Tengo frente a mí mi lista de quehaceres. Hoy es buen día: estoy tachando las cosas que agendé para hacer, incluso en el tiempo en que quería hacerlas. Éxito de cuarentena, aquí voy.
He visto los memes, los mensajes inspiradores y conozco las expectativas. Personas famosas a lo largo de la historia lograron cosas increíbles durante periodos de aislamiento. Descubrimientos científicos, obras clásicas de literatura: me dicen que esto es posible si tan solo pudiera aceptar el aislamiento, resguardarme y ponerme a trabajar. No puedo permitir que este tiempo sea desperdiciado.
No soy la única de la que se espera ser aún más productiva de lo usual. En las últimas tres semanas (para algunos de ustedes, quizás ha sido más que eso), he visto en mi sección de noticias de Facebook un sinnúmero de proyectos, experiencias de aprendizaje virtual, tutoriales, clases, manualidades, y la lista sigue. Cada esquina de Internet tiene algo que ofrecerle a mis hijos confinados en casa, cosas entretenidas y productivas, que garantizan aprovechar al máximo el tiempo en el que estamos atrapados en casa.
Para cuando esto termine, deberíamos tener algo que mostrar: una obra de arte, una nueva habilidad, un proyecto terminado, un intelecto mayor. Por cierto, muchos de los recursos a disposición son fantásticos. Y puedo descansar debido al espacio extra que tengo en mi agenda semanal. Sin duda, como he leído de otros, ¿quién sabe qué posibilidades abrirá para nosotros esta limitación del movimiento?
No obstante, ¿puedo permitirnos a mis hijos y a mí que dejemos de ser productivos, de educarnos o de entretenernos por una pequeña cantidad de tiempo? ¿Puedo permitir que nos aburramos? ¿Que seamos superfluos? ¿Descansar?
El aburrimiento no está libre de riesgos. Incluso antes de la cancelación de gran parte de mi calendario, noté que los momentos sin agenda, vacíos de objetivos o tareas específicas, me dejaban intranquila; casi ansiosa. ¿Estoy segura de no haber olvidado algo? ¿Acaso no había algo que debía estar haciendo? ¿Algo que debería estar logrando? ¿Algún progreso? ¿No se supone que debería estar redimiendo mi tiempo?
En el momento presente que estamos viviendo, es inevitable sentir que si permitimos que nuestras mentes descansen, que se distraigan, seremos inundados de temor y ansiedad. Es mejor mantenernos ocupados, es mejor tener algo para distraernos de las dificultades presentes y del futuro desconocido.
Enfocarme en un libro, darme espacio y tiempo para permitirle a mi mente que se distraiga, considerar las cosas que me rodean y buscar la obra de Dios en ellas, las estoy encontrando a todas más difíciles de realizar en este momento. Algo de esto es la realidad de enfrentar un mundo que ha cambiado bajo nuestros pies. La falta de estabilidad externa nos deja haciendo malabarismos, intentando encontrar equilibrio.
Aunque algo de eso, debo admitir, es mi propia debilidad expuesta. Es demasiado claro que me resisto al aburrimiento y al descanso. En lugar de ello, me aferro al dios de la productividad, esperando demostrar mi valor y asegurar mi éxito. La actual cuarentena solo ha realzado mi resistencia y aumentado mis expectativas. Tengo más tiempo; se debe hacer más.
De esta manera, soy simplemente un pez en el agua. Este mundo, nuestra cultura particularmente, idolatra la productividad y el éxito. En lugar de comprender a las personas como intrínsecamente valiosas, pensamos que debemos crear ese valor. En su libro, Incarnate: The Body of Christ in an Age of Disengagement [Encarnados: el Cuerpo de Cristo en una era de desconexión], Michael Frost argumenta que nuestro mundo «mide el valor en dispositivos computacionales, números y cantidades. Casi ha abandonado la idea de que los seres humanos trascienden los procesos y son hechos para las relaciones y la sabiduría, no simplemente para la productividad». En el mundo de FitBits, GoodReads e incluso aplicaciones que rastrean tu vida de oración, intentamos medir y cuantificarnos a nosotros mismos. En este mundo, nunca podemos contentarnos con simplemente ser; siempre debemos estar haciendo, realizando, produciendo y construyendo. Nuestro valor depende de ello.
La Escritura habla de una medida diferente de valor y valía. Cuando Dios creó a Adán y a Eva, Él proclamó: «Es bueno en gran manera». Él les dio esta bendición, no después de un día de su fructífero trabajo y producción, sino simplemente por su existencia. Dios se deleitó en ellos debido a su existencia, no a su trabajo. Cuando la voz del Padre se abre paso entre las nubes declarando su amor por su Hijo, Jesús aún no había comenzado su ministerio público. La expiación aún no estaba completa. El deleite de Dios precedió al cumplimiento.
En nuestras mentes, muchos de nosotros sabemos esto. Sabemos que no podemos obtener nuestro valor, que el amor del Padre es dado «aunque aún éramos pecadores» (Ro 5:8). Aun cuando el mar cultural en el que nadamos diga lo contrario, nuestros corazones pueden luchar para creerlo y nuestros cuerpos pueden luchar para a actuar en consecuencia.
En su bondad, nuestro Padre nos dio un regalo para ayudarnos a llevar esta realidad desde nuestras mentes a nuestros corazones y cuerpos. Al tomar el regalo del sabbat, un día de descanso de nuestro trabajo y esfuerzos, nos recordamos a nosotros mismos que nuestro valor no se encuentra en la productividad. Proclamamos nuestro estado «superfluo» en el sentido de que la tierra no depende de nuestro ajetreo para continuar rotando alrededor del sol. Dios continúa sosteniendo su creación. Él nos invita a su obra, pero no debemos engañarnos con que Él no podría hacerlo sin nosotros.
Quizás, en este tiempo de cuarentena, finalmente tendremos tiempo para emprender el proyecto que habíamos pospuesto por mucho tiempo. Quizás grandes obras de literatura y arte se producirán durante este tiempo. Si es así, ofrezcamos nuestro trabajo a Dios, agradeciéndole por el espacio y la tierra para que estas cosas crezcan.
Sin embargo, quizás no lo haremos. Tal vez hemos entrado en un sabbat prolongado: un descanso de nuestros esfuerzos para demostrar nuestro valor. Si es así, no podemos ceder ante la falsa culpa que nuestra cultura pone en aquellos que no están produciendo nada. Podemos descansar en el amor del Padre, quien nos creó y nos redimió, no por lo que seamos capaces de hacer, sino por su amor. Punto final.