Hay algo casi absurdo sobre las herencias en un mundo de abundancia económica y de mayor esperanza de vida. La generación de los baby boomers ha trabajado duro y ha ahorrado diligentemente, acumulando miles de millones en cuentas de ahorro y de jubilación, con la esperanza de dejarles a sus hijos una cómoda posición económica. Entretanto, en Occidente, la vida es cada vez más larga y muchos de esos boomers vivirán tanto como para llegar hasta los 80 y 90 años. Para cuando llegue el momento de su muerte, sus hijos estarán grandes y tendrán una vida bien estable. Cualquiera sea la herencia que sus padres les traspasen, bien podría ser superflua para entonces. Sus hijos pondrán ese efectivo en sus cuentas bancarias y las dejarán ahí sin tocar hasta que pase a la siguiente generación, que también tendrá poco uso que darle. Las herencias que una vez fueron necesarias para establecer y proveer ahora son cada vez más redundantes.
Esto no quiere decir que lo que dejemos sea inútil. La Biblia tiene mucho que decir sobre las herencias, sobre el legado que una generación le deja a la siguiente. Elogia el trabajo duro y el ahorro diligente. Alaba al hombre que traspasa algo a sus hijos y nietos. Sin embargo, nos recuerda también que hay algo que puedes dejarles que tiene una importancia mucho mayor que el dinero. Amigo mío, estás corriendo la carrera de la vida y si vas a correr para ganar, necesitas considerar tu legado.
Más que dinero
A los planificadores financieros cristianos les gusta citar un proverbio particular: «El hombre bueno deja herencia a los hijos de sus hijos, pero la riqueza del pecador está reservada para el justo» (Pr 13:22). No necesitas un título en interpretación de la Biblia para entender el punto de este proverbio: es bueno que un hombre piense en el futuro y viva de tal forma que provea no solo para él, sino que también para su descendencia. Muchos autores contemporáneos toman este verso como un mandato para el ahorro económico y la planificación de patrimonios. Sin embargo, antes de aplicar el proverbio a nuestras propias vidas y tiempos, necesitamos ponerlo en su contexto.
En el antiguo Israel, la tierra era sagrada, puesto que Dios le había asegurado a su pueblo del pacto que ellos poseerían la Tierra Prometida. Tener tanta tierra era una señal de la bendición de Dios, mientras que no tener tierra era señal de la desaprobación de Dios. De este modo, la tierra tenía una importancia única. No solo eso, sino que los israelitas eran, en gran parte, agricultores de subsistencia. Sin tierra, pronto estarían muy hambrientos, se volverían dependientes de la caridad o incluso serían esclavizados. Un padre diligente carga con la responsabilidad de mantener su tierra y traspasarla a la siguiente generación.
Ese contexto es muy diferente del nuestro. Desde esa época, Jesucristo nació en el mundo. Él vivió, murió y resucitó, y al hacerlo, cumplió las promesas de Dios. Él cumplió la promesa de que un pueblo en particular que heredaría una tierra prometida. La propiedad de una tierra ya no indica la bendición o la desaprobación de Dios, ya que Jesús mismo no tenía «[…] dónde recostar la cabeza» (Mt 8:20). Aparte de esto, el mundo ha avanzado y pocos de nosotros somos agricultores de subsistencia que dedicamos nuestras vidas a atender la granja familiar. La tierra y las herencias tienen mucha menos importancia de lo que alguna vez tuvieron.
Aunque debemos ser cuidadosos sobre la manera en la que aplicamos este proverbio en nuestros tiempos, debemos ser igualmente cuidadosos de hacer caso a su sabiduría y considerar nuestros legados. Hay sabiduría en mirar al futuro y en determinar cómo nos gustaría ser recordados. Hay valor en considerar el legado que dejaremos a aquellos que vienen después de nosotros. Aquello que queramos dejar después de morir establecerá el curso de cómo intentaremos vivir. Entonces, ¿qué legado quisieras dejarles a tus hijos y a las futuras generaciones? ¿Qué herencia te gustaría que ellos recibieran? ¿Has considerado tu legado?
