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Las buenas nuevas y las buenas obras
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Las buenas nuevas y las buenas obras

El escritor de la carta a los Hebreos nos exhorta a que «consideremos cómo estimularnos unos a otros al amor y a las buenas obras» (Heb 10:24). En otras palabras, debemos reflexionar o estudiar cuidadosamente cómo podríamos animarnos y estimularnos los unos a los otros a amar a Dios y a nuestro prójimo, en cumplimiento con los dos grandes mandamientos que Jesús da en Mateo 22:37-40. El amor auténtico por Dios y por el prójimo no es una simple conmoción de nuestros afectos, sino que, como asume el escritor de Hebreos, siempre se manifiesta a sí mismo en las buenas obras. Por supuesto, este mandamiento de animar a otros se aplica en todas nuestras relaciones, pero para aquellos de nosotros que estamos casados, quizás es aplicable de manera más particular a nuestros cónyuges. Dicho de otra manera, parte de mi vocación como esposa es pasar tiempo pensando cuidadosamente cómo podría animar a mi esposo, Phil, a amar a Dios y a sus prójimos y a hacerles el bien. ¿Cómo podría hacer eso? ¿Qué implicaría para mí considerar cuidadosamente las formas en que podría inspirar a Phil a un amor que resulta en buenas obras? ¿Debería hacer una lista de las cosas buenas que Phil podría hacer y dársela cada mañana junto con su taza de café? «Aquí tienes tu lista de amor y de buenas obras, querido: anda donde el vecino y ofrece cortarle el pasto». Conozco a Phil y me respondería: «entonces, tú prepárale la cena a la señora que vive al frente de nuestra casa». Sin embargo, ¿era esta lista de cosas que hacer lo que el autor de Hebreos tenía en mente cuando él nos llama a animarnos los unos a los otros al amor y a las buenas obras? Aunque este tipo de cosas podría ser útil para algunas personas, dudo que escribir una lista de «mandados para otros» dé como resultado el tipo de motivación que viene de una fe que obra por medio del amor, la cual transforma nuestras inútiles buenas obras en valiosas (Gá 5:6). ¿Por qué no? Porque sólo las obras que brotan únicamente del amor que tenemos por Dios califican como verdaderamente buenas. Cortarle el pasto a nuestros vecinos en realidad no tendría nada que ver con el amor de Phil por Dios y por su prójimo, pues podría ser una forma de ganarse mi favor, de evitar mi crítica, de ser más popular en nuestro vecindario o de reafirmar en su corazón que Dios le está sonriendo. No, su buena obra necesita brotar del amor verdadero y desinteresado por Dios y por su prójimo —no de nuestro amor propio, de nuestra autoprotección, de la competencia o de la formación de una buena reputación—. Entonces, ¿de dónde vendría este tipo de amor? En 1 Juan 4:19 se nos dice que «nosotros amamos porque él nos amó primero». Nuestro amor por Dios que produce obras es el resultado de considerar, primero, cómo hemos sido amados. El contexto más amplio de Hebreos 10:24 es un lugar maravilloso para comenzar a considerar cuánto hemos sido amados, puesto que está lleno de tan buenas noticias. ¿Qué podría hacer yo para animar a Phil a que ame más a Dios? Podría recordarle Hebreos 10:14, «porque por una ofrenda él ha hecho perfectos para siempre a los que son santificados», o quizás Hebreos 10:17, «y nunca más me acordaré de sus pecados e iniquidades». A medida que empapo mi alma en la verdad de que he sido «hecha perfecta para siempre» en Cristo y de que el Señor ha olvidado todos mis «pecados e iniquidades», mi propio corazón estallará en llamas y ese calor inevitablemente se transmitirá a Phil. «Hemos sido tan amados; hemos sido completamente perdonados; a sus ojos somos perfectos». Éstas son las palabras que llenarán el corazón de Phil con amor por Dios y por el prójimo. Entonces, al estar completamente descansados y satisfechos en su amor y su perdón, seremos liberados para mirar hacia afuera, más allá de nosotros mismos, lejos de nuestros esfuerzos de ganar nuestros méritos o de mantener un marcador, sabiendo que se nos han dado todas las cosas en Cristo Jesús nuestro Señor (1Co 3:21). Será en ese momento que nuestros corazones estarán preparados para ver lo que nuestros prójimos necesitan y que estaremos dispuestos a buscar satisfacer esas necesidades desde la abundancia que Dios ha derramado generosamente sobre nuestras