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Galatas 1
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Galatas 1

Pablo, apóstol (no de parte de hombres ni mediante hombre alguno, sino por medio de Jesucristo y de Dios el Padre que le resucitó de entre los muertos) . . . : A las iglesias de Galacia. (Gálatas 1:1-2) «Si te parece irracional dejar la salud de tu cuerpo en manos de médicos falsos, ¿por qué habrías de dejar la salud de tu alma en manos de quienes no conocen ni poseen la medicina que ella requiere?» Así han enfatizado algunos la importancia de que los maestros cristianos estudien dedicadamente la Palabra de Dios, y a eso podríamos añadir que, sin verdaderamente conocerla, en realidad no tendrían autoridad alguna para estar al cuidado de las almas. Al iniciar esta serie de devocionales basados en la carta de Pablo a los Gálatas, es importante meditar en el origen del mensaje predicado por el apóstol. Luego de que éste abandonara la región (tras dar a conocer el evangelio), hubo quienes cuestionaron su mensaje, y como una forma de sembrar más dudas, cuestionaron incluso al mensajero («¿Quién es Pablo, al fin y al cabo?»). Pablo responde con una enérgica carta en donde comienza estableciendo por qué su predicación exige ser escuchada (a diferencia del mensaje de sus oponentes que —siguiendo nuestra analogía inicial— eran como «médicos fraudulentos»). ¿Por qué Pablo tenía autoridad para predicar? No la tenía por estar convencido; tampoco por ser sincero; y ni siquiera porque lo hubiese contactado algún otro de los apóstoles. Pablo tampoco se había autodesignado, sino que había sido llamado por Cristo, quien tiempo atrás lo había comisionado en persona (tal como, alguna vez, lo hiciera con los doce). El apóstol que escribe esta carta, entonces, escribía en nombre de Cristo («y de Dios el Padre que le resucitó de entre los muertos» — 1:1). ¿Qué implica esto hoy —considerando que ya no existen esos apóstoles «con mayúscula», designados personalmente por Cristo—? ¿Cómo podemos asegurarnos de creer en el evangelio que ellos predicaron? Dios tomó la precaución de que su Palabra fuese puesta por escrito y, así, darnos acceso al mensaje autentificado por Cristo. Actualmente, quienes reclaman tener autoridad apostólica son muchos, pero sólo podrán exhibirla aquellos que, predicando fielmente la Escritura, demuestren estar en línea con los voceros que Cristo designó. Sólo a ellos debemos atender, y por medio de ellos, prestaremos oído al Señor.
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Galatas 2

No es que haya otro evangelio, sino que ciertos individuos . . . quieren tergiversar el evangelio de Cristo. (Gálatas 1:7) ¿Cuántos hay que, si recibieran la visita de un ángel encargándoles comunicar un mensaje nunca antes predicado, estarían incluso dispuestos a fundar una nueva iglesia dedicada a ello? No son pocos los que, basados en «revelaciones», han optado por esa clase de camino. «Tuve una visión», han dicho, y sobre esa base, han esperado cerrar la discusión implicando que todo cuestionamiento debe retroceder para dar paso a la verdad urgente que, hasta ahora, jamás había sido revelada. Pablo, sin embargo, rechaza específicamente estas acciones al decirnos que ni siquiera los candidatos más grandes a captar nuestra atención (los ángeles) tienen derecho a pervertir el único evangelio. Ciertos maestros estaban enseñando que, además de creer en Cristo, era necesario cumplir personalmente la ley, y lo que Pablo hace es llamar a ese desvío por su nombre. Cualquier vía que se aleje de la gracia ofrecida a nosotros por los méritos exclusivos de Cristo es un camino falso. Cristo, el único calificado, hizo todo lo necesario en nuestro lugar, y es esa suficiencia la que hace que el evangelio sea «evangelio» (buenas noticias). Añadirle es disminuirlo (irónicamente), disminuirlo es perderlo, y perderlo es condenarse. Tenemos, sin embargo, la tendencia a intentar «mejorarlo». Añadirle nuestras propias obras, o presentarlo con retoques que lo hagan más «digerible». Mejorarlo, no obstante, es una utopía, y siendo brutalmente honestos, es una pretensión orgullosa: ¿Podemos, acaso, afinar las ideas de un Dios perfecto? Pablo, con inusitada seriedad, nos advierte enfáticamente que una osadía como esa no quedará sin castigo, y aun él, siendo un apóstol de Cristo, se incluye en la advertencia («si aun nosotros» — 1:8). ¿Qué nos muestra esto? Que no era su honra la que estaba en juego sino la salvación de la humanidad. ¿Hasta qué punto hemos comprendido su amonestación? La advertencia está dirigida a quienes predican, pero en última instancia, debería también alertar a quienes creen o inventan para sí mismos versiones personalizadas del evangelio. «Creo en Dios, pero a mi manera» no es una buena señal. Tampoco suelen terminar bien las frases que comienzan diciendo: «Me gusta pensar en Dios como…» En los días que vienen, revisa «tu» evangelio. Gálatas se convertirá en la guía que necesitas, así que pon atención: NADA es más urgente.
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Galatas 3

Quiero que sepáis, hermanos, que el evangelio que fue anunciado por mí no es según el hombre. Pues ni lo recibí de hombre, ni me fue enseñado, sino que lo recibí por medio de una revelación de Jesucristo. (Gálatas 1:11-12) «Imagina que no hay un cielo . . . ni un infierno . . . Es fácil si lo intentas». Así cantó John Lennon, y tenía razón en decir que es fácil. La mente humana es capaz de imaginar toda clase de cosas, y ciertamente son muchos los que, así como Lennon, han imaginado mundos ajustados a sus fantasías individuales. Tanto nos fascina visualizar otros mundos que estamos incluso dispuestos a pagar por ello, y como lo atestiguan el cine y la literatura, hay, a su vez, quienes se ganan la vida vendiendo las ilusiones que otros disfrutan. Pablo, en un sentido, fue acusado de explotar esta misma veta. Para muchos, el evangelio que predicaba hacía las cosas demasiado fáciles, y por lo tanto, queriendo desacreditarlo, aparentemente lo acusaron de predicar lo que los paganos querían oír —en buenas cuentas, un evangelio que le hiciera popular—. El apóstol se defiende de esto (o más bien defiende al evangelio), y su enfática afirmación es que no está predicando una invención humana. Previamente ha pronunciado una maldición que caería incluso sobre sí mismo en caso de predicar un evangelio falso, y luego ha insinuado que, si quisiera ganarse el favor de los hombres, ser siervo de Cristo no le ayudaría —lo que esto le generaba era, más bien, problemas—. Así que Pablo, a continuación, añade una aclaración sobre el origen de su mensaje, y lo impactante es que no sólo niega haber sido instruido por humanos, sino que pone a Cristo en persona como su instructor particular: «lo recibí por medio de una revelación de Jesucristo» (1:12). No es con liviandad, sin embargo, que Pablo se atribuye credenciales como estas. No es una licencia que se da para tomar decisiones sobre el contenido del mensaje: él es siervo de una verdad inalterable, y es por esta causa que reacciona con vehemencia. Hoy en día, la seriedad con que Pablo consideraba el origen de su mensaje debería asegurarnos que él no estaba dispuesto a permitirse imprecisiones. ¿Somos nosotros igual de cuidadosos? ¿Estamos conscientes de que concebir mal el evangelio es entrar en conflicto con su autor divino, y así, anular su propósito —ponernos en buena relación con Él—? No podemos malentender esto. Si nuestro objetivo es agradarlo a Él, el criterio para definir el evangelio no puede ser «lo que a mí me gusta» sino el camino que Él ha revelado. Estudiemos bien el evangelio, y asegurémonos de comunicarlo con exactitud.
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Galatas 4

