaginable fue la ira de Dios contra nuestro pecado.