Una mejor herencia
El Nuevo Testamento continúa para hablar de las herencias, pero de una manera muy diferente. En la primera carta de Pedro, él alaba a Dios por la herencia que nos legó. Esta no se trata de una herencia económica o física, sino de algo mucho mayor.
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien según su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para obtener una herencia incorruptible, inmaculada, y que no se marchitará, reservada en los cielos para ustedes. Mediante la fe ustedes son protegidos por el poder de Dios, para la salvación que está preparada para ser revelada en el último tiempo (1 Pedro 1:3-5, [énfasis del autor]).
Como un buen padre, Dios planeó, con mucho tiempo de anticipación, lo que Él les dejaría a sus hijos y trabajó diligentemente para obtenerlo. Por medio de la vida, de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, Él ha provisto los regalos de la salvación, la santificación y la glorificación. Él nos ha hecho sus herederos y coherederos con Cristo. Al fin y al cabo, Él se entregó a sí mismo. Nuestra mayor herencia es Dios: paz con Dios, una relación con Dios, una eternidad con Dios. Esta herencia se nos ha otorgado, se ha apartado y se mantiene segura mientras esperamos el día en que podremos tenerla completamente. Pablo nos dice que hemos sido «sellados en Él con el Espíritu Santo de la promesa, que nos es dado como garantía de nuestra herencia, con miras a la redención de la posesión adquirida de Dios, para alabanza de su gloria» (Ef 1:14, [énfasis del autor]). Hemos comenzado a recibir lo que Dios ha reservado para nosotros, pero lo recibiremos completa y definitivamente solo en el Reino eterno de Dios.
Al igual que Dios, eres responsable de planificar con mucha anticipación lo que piensas dejarles a tus hijos y tú también debes trabajar diligentemente para obtenerlo. Dios espera que les dejes a tus hijos una herencia, pero Él espera más que eso. Espera que también consideres a tu familia espiritual, la iglesia, y determines qué herencia les vas a dejar a ellos. Esta herencia, este legado, podría incluir finanzas, pero debe incluir tesoros mucho más valiosos que esos. Así es como J. R. Miller lo dice:
Si los padres les dan dinero a sus hijos, ellos podrían perderlo en alguna de las vicisitudes de la vida. Si les legan un hogar de esplendor, podrían ser expulsados de ahí. Si les traspasan como herencia un nombre honroso, ellos podrían mancharlo. No obstante, si ellos llenan sus corazones con las influencias y recuerdos santos de un hogar cristiano feliz, no habrá calamidad, mayor dolor, poder maligno ni pérdida terrenal que pueda robarles sus sagradas posesiones[1].
Tu primer legado es el Evangelio. Si dejas a tus hijos con los bolsillos llenos, pero con las almas vacías, habrás descuidado tu deber más importante. Por supuesto, no puedes obligar a tus hijos a ir a Cristo, pero puedes enseñarles el Evangelio y rogar para que lo acepten. Dios te llama a enseñarles y a entrenarlos diligentemente «en la disciplina e instrucción del Señor» (Ef 6:4) y a confiar en que, a medida en que lo haces, responderán al Evangelio al poner su fe en Jesucristo. Debes compartir este mismo Evangelio con tus amigos, tus vecinos, tus colegas y quien sea que escuche. No existe nada en el mundo que sea más preciado que las almas y no hay mayor legado que almas ganadas para Cristo.