Vosotros habéis oído acerca de mi antigua manera de vivir en el judaísmo, de cuán desmedidamente perseguía yo a la iglesia de Dios y trataba de destruirla, y cómo yo aventajaba en el judaísmo a muchos de mis compatriotas contemporáneos… (Gálatas 1:13-14) Una consecuencia de conocer bien a las personas es que, con el tiempo, no sólo puedes predecirlas sino también descubrir cuándo algo les ha sucedido: un colega puntual que llega tarde, una amiga parlanchina que hoy apenas habla o ese pariente gourmet que dejó un exquisito plato a medio terminar. Pablo, escribiendo a los gálatas, apela justamente a esta intuición con que analizamos las conductas de quienes conocemos. En su vida había ocurrido un cambio radical, pero en lugar de interpretarlo a la luz de los hechos, ciertas personas estaban atribuyendo su giro a razones que no concordaban con la realidad. «Pablo mismo inventó su nuevo mensaje», parecían decir. ¿Era lógico, no obstante, concluir eso? El apóstol pensaba lo contrario. ¿Cómo podría, con la vida que antes llevaba, haber llegado naturalmente a esto sin un hecho dramático que diera cuenta de su cambio? ¡«Ustedes ya están enterados de mi antigua conducta»! (1:13) ¿Cómo podía atribuírsele esta clase de vuelco? Anteriormente había intentado destruir la iglesia: ¿Era natural que ahora estuviese dispuesto a sufrir por ella? Antes había sido un judío modelo: ¿Era lógico que optase por un estilo de vida que afectaría su reputación? ¿Habría desechado una religiosidad en que sobresalía a menos que algo más grande lo hubiese sacado de ese camino para mostrarle uno superior? «No me atribuyan esto a mí», parece decir, «porque, si de mí hubiese dependido, aún estaría persiguiendo a los cristianos e intentando ganarme el favor de Dios con mis obras: Eso, según yo, era lo que había que hacer». Pablo refuerza, con esto, que el evangelio no es invención suya, pero sugiere, de paso, que el mensaje de Cristo es capaz de generar en nosotros impulsos contrarios a nuestro instinto natural. ¿No somos todos, por naturaleza, enemigos de Dios —activa o pasivamente—? (Ver Lucas 11:23) ¿No es verdad que, instintivamente, albergamos la esperanza de que Dios nos apruebe por nuestras «buenas acciones»? ¡El inmenso poder de Dios cambió incluso a un hombre tan difícil como Pablo! ¿No es esa una excelente noticia? Dale gracias si ya está trabajando en tu vida, y si aún dudas de que lo haya hecho, no dejes de pedirle que lo haga: ni el más grande pecador está fuera de su alcance.
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Gálatas 5
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Gálatas 5

cuando Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar a su Hijo en mí para que yo le anunciara entre los gentiles, no consulté enseguida con carne y sangre (Gálatas 1:15-16) «¿Dónde estaba usted la noche en que la víctima fue asesinada?» Así es como retratan, muchas veces, el comienzo de un interrogatorio destinado a chequear la coartada de un presunto implicado en un crimen. La idea es establecer una cronología que permita dilucidar si su participación en los hechos es o no descartable. Pablo, al llegar a este punto, decide personalmente utilizar el recurso de la cronología como una forma de defender su mensaje ante los ataques de quienes han cuestionado su origen. Han sugerido que sólo se trata de una doctrina humana, y el apóstol, en respuesta, muestra que el desarrollo de los hechos de su vida excluye esta posibilidad. Anteriormente, ha hecho entender que su vida pasada no habría desembocado naturalmente en esto, y ahora, junto con atribuir esta obra a la acción de Dios, descarta todo contacto con agentes humanos. «Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar a su Hijo en mí para que yo le anunciara entre los gentiles» (1:15-16). No era Pablo quien había tomado la iniciativa —pues ni siquiera había nacido—, sino que Dios, por su gracia —y no los méritos de Pablo—, había hecho una obra interior en él dándole a conocer a Cristo. El apóstol ofrece luego un detalle de los eventos que siguieron a su conversión, y no sólo descarta el contacto con personas en general, sino que muestra, asimismo, cuán escaso fue su trato con los demás apóstoles: apenas un encuentro con Pedro, y esto, tres años después y por espacio de tan sólo dos semanas. Excluye, por tanto, que su mensaje hubiese sido moldeado por otros, o que él, de haberlo recibido, lo hubiese transmitido con alteraciones. En el relato de su elección y llamado para convertirse en apóstol, Pablo usa términos que lo ponen en una misma línea con profetas como Jeremías (Jer 1:5) o incluso el «siervo» presentado en Isaías (Is 49:1, 5): «Me apartó desde el vientre de mi madre». Esta continuidad nos asegura que la actividad de Dios se extiende a través de las eras, y al mismo tiempo, que nuestra incorporación a ese plan es fruto de una decisión y una intervención completamente suya: Él nos aparta, y Él revela a Cristo en nosotros («tuvo a bien revelar a su Hijo en mí»). ¡Demos gracias a Dios porque su plan continúa en nuestros días, y alegrémonos contemplando una evidencia de su actuar en nuestro propio conocimiento de su Hijo!
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Gálatas 6
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Gálatas 6

todavía no era conocido en persona en las iglesias de Judea que eran en Cristo; sino que sólo oían decir: El que en otro tiempo nos perseguía, ahora predica la fe que en un tiempo quería destruir. Y glorificaban a Dios por causa de mí. (Gálatas 1:22-24)

Probablemente lo más irónico en la muerte de Gaudí, arquitecto de la famosa Sagrada Familia en Barcelona, fue el hecho de que, tras ser atropellado por un tranvía, no recibió atención médica oportuna ya que su aspecto descuidado le hizo pasar por un mendigo. Su nombre era asociado a una obra admirable, pero su rostro, por el contrario, no gozaba de la misma fama. Al llegar al final del primer capítulo de Gálatas, Pablo nos cuenta que —como en el ejemplo anterior— su persona no era tan conocida como los hechos asociados a su vida. Hasta aquí ha señalado que casi no había tenido contacto con Jerusalén, y una muestra de ello era que los creyentes de la región no le conocían en persona. Lo que conocían bien, sin embargo, era el gran cambio que había vivido. Habiendo sido nada menos que una amenaza mortal para la iglesia, se había convertido en un promotor y defensor de la fe que la hacía vivir. ¿Cómo había sucedido esto? Dios era el responsable. No era Pablo (como él mismo lo ha dicho) quien había decidido cambiar, sino que Dios, soberanamente, había convertido su corazón y lo había comisionado para ser apóstol —¡nada menos!—. ¿Puedes imaginar el impacto que causó esta noticia en los creyentes de la época? Un día huyen de Pablo como quien escapa de un tigre, y repentinamente, no oyéndose más rugidos furiosos, se dan vuelta para encontrarse únicamente con un tierno gatito que ronronea. Indudablemente deben de haber suspirado aliviados, pero la noticia no se reducía a que ahora dormirían más tranquilos. No. Que Pablo hubiese muerto habría causado el mismo efecto, pero la noticia era más grande justamente porque, a diferencia de la muerte, su conversión daba también una señal clara y fuerte del inmenso poder que Dios ejercía por medio del evangelio. ¡Tenían grandes razones para estar alegres! No sólo habían vuelto a comprobar que Dios tenía el control de todo, sino que el evangelio, ese mensaje por el cual sufrían, estaba demostrando que no podía ser detenido. ¡Alegrémonos, por tanto, nosotros también! ¿No son nuestras vidas un testimonio de que Dios es poderoso? ¿No somos, acaso, como trofeos que exhiben su gloria? Cierto, todavía debemos cambiar mucho, pero recuerda que aun tu más pequeño anhelo de ser mejor para Él es sólo obra de sus manos y una muestra de su trabajo perseverante.