inmerecedoras almas. El perfecto ejemplo de «amor y buenas obras» de Jesús mana de un corazón que respondió constantemente, «He aquí, Yo he venido para hacer tu voluntad» (Heb 10:5-9). ¿Cuál era esa voluntad a la que él continuamente le decía que sí? Era nada menos que la ofrenda de su cuerpo y su sangre ofrecida una vez y para siempre para nuestra santificación (v.10). ¿Tenemos alguna conmovedora buena noticia para nuestros cónyuges? Sí, por supuesto. Pero no son sólo las buenas nuevas del ejemplo de Cristo, al dar su vida voluntariamente por nosotros. Las buenas noticias son mucho más grandes que su ejemplo. Son que Phil, ya sea que corte el pasto del vecino o no, posee los antecedentes justos de Cristo ahora mismo —una justicia que Jesús ganó al vivir más de tres décadas amando siempre a Dios y a su prójimo, diciendo siempre que sí a su voluntad—. En todos esos años escondidos en Nazaret, en todo su tiempo de ministerio público, él cumplió la ley de amor por nosotros, en nuestro lugar. Y debido a la resurrección, Phil y yo podemos tener la certeza de que somos completamente justificados ante nuestro Padre Celestial (Ro 4:25). Tenemos buenas noticias. Los antecedentes de obediencia de Cristo son nuestros y han sido imputados en nosotros sólo por fe: como si nunca hubiésemos pecado; como si siempre hubiésemos obedecido. Cuando vivimos a la luz de esas maravillosas verdades es que nuestros corazones estallarán en llamas y seremos estimulados a amar a nuestros prójimos y a servirlos con buenas obras.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección.
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El sentido de la modestia en el vestir
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El sentido de la modestia en el vestir

Vivo en California del Sur. Casi es verano y aparece un conocido problema: la falta de modestia al vestirnos. Hebreos 4:15 nos dice que nuestro Salvador fue tentado “en todo” al igual que nosotros, pero sin haber pecado. ¿Querrá esto decir que Jesús fue tentado a ser poco modesto, pero no pecó?

Permíteme explicar a qué me refiero con “modestia”. En el caso de los cristianos, es simplemente negarse a presumir de algo, por amor a Dios y a nuestro prójimo. Jesús se rehusó a hacer alarde de su poder. Cuando Satanás lo tentó, él se negó a presumir de su capacidad para convertir piedras en pan o para tirarse desde una torre alta (Mt 4:1-11). Cuando sus acusadores lo atacaron, “ni siquiera abrió su boca” (Is 53:7). Cuando enfrentó la humillación y el insoportable dolor de la cruz, se abstuvo de rogarle a su Padre que le enviara una multitud de ángeles, que estaban esperando para librarlo (Mt 25:53). Jesús no se jactó de su poder ni de su autoridad porque él amaba a su prójimo: la novia, la iglesia.   Por otro lado, la falta de modestia fluye de corazones jactanciosos. Quizás hemos entrenado duro en el gimnasio o hemos comprado un par de jeans caros; tal vez, queremos probar cuán libres somos para vestirnos de la forma que queremos sin importar cuán insinuante sea. Cuando nos jactamos, estamos fallando en el amor a nuestros hermanos y hermanas que podrían ser tentados a desear, a codiciar o a imitar un pecado. La presunción es un fruto del orgullo y del amor al yo. La falta de modestia demuestra una fría indiferencia con respecto a la iglesia. Sin embargo, la belleza del evangelio consiste en que, mientras nos convence de que somos, de alguna forma, jactanciosos indiferentes, también nos asegura que somos amados y que ya no necesitamos presumir más para obtener la aprobación de otros. ¡El historial de nuestro Redentor Modesto es nuestro!: nuestra identidad no se encuentra en la aprobación, en la envidia o en desear a otros, sino que en la vida, muerte y resurrección de Cristo. Él nos amó y rehusó jactarse de lo que él es para que así podamos pertenecerle. Podemos ser liberados de nuestra necesidad de demostrar que tenemos un buen cuerpo o un buen guardarropa, ¡porque hemos sido colmados de su amor!  Sin duda, es posible que, en esta cultura promiscua, mujeres (y hombres) necesiten orientación sobre cómo vestirse modestamente, y no hay nada malo con hacerlo. Es sólo que el poder transformador que cambia a un jactancioso para que sea un siervo no viene de reglas sobre camisas o faldas; más bien, viene al recordar el evangelio y al buscar mostrar a Jesús.