Tu segundo legado es la piedad. Pablo celebraba este tipo de legado cuando habla del trasfondo de su amigo Timoteo: «Porque tengo presente la fe sincera que hay en ti, la cual habitó primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también» (2Ti 1:5). Timoteo había recibido el legado de una piedad sincera tanto de su madre como de su abuela. Cuando Timoteo creció, se encontró con Pablo quien se relacionaba con él como un padre hacia un hijo, incluso se refería a él como «verdadero hijo en la fe». Pablo quería dejarle un legado similar: «Pero tú has seguido mi enseñanza, mi conducta, propósito, fe, paciencia, amor, perseverancia, mis persecuciones, sufrimientos […]» (2Ti 3:10-11). Pablo le decía a Timoteo, y a muchos otros: «sigue mi ejemplo» o «imítame». Pablo persiguió un carácter piadoso, por lo que pudo llamar a Timoteo a seguir su ejemplo.
Hay tanto más que puedes dejar: posesiones, tierra o dinero. Muy bien. Sin embargo, nada es más preciado, más valioso ni más digno de elogio que el legado del Evangelio y la piedad.
¡Hazlo ahora!
Consideremos un par de pasos prácticos que puedes dar para comenzar ahora mismo.
Planifica tu legado
¿Qué legado te gustaría dejarles a quienes vienen después de ti? Al haber considerado esto, comienza a planificar cómo lo lograrás. El hombre que les quiere dejar $1.000.000 de dólares a sus hijos debe planificar generar suficiente ingreso y apartar lo suficiente para alcanzar su objetivo. El hombre que quiere dejar a sus hijos el legado de la piedad debe planificar cómo crecerá en piedad y cómo compartirá el Evangelio.
Evalúa tu vida
Haz una evaluación precisa de si tu vida está en línea con el legado que quieres dejar. Piensa sobre el último trabajo que dejaste o el último lugar del que te mudaste: ¿qué legado dejaste ahí? ¿Las personas extrañan tu presencia o tu partida se sintió más como una liberación? Es probable que los legados que dejes ahora sean similares al legado final que dejes cuando mueras. Pídeles a tus más cercanos una retroalimentación honesta: ¿qué se les viene a la mente cuando piensan en ti? ¿Tu esposa, tus hijos y tus amigos cercanos piensan en características piadosas o en características mundanas? Para bien o para mal, la vida que estás viviendo ahora determina el legado que dejarás después.
Anda a la cruz
Gracias a la cruz de Cristo, no hay pecado que no pueda ser lavado y no hay legado que no pueda ser redimido. Saulo de Tarso era ampliamente conocido como un perseguidor de cristianos. No obstante, debido a la intervención de Cristo, él fue conocido como el que «ahora predica la fe que en un tiempo quería destruir» (Gá 1:23). Mientras tengas aliento, aún tendrás tiempo de cambiar tu legado. Todo comienza con recibir el perdón de Cristo. Comienza admitiendo ante Cristo que tu pecado ha arruinado tu legado y confía que Él tiene el poder para transformarte. Y una vez que hayas recibido su perdón, puedes quitarte el viejo yo con su legado arruinado y vestirte del nuevo yo, que está creciendo en piedad y depositando el Evangelio en otros.
Trabaja duro ahora
Cada día, con cada minuto que pasa, con cada ínfima decisión, estás formando tu legado. No son los grandes momentos de la vida, sino una persistencia común y corriente, que pasa desapercibida, la que forma un legado. Tus planes detallados y tus buenas intenciones no servirán de nada si no los sigues con acción. Si quieres dejar un legado piadoso, comienza ahora. No desperdicies otro momento; invierte todo tu ser en lo eterno que dejará el legado más grande para tus hijos.
Corre para ganar
Creo que hablo por multitudes cuando digo que me importa nada si es que mis padres me dejan algún centavo de herencia o no. Ellos ya me han dado una herencia mucho más importante y perdurable. Ellos me presentaron el Evangelio y se regocijaron cuando puse mi fe en Cristo. Ellos modelaron piedad, dieron el ejemplo de cómo debía vivir como cristiano. ¿Esa es la herencia que quieres dejarles a tus hijos? ¿Estás trabajando para eso? Si vas a correr para ganar, debes considerar tu legado.
ARTÍCULOS DE LA SERIE:
Este recurso fue publicado originalmente en Tim Challies.
[1] N. del T.: traducción propia.