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Galatas 7

Subí por causa de una revelación y les presenté el evangelio que predico entre los gentiles, pero lo hice en privado a los que tenían alta reputación, para cerciorarme de que no corría ni había corrido en vano. (Gálatas 2:2) «El jefe quiere hablar contigo». ¿Has tenido alguna vez la ocasión de escuchar esa frase? Me atrevería a decir que, cuando alguien la pronuncia, genera casi invariablemente un grado no menor de inquietud. El subalterno aludido se hace preguntas, y quienes están alrededor empiezan a pensar: «Algo malo hizo». Pablo, por lo que logramos entrever en su carta, fue víctima de comentarios como este último por parte de aquellos que querían desprestigiarlo. Tiempo atrás había viajado a Jerusalén para reunirse con los líderes de la iglesia en esa ciudad, y valiéndose de eso, ahora sus detractores insinuaban que había sido llamado para rendir cuentas como quien va ante un superior. El apóstol descarta esto desde el comienzo: «Subí por causa de una revelación». Es como si dijera: «Si alguien cree que fui a Jerusalén en obediencia a los líderes de dicha iglesia, está equivocado. Mi único jefe es Dios, y sólo subí porque Él me reveló que era necesario». Y así exactamente era. El apóstol se reunió con los líderes, pero aquí ni siquiera los menciona atribuyéndoles títulos, sino aludiendo, más bien, a la percepción que se tenía de ellos en la congregación local. Pablo, a continuación, establece el objeto final de la reunión, y es importante comprender, una vez más, que su idea no era rendir cuentas ni conseguir algún tipo de autorización. Su preocupación era cuidar el progreso del evangelio, y para ello, debía asegurarse de que la iglesia en Jerusalén (considerada especialmente prominente por algunos) no fuese a dar algún paso que destruyera el trabajo de Pablo entre los gentiles. Era importante, de este modo, que todos estuviesen en sintonía: los enemigos del evangelio estarían atentos para sacar partido aun de la menor vacilación. Pablo, de esta manera, da claras muestras de que su preocupación principal era agradar a Dios (quien lo había enviado a Jerusalén) y hacer lo que estuviese a su alcance para cuidar y facilitar el avance del evangelio. Cada gesto o palabra debía considerar esta prioridad. ¿Es diferente hoy en día? ¿Estamos exentos de esta responsabilidad? Debemos reconocer que no. Es evidente que ciertas cosas han cambiado (Pablo ya demostró que, por fe en Cristo, tanto los judíos como los gentiles tienen igual acceso a la salvación), pero necesitamos entender que, tal como en el primer siglo, lo que hacemos o decimos tiene un impacto. Es Dios quien garantiza la eficacia del evangelio, pero en el plano humano Él difunde su mensaje por medio de sus instrumentos que somos nosotros. ¿Estamos siendo instrumentos útiles? ¿Estamos haciendo fácil la propagación de su evangelio? En este día, tomemos un momento para meditar en qué cosas podríamos hacer mejor, y qué ajustes, con la gracia de Dios, haremos para permitir que las buenas noticias lleguen a más personas.
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Galatas 8
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Galatas 8

Pero ni aun Tito, que estaba conmigo, fue obligado a circuncidarse, aunque era griego. Y esto fue por causa de los falsos hermanos . . . que se habían infiltrado para espiar la libertad que tenemos en Cristo Jesús, a fin de someternos a esclavitud, a los cuales ni un momento cedimos . . . a fin de que la verdad del evangelio permanezca con vosotros. (Gálatas 2:3-5) Hasta aquí sólo hemos hecho una alusión general a la oposición que Pablo enfrentó, pero antes de avanzar es necesario aclarar en qué consistió. A medida que más y más gentiles creyeron las buenas noticias de la salvación por fe en Jesucristo, ciertos judíos cristianos levantaron la voz para exigir que dichos gentiles no fuesen considerados parte del pueblo de Dios sin antes circuncidarse. Una parte de estos judíos acabaría por comprender que Dios también había obrado en los gentiles (Hechos 11:1-18), pero quienes no lo hicieron se convirtieron en activos opositores a la misión que estaba llevando el evangelio al resto de las naciones. Es a ellos (conocidos como «judaizantes») que Pablo debe enfrentar y ante quienes decide tomar medidas. Ellos continuaban ejerciendo presión sobre el liderazgo de Jerusalén, y el apóstol, determinado a defender el evangelio, utiliza su visita a dicha ciudad para enviarles una fuerte señal: Cero concesiones. Tito, que acompañaba a Pablo y era un cristiano griego, estaba naturalmente en la mira de quienes promovían la circuncisión. Pablo, a ojos de ellos, habría recibido una gran lección si Tito hubiese sido obligado a circuncidarse, pero en lugar de eso, el apóstol pudo decir triunfalmente: «ni aun Tito, que estaba conmigo, fue obligado a circuncidarse». Es importante que consideremos la actitud de Pablo. En la sección de ayer nos fijamos en su compromiso con el progreso del evangelio, pero hoy observamos el celo con que lo defendió de quienes intentaron hacerle ajustes. ¿Cuál fue su respuesta? «...ni un momento cedimos . . . a fin de que la verdad del evangelio permanezca con vosotros». No era, por tanto, una cuestión menor. Lo grandioso del evangelio es que Dios sólo nos pide descansar en los méritos de Jesucristo para ser salvos, pero, al añadir requisitos, los «falsos hermanos» estaban destruyendo la libertad proclamada gracias a la obra exclusiva de nuestro Señor. ¿Cuál es nuestra propia actitud ante estas amenazas? ¿Estamos permitiendo que el evangelio sea destrozado únicamente porque, en nuestra cobardía, preferimos evitar conflictos que, tratándose del evangelio, debemos estar dispuestos a enfrentar? Con ciertas variaciones, en cada época han existido personas que han convertido la salvación en una cuestión de seguir reglas. ¿Cómo responderemos ante ellas? ¿Está nuestra pasividad convirtiéndonos en cómplices y responsables de que «la verdad del evangelio» desaparezca? Dios no permita que eso suceda. Armémonos de valor y protejamos con energía la preciosa libertad que Jesucristo compró para nosotros con su sangre.

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Galatas 9

Lo que eran, nada me importa; Dios no hace acepción de personas. (Gálatas 2:6) Es innegable que, a menudo, nuestra relación con las demás personas refleja una tendencia a clasificarlas asignando más valor a unas que a otras. Esto puede suceder en el hogar, puede suceder en el trabajo, y —para nuestra mayor vergüenza— también puede suceder en la iglesia. Ciertas personas reciben un trato más deferente que otras, y esto no sólo basado en sus características personales, sino muchas veces en la posición que ocupan. La iglesia del primer siglo no estuvo ajena a esto, y el texto de hoy revela cuál fue la respuesta de nuestro apóstol a dicha situación. Los «falsos hermanos» estaban insinuando que Pablo debía obediencia a los líderes de Jerusalén, pero él no sólo desestima esta idea, sino que va incluso más lejos: sugiere que, aun en el trabajo de la iglesia, «Dios no mira caras» (traducción más aproximada al original). Esto resulta sorprendente. Esperaríamos que Pablo dedicara una gran energía a establecer que él se encuentra al mismo nivel que el resto de los apóstoles, pero no sólo se abstiene de hacerlo, sino que llega incluso a insinuar que ser apóstol no confiere una dignidad superior a la de quienes sirven en otras posiciones. ¿Cómo es esto posible? ¿No eran los apóstoles, acaso, quienes habían estado con Jesús? ¿No eran ellos algo así como sus «sucesores»? Efectivamente habían estado con Jesús y recibido una misión especial, pero esto era muy diferente a decir que dicha misión les confería una dignidad mayor. Pablo desea combatir esta percepción, y con ese fin llega al extremo de evitar insistentemente la atribución de una autoridad especial a los líderes de la iglesia en Jerusalén. Se refiere a ellos como «los que tenían alta reputación» (v. 2), «aquellos que tenían reputación de ser algo» (v. 6) y «[los] que eran considerados como columnas» (v. 9). En otras palabras, es como si hubiese dicho: «Para el fin que yo buscaba, era irrelevante el título que tuviesen». El apóstol no buscaba ser validado, sino generar un frente unido en la lucha contra los enemigos del evangelio. Sin embargo, es evidente que la reflexión de Pablo («Dios no hace acepción de personas») tiene un alcance mucho más amplio: En la obra de Dios no hay caras más importantes que otras. ¿No es esto sorprendente —y quizás, para algunos, casi chocante—? No importan los cargos ni las trayectorias; no importa el origen ni la condición. Nosotros solemos dar importancia a esas cosas, pero para Dios no constituyen una escala de dignidad. ¡Qué animante debería ser esto, que ante Dios todos somos valiosos! Nos alienta, de un lado, pero también es cierto que nos desafía: ¿Somos nosotros un reflejo de Dios en esto? ¿Le damos un buen trato a cada miembro de la iglesia, o tratamos a algunos con más respeto que a otros? Al concluir esta lectura, detengámonos un momento para reflexionar y pedirle a Dios que erradique de nuestro corazón esos favoritismos indeseables. Dios nos da un ejemplo clarísimo, y nuestro deber inescapable es imitarlo con prontitud.
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Gálatas 10
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Gálatas 10