Este recurso fue publicado originalmente en Revive Our Hearts. |Traducción: María José Ojeda
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Las jóvenes, la idolatría y el poder del evangelio
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Las jóvenes, la idolatría y el poder del evangelio

Todos somos adoradores empedernidos —simplemente, lo hacemos sin pensar—. Puesto que Dios nos creó para adorarlo a Él, hacerlo es parte de nuestra naturaleza y nos causa un enorme placer tanto a Él como a nosotros (Salmo 16:11; 149:4). El mundo está lleno de adoradores, y algunos de ellos realmente adoran a Dios. Sin embargo, la verdad es que la mayoría de nosotros adoramos ídolos.

Es fácil identificar los ídolos que existen fuera de nosotros —como las estatuas de Buda, los automóviles veloces o las casas hermosas—. Sin embargo, identificar los ídolos que residen en nuestro interior es un poco más complicado. Estos ídolos de nuestros corazones son los deseos, ideales o expectativas que adoramos, servimos, y anhelamos. Santiago 1 nos dice que estos deseos nos motivan a pecar, y en Santiago 4 vemos que nuestros deseos son la causa de los conflictos que hay en nuestras vidas. Nuestros deseos idólatras nos atraen hacia el pecado para que obtengamos lo que creemos que necesitamos para ser felices. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres por igual, todos somos guiados por nuestros deseos profundos —nuestros ídolos—. Puesto que las mujeres han sido creadas con una vocación relacional específica —ser una ayuda para sus esposos (Génesis 2:18)—, es muy fácil que ellas idolatren y vivan para las relaciones con los hombres; que miren a los hombres como la fuente de su identidad y propósito. Muchas mujeres jóvenes, en particular, son tentadas a sentir que sólo valen si están en una relación con un hombre. Esta propensión a convertir a los hombres en ídolos se ve fácilmente en la vida familiar. ¿Cuántos conflictos han surgido porque los padres han restringido el contacto entre su hija y un chico sin el cual ella piensa que no puede vivir? Con frecuencia, la ropa que las chicas usan, las personas con quienes andan y las vías de comunicación que adoptan están intrínsecamente ligadas a la obtención o retención de la atención y la aprobación de los chicos. Aunque pretendan ser cristianas fieles, el dios que nuestras hijas adoran en la práctica es la popularidad entre ciertos chicos. Por supuesto, el evangelio le ofrece a una mujer joven el antídoto máximo contra la adoración de la aceptación y la aprobación de cualquier ser humano. El antídoto es adorar a Aquel para cuya adoración fue creada: Jesucristo. Él, el hombre-Dios, puede llegar a darle identidad a medida que ella lo escucha llamándola a venir, adorarle y encontrar su vida en Él en lugar de hallarla en cualquier otro hombre (Colosenses 3:4). Él le da la bienvenida y le asegura que, aunque sea idólatra, también es amada y cálidamente recibida por el único Hombre cuya opinión realmente importa. No necesita aferrarse a ningún otro más que a Él porque en Él ella encuentra todo lo que necesita (Filipenses 4:19). Él es su Novio. Ella está vestida de su justicia (2 Corintios 5:21). Está completa en Él (Colosenses 2:10). Las jóvenes, al igual que el resto de nosotros, fueron creadas para adorar. El canto de sirenas del mundo las tienta a pensar que encontrarán la satisfacción en la belleza externa, la popularidad, y el chico ideal, pero eso nunca ocurre —no importando cuánto vaya ella en pos de esos dioses y aun si se casa con el hombre perfecto—. Al igual que el resto de nosotros, ella jamás estará satisfecha con adorar y servir a la creación porque hay un Creador que ya ha reclamado su lugar como Esposo. Él no sólo se merece nuestra adoración, sino que es el único lo