Te rogamos, oh Señor, sálvanos ahora… Bendito el que viene en el nombre del Señor (Sal 118:25-26).
Cuando Jesús se acercó a Jerusalén en lo que la historia recuerda como el Domingo de Ramos, Él lloró por ella. Para un observador casual, podría haber parecido como si Jesús hubiese llorado en momentos extraños.
Hace poco, había llorado en la tumba de Lázaro, solo para sacarlo de allí unos minutos más tarde (Jn 11:35-44). Ahora las multitudes entusiastas que habían escuchado de este gran milagro (Jn 12:17-18) lo escoltaban como realeza a la ciudad de David, gritando las palabras del Salmo 118:25-26: «¡Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!» (Jn 12:13). Todos los judíos habrían entendido estas palabras como un saludo mesiánico, y Jesús respondió con un lamento lleno de lágrimas.
¡Si tú también hubieras sabido en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está oculto a tus ojos. Porque sobre ti vendrán días, cuando tus enemigos echarán terraplén sobre ti… y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no conociste el tiempo de tu visitación (Lc 19:42-44).
Esta es una respuesta en la cual vale la pena detenerse para reflexionar (lo que un salmista podría llamar un momento selah). El gran Rey lloró por la ciudad del gran Rey justo antes de su «entrada triunfal» por sus puertas, para el regocijo profetizado de muchos (Lc 19:41; Zc 9:9).
Piedra rechazada, obra del Señor
El Salmo 118 estaba en los oídos y en los ojos del Salvador mientras comenzaba la Semana Santa; en esa semana consumada se cumpliría todo lo que el templo y los sistemas sacrificiales anunciaron (Heb 10:1) en un solo, grande y suficiente sacrificio conducido por el mismo Gran Sumo Sacerdote (Heb 4:14; 9:26).
Jesús escuchó el Salmo en los gritos de «¡Hosanna!» de las multitudes. Él vio el salmo en las maquinaciones asesinas de los líderes judíos: «La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser piedra principal del ángulo. Obra del Señor es esto; admirable a nuestros ojos» (Sal 118:22-23). Esto es lo que rompió el corazón de Jesús mientras montaba la cría de asna hacia Jerusalén en medio del ondeo de las palmas. Y fue maravilloso.
Era asombroso que Jerusalén, «el gozo de toda la tierra» (Sal 48:2), no reconociera el momento en que la Alegría de su alegría llegara después de largos siglos de espera.
Era asombroso que el soberano Rey de reyes (1Ti 6:15), el Hijo y el Señor de David (Mt 22:44-45), quien ordenó desde tiempos antiguos que los edificadores rechazaran a su piedra angular, sintiera un dolor profundo por la ceguera y rechazo, y deseó profundamente que hubieran sabido todo lo que Él estaba haciendo para traer la paz (Lc 19:42).
Fue asombroso que el Mesías judío hubiera venido a responder los clamores de «¡Hosanna!» y a conducir a la paz no solo al pueblo judío, sino que también a los pueblos gentiles de la tierra; un misterio «mantenido en secreto durante siglos» (Ro 16:25) que pronto sería proclamado a los gentiles por un fariseo judío (Ef 3:1-6) quien, si hubiera estado presente cuando Jesús entró en la ciudad, con celo habría odiado todo lo que implicaba la procesión.
Y todo eso fue «obra del Señor» (Sal 118:23). Sí, puesto que el Señor había dicho: «El Hijo del Hombre debe padecer mucho, y ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día» (Lc 9:22).
¡Oh, lo que nos condujo a la paz!
El día que el Señor había hecho
La asombroso no es solo que los edificadores rechazaron a la piedra angular, sino que el Bendito se hizo maldición para todos los que más adelante lo llamaríamos Bendito (Ga 3:13).
El gran Salmo celebra: «Aten el sacrificio de la fiesta con cuerdas a los cuernos del altar» (Sal 118:27). ¿Quién, en ese día de la gran llegada del Rey, habría imaginado que este Rey había llegado para ser el Sacrificio de los sacrificios y que la cruz romana, a la cual sería atado, se transformaría en el altar más sagrado que jamás se haya construído?
Nadie, sino el Rey Jesús. Es por eso que Él había venido y por lo que su alma estaba tan afligida en medio de la multitud alegre (Jn 12:27).
No obstante, la alegría de la multitud era la respuesta correcta. Es más, el salmo lo llama: «Este es el día que el Señor ha hecho; regocijémonos y alegrémonos en él» (Sal 118:24). El gran Libertador estaba profundamente turbado por la obra que le esperaba, la cual expiaría el pecado de millones de pecadores (Ef 1:7).
Ese era el día que el Señor había hecho, un día de regocijo y alegría para los pecadores. Sin embargo, fue un día de llanto para el Señor. ¡Oh, lo que nos condujo a la paz!
Su amor constante permanece para siempre
Pero el dolor de Jesús no fue inútil. No, Él sabía que su llanto solo sería por la noche y el gozo vendría por la mañana (Sal 30:5). Él sabía que era la voluntad de su Padre quebrarlo y someterlo a dolor (Is 53:10). Él también sabía que después de haber hecho la suprema ofrenda por su pecado, después de haber cargado las iniquidades de muchos que serían considerados justos, después de que la angustia de su alma fuera pasado, vería su descendencia espiritual redimida y conocerían la satisfacción suprema (Is 53:10-11). Aun por medio de sus lágrimas, Jesús miró el gozo puesto ante Él (Heb 12:2) y enfrentó lo que le esperaba en Jerusalén (Lc 9:51).
Ese fue el resultado del insondable amor; un amor más fuerte que la muerte y más temible que la muerte: la llama misma del Señor (Cnt 8:6). Era un amor tan bueno, tan constante, tan perdurable, tan alto, tan ancho, tan largo, tan profundo que requiere la misma fuerza de Dios para siquiera comprenderlo (Ef 3:18-19). Fue la forma en que Dios amó al mundo (Jn 3:16), un mundo que lo había rechazado (Sal 118:22). Fue el amor que alcanzó extremos inimaginables para lograr las cosas que nos condujeron la paz, por nosotros.
Por tanto, en honor a ese Rey, nos unimos a la antigua multitud al regocijarnos en el día que el Señor ha hecho, levantando nuestras manos, como si sostuviéramos palmas de fiesta, y declarando:
Bendito el que viene en el nombre del Señor… Tú eres mi Dios, y te doy gracias. Tú eres mi Dios y yo te exalto. Den gracias al Señor, porque Él es bueno; porque para siempre es su misericordia (Sal 118:26, 28–29)