aquel que obró eficazmente para con Pedro en su apostolado a los de la circuncisión, también obró eficazmente para conmigo en mi apostolado a los gentiles. (Gálatas 2:8)

Si tuviéramos que resumir en una sola frase el resultado de las gestiones hechas por los enemigos de Pablo para desacreditarlo a él y a su mensaje, bastaría con recurrir al dicho «ir por lana y salir trasquilado»: No sólo fracasaron en sus intentos, sino que además terminaron expuestos bajo una luz negativa. Eran ellos quienes habían apelado a la autoridad de los líderes de Jerusalén: habían asignado la máxima importancia al veredicto de estos dirigentes. Los líderes, sin embargo, no tuvieron desacuerdo alguno con Pablo, y en consecuencia, quienes aparecieron como rebeldes fueron los detractores del apóstol: oponiéndose a él, se opusieron implícitamente a los líderes que pretendían respetar. El texto de hoy es relevante porque, además de describir la armonía que hubo entre Pablo y los demás apóstoles en medio de esta delicada situación, nos da una muestra de la importancia que se le reconoció a la evangelización de los no judíos. Se reconoció, de un lado, que Dios les había abierto la puerta de la salvación sin exigirles renunciar a su nacionalidad, pero se comprendió, además, que no serían miembros de menor categoría: entrarían en igualdad de condiciones. La prueba, en este punto, es la «dignidad» que se le reconoció al trabajo de Pablo: el apóstol estaba desempeñando un ministerio comparable al de Pedro, y esto era nada menos que por disposición de Dios: «…se me había encomendado el evangelio a los de la incircuncisión, así como Pedro lo había sido a los de la circuncisión». Había, por tanto, una designación que lo respaldaba, y no sólo eso, sino también una capacitación con que Dios había confirmado su vocación: «…aquel que obró eficazmente para con Pedro en su apostolado a los de la circuncisión, también obró eficazmente para conmigo en mi apostolado a los gentiles». Los líderes de Jerusalén habían entendido esto, y Pablo, consciente de ello, puede concluir diciendo: «al reconocer la gracia que se me había dado, Jacobo, Pedro y Juan, que eran considerados como columnas, nos dieron a mí y a Bernabé la diestra de compañerismo, para que nosotros fuéramos a los gentiles y ellos a los de la circuncisión». Meditar en esto debería movernos a la gratitud. Dios no sólo quiso abrir el evangelio a las naciones, sino que incluso dispuso de los medios necesarios para hacerlo llegar con eficacia. Hoy el mundo entero puede conocer a Cristo para ser salvo, y pensando en esto, es importante que nos hagamos la pregunta: ¿Estamos nosotros, al igual que Dios, interesados y activos en la proclamación del evangelio a toda la humanidad? ¿Estamos nosotros, como iglesia y como individuos, aprovechando cada recurso y ocasión que tenemos para hacer que el incansable trabajo de Pablo encuentre eco en nuestros días? No nos durmamos en la seguridad de nuestra salvación. Dios tuvo la gran misericordia de proveernos mensajeros, y para quienes vendrán en los días venideros, somos nosotros quienes debemos asumir el relevo: no permitas que se rompa la cadena.
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Gátalas 11
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Gátalas 11

Sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo mismo que yo estaba también deseoso de hacer. (Gálatas 2:10)

Sin duda, un efecto positivo de la controversia suscitada por los detractores de Pablo es el hecho de que, gracias a la reacción del apóstol, hoy podemos enterarnos de cómo la iglesia abordó los asuntos más delicados. Por un lado, la seriedad con que actuaron es aleccionadora, y por otro, el consenso al que llegaron refuta el cuestionamiento que algunos han hecho a la unidad de la iglesia en los temas centrales. Los apóstoles, como podemos ver, hablaron a una voz, y es importante observar que, en este caso, también lo hicieron mostrando interés en un tema que, para algunos, es menos que secundario: las necesidades de los pobres, y especialmente las de aquellos que se encuentran al interior de la familia cristiana. Pablo acaba de sugerir que los líderes de Jerusalén no habían cuestionado ni rectificado su ministerio, pero, no queriendo que nadie le acuse de ocultar detalles, señala, finalmente: «Sólo nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo mismo que yo estaba también deseoso de hacer» (2:10). En otras palabras, «Lo único que nos pidieron hacer fue algo que yo ya tenía en mente». Pablo y los demás líderes estaban alineados; sus prioridades eran las mismas. Le estaban haciendo una solicitud, pero ésta no alteraba la dirección de su trabajo sino que la confirmaba. Y es que, pese a la división de labores que acababan de establecer («…que nosotros fuéramos a los gentiles y ellos a los de la circuncisión»; 2:9), eso no significaba que se desvincularían: la pobreza de los unos (en este caso, muy probablemente los creyentes judíos de Jerusalén) sería la preocupación de todos (incluidos los gentiles). Los apóstoles, por tanto, dejan esto muy claro, pero nos enseñan, también, que la prioridad de la predicación no excluye la atención a las necesidades materiales genuinas de la gente. El evangelio que hemos creído se dirige al corazón, pero hablando con franqueza, un corazón transformado por el evangelio no es indiferente ni se abstiene de hacer el bien en todas las formas posibles —la fe viva jamás deja de engendrar obras—. ¿No es el propio Pablo, en esto, un excelente ejemplo? Originalmente, ¡él había perseguido a la iglesia! Debemos, entonces, evaluar nuestra comprensión del evangelio y sus alcances. Ya sugerimos que, como mensaje, éste apunta a nuestro espíritu, pero eso no significa que debamos neutralizar el potencial impacto que, por medio nuestro, puede tener en el mundo físico. Es más: deberíamos buscarlo. ¿No es Jesús, acaso, el ejemplo supremo? Examinemos nuestro corazón y pongamos atención a las verdaderas razones por las cuales hemos dejado, en la práctica, un aspecto tan importante como éste. Recuperémoslo, y quizás, en el futuro esto también se convierta en parte integral de nuestra predicación.