suficientemente grande como para cautivar nuestros corazones y convertir nuestra vana idolatría —nuestro correr tras el viento— en una adoración gozosa. Nuestras jóvenes necesitan ser deslumbradas por la belleza de su Rey Redentor. Necesitan una y otra vez oír su historia, su belleza, su amor y sus excelencias para que las imágenes que se sienten tentadas a adorar palidezcan en comparación. Las hijas pueden empezar a aprender cómo identificar los ídolos de sus propias vidas cuando los padres y líderes admiten y confiesan transparentemente su propia lucha contra la idolatría. Cuando un papá confiesa que anhela un ascenso laboral más de lo que debería (y que se enfada cuando lo vuelven a pasar por alto) o una mamá admite que es adicta al ejercicio excesivo para sentirse satisfecha con su apariencia, una hija puede sentirse en libertad de admitir que está esclavizada a las opiniones de los chicos. Una joven que no se siente sola en esta lucha por dedicarse exclusivamente a Dios admitirá su idolatría con mayor libertad y escuchará con mayor atención cuando sus padres hablen desde corazones empapados de humildad. Y, por supuesto, los padres también pueden ayudar a sus hijas orando para que el Espíritu Santo haga que Jesús sea más hermoso que cualquier otro. ¿Hace cuánto que el corazón de tu hija se empapó en la verdad evangélica de este gran Ser que se entregó por ella para darle la libertad de adorarlo y de descansar en su amor acogedor? El antídoto contra la adoración idólatra no se encuentra en reglas que prohíben la idolatría. Las reglas no deslumbran ni cautivan. No pueden generar adoración. No tienen el poder suficiente como para transformar. ¿Cuál es, entonces, el antídoto? Es la gloria del Señor que se observa en el rostro de Jesucristo. «Pero todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria» (2 Corintios 3:18; ver también 4:6).
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: Cristian Morán
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¿Cómo se practica la paternidad cristiana?
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¿Cómo se practica la paternidad cristiana?

Ali estaba teniendo una noche difícil. Ya la habían disciplinado una vez por darle una bofetada a uno de los hijos del pastor, y acababa de hacerlo de nuevo, esta vez a su hermano. Su madre se sentía humillada y frustrada. Ali estaba enojada, avergonzada y desesperada mientras esperaba las consecuencias sentada en su cuarto.

Cuando su madre fue a hablar con ella, Ali dijo entre sollozos: «No merezco estar afuera con mis amigos». ¿Qué le habrías contestado? Prácticamente todos los padres del planeta han tenido una conversación con sus hijos sobre lo impropio de golpear a otros. La pregunta que los padres cristianos enfrentan no es «¿Debería corregir esta conducta?»sino «¿Cómo el evangelio moldea la forma en que corrijo a mis hijos?»Quizás una pregunta más aguda sería «¿En qué se diferencia mi paternidad de la de mis vecinos mormones que viven al final de la calle?» En el Nuevo Testamento, en uno de los únicos dos mandatos que hablan directamente de la paternidad, Pablo escribe: «Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en la disciplina e instrucción del Señor»(Efesios 6:4). Se han escrito libros enteros sobre este versículo: cómo los padres pueden evitar provocar a sus hijos y cómo debería ser la disciplina y la instrucción. Sin embargo, en todo nuestro análisis del versículo, quizás hemos pasado por alto la frase más importante: «del Señor». Esta frase habría escandalizado a los primeros lectores de Pablo porque los padres efesios criaban a sus hijos en la disciplina e instrucción de los filósofos griegos. A los padres cristianos, Pablo nos dice que debemos criar a nuestros hijos en la disciplina e instrucción