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Gálatas 12
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Gálatas 12

…antes de venir algunos de parte de Jacobo, él comía con los gentiles, pero cuando vinieron, empezó a retraerse y apartarse, porque temía a los de la circuncisión. (Gálatas 2:11-14) Considerando la naturalidad con que el ser humano se interesa en los conflictos interpersonales ajenos —y especialmente cuando los protagonistas gozan de una cierta fama—, no es extraño que una de las escenas bíblicas más recordadas sea la que nos ocupa hoy: Pablo, el gran apóstol, encara nada menos que a Pedro, otro de los «grandes». La imagen, por sí sola, suele incomodar (muchos creen que nada justifica esta clase de controversias), pero esta reacción debería cuestionar nuestras prioridades y asimismo nuestra comprensión de lo que estaba en juego. ¿Qué es lo más importante? ¿Conservar una paz aparente a expensas de la verdad? Es cierto que la verdad no conlleva un derecho automático a expresarla con aspereza, pero muchas veces nuestra pasividad ante el atropello de ella grita un mensaje preocupante: «La verdad es menos importante que conservar el aprecio de quienes me interesan». Pablo, al parecer, estaba siendo cuestionado por haber encarado a Pedro. Esto, a ojos de algunos, le hacía indigno de ser escuchado, pero en vez de replegarse, el apóstol toma la palabra y procede a contar la verdad completa: «Cuando Pedro vino a Antioquía, me opuse a él cara a cara, porque era de condenar. Porque antes de venir algunos de parte de Jacobo, él comía con los gentiles, pero cuando vinieron, empezó a retraerse y apartarse, porque temía a los de la circuncisión» (2:11-12). Pedro, en última instancia, estaba negando con sus hechos lo que Dios mismo le había revelado (que Él aceptaba a los no judíos; Hch 11:1-18), y esto no porque hubiese cambiado de opinión, sino porque temía lo que pudiesen pensar de él los judaizantes (previamente, en ausencia de ellos, no había tenido problema en compartir la mesa con los cristianos no judíos). ¿Qué era lo que estaba en juego? ¡Nada menos que la unidad de la iglesia! ¿Podía esto tratarse en privado sabiendo que, además de involucrar la salvación de todos los creyentes, se había convertido en un teatro de máscaras? Era necesario que, por amor a la iglesia, alguien le pusiese fin a esta farsa —por doloroso que fuera—. Pablo, de este modo, decide enfrentar a Pedro, pero no porque fuese Pedro, sino más bien a pesar de ello. Pablo entendía que, si esta conducta se instalaba en la iglesia, constituiría un peligroso retroceso. ¿Puede su reacción considerarse una desproporción? Difícilmente. Es necesario que meditemos en esto con detención. ¿Cómo hubiésemos reaccionado nosotros? ¿Cómo reaccionamos hoy ante esas personalidades fuertes cuya opinión nos importa más de lo que estamos dispuestos a admitir? Pedro, al parecer, aún necesitaba controlar su temor a la opinión humana (Mr 14:66-72). ¿Seremos nosotros capaces de defender la verdad con valentía y determinación, cueste lo que cueste?
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Gálatas 13

Nosotros somos judíos de nacimiento y no pecadores de entre los gentiles; sin embargo, sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino mediante la fe en Cristo Jesús, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús, para que seamos justificados por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley; puesto que por las obras de la ley nadie será justificado. (Gálatas 2:15-16) ¿Eres tú de aquellos que, entre sus documentos personales, conserva tarjetas de membresía que alguna vez fueron válidas pero ya no lo son? Las razones de ello pueden variar (quizás, por ejemplo, incluyen una linda foto tuya), pero no es infrecuente que ciertas personas conserven tarjetas correspondientes a instituciones cuyo prestigio siguen admirando. En la actualidad no constituyen privilegio alguno, pero quizás una parte de nosotros sigue creyendo que en el futuro podrían abrirnos alguna puerta. Pablo, en nuestro texto de hoy, debe lidiar con esta misma tendencia en un escenario bastante más complejo. Un grupo de judíos se había incorporado a la iglesia cristiana, pero en lugar de aceptar que las condiciones de ingreso se centraban exclusivamente en Cristo, habían seguido aferrándose a los privilegios de los cuales gozaban por su nacionalidad. Acabamos de ver que Pablo ha debido encarar a Pedro, pero es evidente que, en última instancia, su mensaje no estaba dirigido únicamente a él ni a los judíos que habían imitado su conducta: los gentiles también necesitaban oírlo —y ser validados como tales—. Pablo, por lo tanto, expone su razonamiento ante los gálatas, pero, estratégicamente, se dirige a los judíos identificándose con ellos. No desea reprenderlos como un superior, sino presentarse como un compañero en la búsqueda de la salvación. Les recuerda que tanto él como ellos han creído en Jesús, pero les aclara, a la vez, que Éste no complementa nuestras obras sino que suple nuestra total incapacidad para llevarlas a cabo como corresponde: «también nosotros hemos creído en Cristo Jesús, para que seamos justificados por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley; puesto que por las obras de la ley nadie será justificado» (v. 16). No debían, por tanto, engañarse creyendo que ser judíos les confería naturalmente un lugar privilegiado entre el pueblo de Dios. Es como si, en el fondo, Pablo les hubiese dicho: «A pesar de que somos judíos y, según algunos, gozamos de una posición especial, al aferrarnos a Cristo nosotros mismos hemos reconocido que ser judíos no nos sirve de nada». El judío había considerado históricamente al gentil como pecador, pero Pablo, queriendo suprimir toda ambigüedad, introduce su declaración con la misma idea (v. 15). Pareciera decir: «Aunque no provenimos de un mundo abiertamente pagano como el gentil, para estar en una buena posición delante de Dios sólo tenemos a Cristo». ¿Cómo reaccionas ante una declaración así? Aun para nosotros que, en nuestro contexto, estamos más bien alejados de la tensión racial que esto puede generar, el texto contiene un mensaje universal. ¿Logras captar que, aun si actualmente te desenvuelves en un ambiente medianamente apartado del paganismo —como por ejemplo una iglesia—, eso, en sí mismo, no te confiere una buena relación con Dios? ¿Estás consciente de que, aun si naciste en una familia cristiana, eres un pecador que necesita reconocer su miseria y, por lo tanto, su necesidad de Cristo? Medita seriamente en ello, y asegúrate de poner tu confianza en el único que realmente hace posible y segura tu aprobación ante Dios.
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Gálatas 14
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Gálatas 14

Pero si buscando ser justificados en Cristo, también nosotros hemos sido hallados pecadores, ¿es Cristo, entonces, ministro de pecado? ¡De ningún modo! Porque si yo reedifico lo que en otro tiempo destruí, yo mismo resulto transgresor. (Gálatas 2:17-18) Durante un episodio de Cheers, la vieja serie cómica, Frasier, presionado por su esposa a redactar un testamento, señala que prefiere no hacerlo. El disparatado diálogo concluye así: —Mira, Lilith, toda mi vida he tenido problemas para hablar de la muerte. Sé que es irracional, pero no puedo evitar creer que, si hablas de ello, sucederá. —Bueno, Frasier, va a suceder. —¡Detente! —¿Qué? ¿Crees que, si no lo hubiese mencionado, vivirías por siempre? —Bueno, ahora jamás lo sabremos, ¿o sí? Frasier, en un sentido, ilustra muy bien la actitud de los cristianos judíos a los cuales Pablo estaba contestando. Así como el personaje sugiere que, si evitas hablar de tu muerte, podrías librarte de ella, los judíos parecían pensar que, si optaban por un camino diferente a Cristo (es decir, la ley), evitarían ser contados entre los paganos: Cristo, pensaban, era la solución para los «verdaderos» pecadores (no para ellos), y lo que querían evitar era acogerse a un camino de salvación que descartara sus preciados privilegios nacionales (dejándolos, por así decirlo, sin la completa aprobación de Dios). Pablo, por tanto, aclara este malentendido, y su objetivo consiste en descartar absolutamente la posibilidad de que Cristo sea insuficiente o responsable de mantener al hombre lejos de Dios: «¿es Cristo, entonces, ministro de pecado? ¡De ningún modo!» Los judíos, para empezar, eran tan pecadores como los gentiles, y lo que ponía esto en evidencia era nada menos que la misma ley a la cual se aferraban con tanta pasión (pese a que no la cumplían de corazón). Los judíos, en consecuencia, no tenían escapatoria, y así, aferrarse a Cristo no les confería una menor categoría de la que tenían sino el único medio para ser salvos de la verdadera condición en que se hallaban. Cristo, entonces, no estaba al servicio del pecado sino que, en realidad, había conseguido exactamente lo contrario: liberar al hombre de dicha esclavitud. Pablo quiere aclarar que nuestra culpa es denunciada por la ley, y en virtud de eso, insinúa que lo menos conveniente para nosotros es reinstaurarla como al principio: «Si yo reedifico lo que en otro tiempo destruí, yo mismo resulto transgresor». Los judíos, por tanto, estaban tomando el camino equivocado, y es importante que nosotros evitemos caer en su error. Quizás no estamos regresando directamente a la ley judía (aunque hoy en día ciertos creyentes lo hacen en parte), pero es posible que estemos atesorando la ilusión de no ser «tan pecadores»: tendemos a creer que podemos ganarnos el favor de Dios con nuestras propias acciones, y cuando vivimos así, estamos implícitamente diciendo que Cristo no hizo todo lo necesario —que sólo nos dejó «a medio camino»—. ¿Estás tú queriendo «complementar» la obra de Cristo? ¿Crees que, día tras día, estás jugándote la aprobación de Dios en cada una de tus acciones? Si es tu caso, detente: Reconoce que no eres capaz y descansa en lo que sólo Cristo fue capaz de hacer —completa, perfecta y definitivamente—.
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Gálatas 15
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Gálatas 15

Pues mediante la ley yo morí a la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. No hago nula la gracia de Dios, porque si la justicia viene por medio de la ley, entonces Cristo murió en vano. (Gálatas 2:19-21)

Con el ánimo de reír, la estupidez de una persona «x» es descrita a veces como la de aquel que, habiendo encontrado en la calle una factura impaga, se dirigió a cancelarla pese a no ser suya. Que alguien haga esto, para ser francos, nos parece impensable, pero más impensable —o descabellado, si lo prefieres— nos parecería que dicha persona se dirigiese a cancelar nuevamente una factura que ya se encuentra pagada. Pablo, en nuestro texto, está lidiando con algo así. Los judíos han insistido en aferrarse a la ley para que Dios les apruebe, pero lo que el apóstol les muestra es que esto, gracias a la obra de Cristo, no tiene sentido alguno. Volvamos atrás por un momento. La lógica de la ley, como explica Pablo, implica que, si me aferro a ella, soy hombre muerto. Mi pecado —omnipresente— hace que no pueda cumplirla, y en consecuencia, lo que la ley termina haciendo es condenarme —condenarme a muerte—. Cristo, sin embargo, tomó mi lugar en la cruz, y al hacerlo, mi sentencia se cumplió. La deuda quedó pagada, y como resultado, la ley ya no puede exigir más de mí: para ella, estoy muerto. Cristo, no obstante, volvió a levantarse, y así como mi vida se unió a la suya para concluir en la cruz, ahora, gracias a su resurrección, me concede a mí una vida nueva. Por eso es que Pablo dice: «ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí». Mi vida, por lo tanto, es la vida suya, y lo más maravilloso es que, como dice el texto, el fundamento de todo no es otro que el amor y la gracia de Dios: este es el concepto con el que, finalmente, Pablo cierra su argumento —y lo hace de manera categórica—. Que Dios nos apruebe es una manifestación de su misericordia, y así, cualquier intento de volver a la ley (o las buenas acciones como moneda de canje) equivale a pisotear la gracia y sugerir que Cristo murió innecesariamente. El texto de hoy nos llama a examinar de cerca el sentido con que vivimos delante de Dios. ¿Es tu vida un continuo esfuerzo por acumular méritos para que Él te acepte? ¿Sientes, por ejemplo, que la efectividad de tus oraciones depende estrechamente de cuán bien te has comportado en los últimos días? Es agobiante vivir así, pero la buena noticia es que no necesitas hacerlo. Si te encuentras en esta situación, atrévete a bajar los brazos. Cristo hizo lo que a ti te correspondía (tanto en su vida como en su muerte), y hablando con franqueza, intentar ocupar su lugar no sólo es innecesario, sino también inútil. Recurre, por tanto, a su misericordia, y en lugar de seguir haciendo esfuerzos, descansa sirviéndole en gratitud.
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Gálatas 16
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Gálatas 16

¡Oh, gálatas insensatos! ¿Quién os ha fascinado a vosotros, ante cuyos ojos Jesucristo fue presentado públicamente como crucificado? Esto es lo único que quiero averiguar de vosotros: ¿recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe? ¿Tan insensatos sois? Habiendo comenzado por el Espíritu, ¿vais a terminar ahora por la carne? (Gálatas 3:1-3) Una de las grandes ventajas de los símbolos es que son capaces de transmitir una enorme cantidad de información en un brevísimo tiempo. Lo que se necesita, sin embargo, es conocerlos con anticipación ya que, ¿de qué sirve, por ejemplo, una señal de peligro radiactivo cuando el observador del símbolo desconoce lo que la figura significa? Pablo, en nuestro texto, apela al reconocimiento del más importante símbolo cristiano —la cruz—, pero cabe preguntarse hasta qué punto los gálatas entendían lo que dicho símbolo comunicaba. El apóstol se encuentra perplejo. Los gálatas se han desviado incautamente del evangelio, y Pablo, al tratar de comprender por qué, sencillamente no lo consigue. ¿Cómo alguien, entendiendo la mecánica del evangelio, podría llegar a esto? El desvío es tan groseramente irracional que el apóstol se pregunta si quizás han sido víctimas de un «hechizo» —un cambio hecho en sus mentes por algún urdidor de engaños—. «¿No les dice nada el hecho de que Cristo, como ustedes bien saben, murió crucificado?» Para Pablo, la cruz debería haberles mantenido en el camino correcto. ¿No era Cristo, crucificado en nuestro lugar, un recordatorio de que nuestras acciones sólo merecían la muerte? ¿No era Cristo, al mismo tiempo, un sacrificio completo y definitivo? ¿Por qué, entonces, insistir en aferrarse a la ley? Los gálatas, por lo visto, aún no relacionaban la cruz con nuestra situación ante el tribunal divino. Pablo, no obstante, pasa a un segundo aspecto, y es la fuente espiritual de la vida que ahora vivimos: señala, en el fondo, que nuestra calidad de hijos de Dios está vitalmente ligada a la presencia del Espíritu en nuestros corazones, y dice, en resumen, «ustedes son lo que son gracias al Espíritu». Habían «comenzado» por Él (al recibirlo), y en la actualidad, continuaban perseverando a medida que les era constantemente «suministrado». ¿Habían hecho algo, quizás, para ganarse el Espíritu? ¡No, simplemente «oír con fe»! Pablo une dos veces estos conceptos (el oír y la fe), y lo que describe es pasividad pura: no hay una actividad mecánica sino solamente un corazón humilde y receptivo. La ecuación de Pablo, entonces, es clara, y en ella, el intento de cumplir la ley corresponde a la carne (la acción del orgullo humano). ¿Qué reflexión necesitamos hacer? La crítica de Pablo a la torpeza de los gálatas debería cuestionar nuestra propia tendencia a considerar la vida cristiana como una especie de misticismo en que no necesitamos razonar sino simplemente «guiarnos por el corazón». Fue intuición humana lo que sacó a los gálatas del camino, y por lo mismo, deberíamos esforzarnos por comprender la lógica del evangelio. ¿Has entendido, para empezar, lo que encierra la cruz de Cristo? ¿Es para ti evidente que el sacrificio de nuestro Señor deja totalmente fuera de lugar nuestros esfuerzos humanos por impresionar a Dios? No trates de perfeccionar lo que Cristo consumó. Intentarlo es la tendencia más humana y natural, pero a la luz del evangelio, es descabellada y rebelde. Somos hijos de Dios gracias a la presencia de su Espíritu, y por lo tanto, todo lo que necesitamos es ser humildemente receptivos.
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Gálatas 17
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Gálatas 17