del Señor. ¿En qué consiste eso? En primer lugar, la paternidad «del Señor» depende de la gracia. Puesto que «la salvación es del Señor»(Jonás 2:9), sabemos que somos incapaces de transformar los corazones de nuestros hijos o hacerlos creer. Por lo tanto, en lugar de inquietarnos, manipular, preocuparnos, y exigir, los padres cristianos podemos descansar en la gracia de Dios, disfrutar de nuestros hijos, y renunciar a tratar de hacer lo que sólo el Espíritu puede hacer. La paternidad cristiana, además, es transparente. Como cristianos, sabemos que somos pecadores. Cuando se trata de rectitud ante Dios, no somos superiores a nadie, ni siquiera nuestros hijos. Nunca deberíamos preguntarnos «¿Por qué mi hijo hace eso?». Sabemos la respuesta: él o ella es hijo(a) de pecadores. El evangelio nos dice que no estamos luchando contra nuestros hijos sino más bien al lado de ellos; estamos combatiendo el pecado juntos. No somos nosotros contra ellos sino padres e hijos contra el pecado y la incredulidad. Los padres cristianos conocen la verdadera función de la ley de Dios en las vidas de sus hijos. La ley de Dios les hace conocer su necesidad de Cristo, enseña a los niños creyentes cómo responder a la gracia que han recibido, y les hace ser verdaderamente agradecidos de que Jesús la haya cumplido a la perfección. Sin embargo, no los hace buenos. En verdad, no puede hacerlos buenos, y debemos dejar de esperar que lo haga. Sólo la justicia de Cristo puede ganarse la bendita declaración: «Eres bueno». Si nuestra paternidad es verdaderamente cristiana, ligada tanto a los indicativos como a los imperativos de la Palabra de Dios, entonces tendremos que orar. Tendremos que orar porque necesitaremos ayuda para conectar el evangelio con las vidas diarias de nuestros hijos. Ninguno de nosotros lo hace bien. Los padres cristianos debemos huir del moralismo y la manipulación hacia la sangre y la justicia de nadie más que Cristo. Tenemos que entregarles el evangelio, con gracia pero persistentemente, para que sepan que hay un Dios que es tan bueno como dice ser. Ámalos, disciplínalos, y háblales de Jesús. Y ahora, de regreso a nuestra escena inicial. Ali acababa de declarar: «No merezco estar con mis amigos». ¿Cómo el evangelio transformaría la respuesta de su mamá? Aunque su mamá no estaba pensando en el evangelio ni quería usar parte de su tiempo con ella para corregirla o hablarle de Jesús, el Señor usó las palabras de Ali para ablandar su corazón.  «Tienes razón, Ali. No mereces estar con tus amigos. Pero yo tampoco. He estado enfadada y desconcertada. Tampoco merezco los buenos regalos de Dios. Sin embargo, Dios es tan bondadoso que no nos da lo que merecemos. En vez de eso, nos trata con misericordia. ¿Sabes qué es la misericordia, mi pequeña?»Ali negó con la cabeza. «La misericordia es cuando Dios te da algo bueno mientras que deberías ser castigada. Y la gracia es cuando Dios sencillamente te colma de todo lo bueno que jamás podrás ganarte siendo lo suficientemente buena. Dios puede brindarnos gracia porque su Hijo nunca abofeteó a nadie. Puede ser misericordioso con nosotros porque su Hijo fue abofeteado en nuestro lugar. Jesús abrió el camino para que tú y yo experimentáramos la misericordia de Dios en vez de su juicio. ¿Verdad que es bueno?» «Me estás haciendo llorar», susurró Ali entre lágrimas. «Sí, la misericordia de Dios me estáhaciendo llorar a mí también», contestósu mamá. «Oremos juntas para que el Señor nos ayude a ambas a recordar su gracia esta noche». Después de la disciplina y la oración, Ali abrazó a su mamá y dijo: «Mami, ahora sé que Dios realmente me ama». La paternidad cristiana no es un nuevo método. Es compartir el evangelio que tú ya conoces.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: Cristian Morán