Así Abraham creyó a Dios y le fue contado como justicia. Por consiguiente, sabed que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham. Y la Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano las buenas nuevas a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones. Así que, los que son de fe son bendecidos con Abraham, el creyente. (Gálatas 3:6-9) No es raro escuchar que, en alguna ocasión, la muerte de alguien ha dado paso a una disputa en que sus conocidos han intentado establecer cuál de ellos gozaba de mayor cercanía o afinidad con el difunto. Con esto se ha pretendido reclamar alguna herencia, o en otras situaciones, compartir algo de su reputación. En el caso de nuestro texto, algo similar llegó a suceder con la prominente figura de Abraham. Éste había sido el padre de la nación escogida por Dios, y ahora, en una época en que los extranjeros estaban ingresando masivamente a la iglesia, trazar una relación con Abraham adquiría una importancia crucial. Los judíos, en especial, lo usaban para vincularse étnicamente con él y afirmar que, tal como ellos lo hacían, era imprescindible seguir cada uno de sus pasos (comenzando por la circuncisión). Esto, en última instancia, significaba regresar a la ley, y para los gentiles, implicaba también tener que hacerse judíos. Era lógico, por tanto, que Pablo les saliera al paso. No podía dar cabida a este retroceso, y junto con ello, no podía permitir que una incomprensión de la paternidad de Abraham torciera el plan que Dios había tenido desde el principio: bendecir, por medio del patriarca, a todas las naciones (Gn 12:3) —era eso, por lo demás, lo que impulsaba la misión del apóstol entre los gentiles—. Pablo, entonces, corrige la interpretación de los judíos, y en términos prácticos, les impide apoyarse en Abraham recurriendo al vínculo sanguíneo. El patriarca, en realidad, había sido aprobado por Dios gracias a su fe, y ello, si queremos ser más precisos, había sucedido cuando aún pertenecía a un pueblo pagano: Ese fue el Abraham que recibió las promesas, y en consecuencia, todos los que un día creyeran como él serían considerados sus descendientes independientemente de su origen étnico (ver también Ro 4:9-12 y Jn 8:31-47). ¡Qué estremecedor, entonces, es regresar con Pablo al «Día 1» y escuchar que Dios tuvo al mundo entero en su corazón desde el principio! «...la Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano las buenas nuevas [¡el evangelio!] a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones». Es reconfortante saber que no hay barreras étnicas para ingresar al pueblo de Dios, pero más importante aun es tener claro que SÍ hay un requisito por cumplir: Necesitamos ser «descendientes de Abraham», y entonces la pregunta es: ¿Lo eres tú? Esta pregunta es crucial. ¿Confías de corazón en las promesas de Dios? ¿Confías particularmente en que, si te aferras a Cristo y reconoces que sólo Él puede cargar tu culpa, Dios te acepta y te concede bendiciones que trascienden esta vida? No dejes de meditar en esto. Tu destino eterno dependerá de ello porque, como lo advierte la Biblia, en la siguiente vida no podrá ser cambiado (Lc 16:26).
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Gálatas 18
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Gálatas 18

…todos los que son de las obras de la ley están bajo maldición . . . Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros . . . a fin de que en Cristo Jesús la bendición de Abraham viniera a los gentiles… (Gálatas 3:10-14) Si te encontraras a bordo de un avión, ¿cuál de los siguientes avisos preferirías recibir en medio del vuelo? ¿(1) Que el país de destino ha rechazado el aterrizaje de tu avión; o (2) que el avión se ha quedado sin combustible? Para tus planes, ambos escenarios son negativos, pero es evidente que uno es peor. Que la nave aterrice en otro sitio puede ser incómodo, pero que caiga es sencillamente gravísimo. Tal es el cambio de tono que, en este punto de la carta, se refleja en la crítica de Pablo. Anteriormente ha señalado que cumplir la ley no conduce al destino deseado, ¡pero ahora incluso está añadiendo que es un camino peligroso! «Todos los que son de las obras de la ley están bajo maldición» (v. 10). Los judíos, como explica Pablo, estaban equivocados, pero su error les conducía nada menos que al peor destino imaginable: el juicio de Dios. Cumplir toda la ley era imposible, y además de eso, al aferrarse a ella se cerraban a recibir lo que Dios había hecho por ellos —sólo se interesaban en lo que ellos podían hacer para Él—. Cumplir la ley, en realidad, les apartaba de la fe, y al no descansar en Dios, esa misma ley se convertía para ellos en una mala noticia: que siendo imperfectos, estaban bajo maldición. Pablo, sin embargo, quiere ayudarles, y con ese fin, les vuelve a predicar el evangelio: ¡«Cristo nos redimió de la maldición de la ley»! (v. 13) El apóstol, en última instancia, regresa con ellos al Edén, y la maldición a la cual hace referencia no es otra que la consecuencia del pecado humano (denunciado, más tarde, por la ley). La maldad debió ser juzgada allí, junto al árbol de la tentación, pero no habiendo sucedido eso, la única forma de anular sus efectos (y acceder una vez más a la bendición) consistiría en condenarla decisivamente sobre un nuevo «árbol»: el madero de la cruz (v. 13). La maldición, por tanto, era un problema que precedía a la existencia de Israel, y de este modo, al prometer una solución, era simplemente lógico que Dios contemplara a la humanidad completa (no sólo a los judíos, sino también a los gentiles). Lo que Cristo había cargado era la maldición de las naciones, y ahora, únicamente por fe, la bendición estaría disponible para todos cuantos se aferraran exclusivamente a Él. No desaproveches, por tanto, esta oportunidad, y al concluir esta reflexión, evalúa tu forma de acercarte a Dios. Sólo hay una puerta que conduce a Él —su misericordia—, pero si insistes en abrir otras —por tu propio esfuerzo—, lo que te espera detrás es maldición. ¿Vives tu vida creyendo que, si sigues ciertas reglas, podrás ganarte la aprobación de Dios? Desiste de ello cuanto antes. Ese esfuerzo se centra en ti mismo, y la fe que Dios te pide consiste exactamente en lo contrario. Pon tus ojos en Él.
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Gálatas 19
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Gálatas 19

...si la herencia depende de la ley, ya no depende de una promesa; pero Dios se la concedió a Abraham por medio de una promesa. (Gálatas 3:15-18)

Un hecho común de la vida es nuestra inclinación natural a interpretar la realidad sin una adecuada conciencia de la historia que nos trajo hasta aquí. Teóricamente sabemos que hay una historia, pero muchas veces actuamos como si antes de nosotros no hubiese existido nada —o al menos nada diferente—. De algún modo, en los días de Pablo esto se manifestaba en el uso que los judíos le daban a la ley. Ellos trataban de cumplirla con el fin de que Dios les recompensara, pero Pablo, consciente de este error, les muestra que estaban pasando por alto un importantísimo hecho histórico anterior: que Dios había hecho una promesa, y que las bendiciones ofrecidas a su pueblo descansaban en ella sin exigir algo a cambio. La ley, entonces, no podía considerarse una condicionante, y esto no sólo porque había sido promulgada con un evidente desfase (siglos más tarde), sino porque contravenía la promesa en su calidad de tal. Pablo dice: «...si la herencia depende de la ley, ya no depende de una promesa; pero Dios se la concedió a Abraham por medio de una promesa»(v. 18). El apóstol, así, centra toda nuestra esperanza en el pacto hecho por Dios con Abraham, pero a fin de recalcar que, de forma permanente, las promesas serían nuestra única base de acceso a la «herencia», añade un detalle: que los destinatarios de ellas serían Abraham y su descendencia, pero no toda su descendencia física sino una descendencia específica: Cristo («descendencia», ciertamente, también hacía posible pensar en más de un individuo, pero es el Espíritu, aquí, quien por medio de Pablo nos aclara cuál era el sentido final de las palabras divinas). Cristo, de este modo, es vuelto a confirmar como nuestra única esperanza, y lo que esto significa, concretamente, es que sólo acogiéndonos a Él podemos gozar de la bendición prometida por Dios (seamos judíos o gentiles). Asegurémonos, por tanto, de conocer bien la Biblia y no caer en la inconveniencia de ignorar la historia de nuestra salvación. El apóstol nos recuerda un conjunto de enseñanzas fundamentales, y entre ellas, deberíamos recordar por lo menos tres: Primero, que nuestro acceso a la bendición de Dios está basado únicamente en su gracia. La salvación de la cual gozamos fue producto de una promesa, y lo que nosotros hemos hecho es simplemente ser espectadores. Segundo, que la venida de Cristo no es una ocurrencia tardía de Dios. Cristo integró el plan desde el comienzo, y por lo tanto, no es una solución alternativa ideada con posterioridad sino Aquel al cual todo apuntaba. Y tercero, que es inútil presentarnos delante de Dios en nuestro propio nombre. El descendiente que obtendría lo prometido no era otro que Cristo, y por lo tanto, si queremos acceder a ello, no tenemos más opción que aferrarnos a Él. ¿Seguiremos intentando deshacer este firme nudo? Pablo ha razonado con claridad: No insistamos en buscar espacio para adjudicarnos una parte del crédito que sólo a Dios le pertenece.
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Gálatas 22
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Gálatas 22

Así también nosotros, mientras éramos niños, estábamos sujetos a servidumbre bajo las cosas elementales del mundo. (Gálatas 4:3) Ser menor de edad tiene sus ventajas (como, por ejemplo, poder gozar de ciertas cosas sin pagarlas), pero, por otro lado, tiene también sus limitaciones (como, por ejemplo, ser excluido de participar en ciertas actividades). A medida que el niño madura, empieza a sentir las limitaciones como un peso, y en consecuencia, lo natural y esperable es que desee ansiosamente crecer. Pablo, como vemos en este punto de su carta, ha debido hacer alusión a esto, y la razón es que los cristianos de Galacia han tenido problemas para dejar atrás lo que podría considerarse una etapa de inmadurez espiritual. El apóstol, anteriormente, ha mostrado que la ley nos ha hecho ansiar la libertad por la vía de la opresión, pero ahora, desarrollando el tema de la edad (insinuado antes con la mención del ayo o tutor), nos muestra también que el período bajo la ley correspondía a una niñez destinada a ser superada. Pablo expresa que Dios nos ha querido tratar como hijos, y por ello, aunque bajo la ley nos sintiésemos como esclavos, nuestro destino jamás fue permanecer en esa condición. La ley, más bien, tenía el fin de prepararnos para recibir una herencia, y por lo tanto, cuando Dios quisiese finalmente poner dicha herencia a nuestro alcance, tendríamos que dejar la ley atrás. «Dios nos quiere como hijos, pero ustedes están queriendo permanecer como esclavos». Esa viene a ser la advertencia de Pablo. En esencia les está dando una nueva razón para empezar a mirar la ley por el espejo retrovisor, y adicionalmente, les muestra que se han aferrado a cosas más bajas que las reveladas por Dios para la época que estaban viviendo: «Así también nosotros, mientras éramos niños, estábamos sujetos a servidumbre bajo las cosas elementales del mundo» (v. 3). Estas «cosas elementales» son difíciles de definir con precisión (las suposiciones han ido desde principios religiosos rudimentarios hasta poderes demoníacos opresivos), pero cualquiera sea el caso, es clara la intención de llamarnos a la libertad de la madurez. Los gálatas, por tanto, debían empezar a vivir como hijos, y para ello, necesitaban captar la insuficiencia de la ley como medio de reconciliación con Dios. Él, finalmente, había provisto a Jesucristo, y en consecuencia, gracias a su cruz el hombre podría acercarse definitivamente a Dios sin que el pecado amenazara su compañerismo. ¿Cómo estamos viviendo nosotros hoy? ¿Seguimos esclavizados a reglas? No importando cuáles sean, el mensaje de ellas es que, falibles como somos, jamás seremos aceptados por Dios intentando cumplirlas. Si quieres que tu alma, de una vez por todas, alcance la libertad y un reposo permanente, descansa en que Cristo cumplió por ti. Es a eso que Pablo llama madurez, y sólo entonces disfrutarás los auténticos privilegios de tener a Dios por Padre.
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Gálatas 21
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Gálatas 21

...la ley ha venido a ser nuestro ayo para conducirnos a Cristo, a fin de que seamos justificados por fe. Pero ahora que ha venido la fe, ya no estamos bajo ayo, pues todos sois hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús. (Gálatas 3:24-26) Sin duda, uno de los logros tecnológicos más apreciados por las parejas que esperan un bebé ha sido el acceso a imágenes cada vez más claras del feto. Comprensiblemente, la imagen captura por completo la mirada de los padres, pero no es menos cierto que, cuando el bebé «llega», es él quien acapara la atención —y no la imagen—. ¿Podría, acaso, ser de otra manera? La ley, como se deduce de nuestro texto, era tan transitoria como una de estas imágenes. Mientras Cristo no viniera, alimentaría la espera, pero una vez que llegara, debería cederle su lugar. Este es el punto que Pablo está comunicando, pero a diferencia del ejemplo que hemos usado, el apóstol está, además, retratando la ley en términos opresivos: nos tenía «encerrados» y «confinados» (v. 23). Con el mismo efecto, también, la representa como un «ayo», personaje cuya función no era otra que la de asegurar la educación del niño tanto protegiéndolo como disciplinándolo: la ley separaba a Israel de las naciones, pero junto con ello, le reprendía en forma continua. Cristo, por tanto, dejaría la ley en el pasado, pero más específicamente, nos haría también libres de su severidad. Aferrándonos a Él seríamos recibidos por Dios como hijos, y esto, como explica el apóstol, porque la fe nos une a Cristo. Dice que estamos «revestidos» de Él, y por lo tanto, nuestra identidad ahora es la suya. Su justicia, por ende, nos pertenece (v. 24), y como hemos visto anteriormente, también nos pertenecen las promesas que le estaban destinadas (v. 29). Esto, finalmente, permite a Pablo explicar por qué, en cuanto a la salvación, ya no hay distinción alguna entre las personas —«todos sois uno en Cristo Jesús»; v. 28—, pero, más específicamente, aclara cómo es posible ser hijo de Abraham no importando si se es judío o gentil (una afirmación clave en el argumento de la carta; 3:7-9). Hemos dicho, entonces, que la ley era transitoria (y que sólo descansando en Cristo somos aceptados por Dios), pero esta reflexión no implica que debamos ignorarla por completo. La ley, como ya dijimos, daría paso a Cristo en la línea histórica, pero si la usamos como un necesario recordatorio de nuestro pecado, debería dar continuamente paso a Cristo en la búsqueda de descanso para nuestra alma. ¿No es eso, acaso, lo que le da sentido al evangelio —que, parafraseando a John Newton, «Cristo es un gran Salvador» porque «yo soy un gran pecador»? La ley, por lo demás, sigue condenando a quienes no han acudido a Cristo, y en consecuencia, si no la exponemos como corresponde, dejaremos a muchos sin la guía que Dios estableció para conducirlos a su Hijo. ¿Estamos predicando el evangelio completo? Procuremos que así sea.
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Gálatas 20
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Gálatas 20

la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por fe en Jesucristo fuera dada a todos los que creen. (Gálatas 3:22) ¿A quién le gusta estar sujeto a reglas? Es innegable que las aprobamos cuando protegen nuestros intereses personales, pero ¿qué hay de las otras —que probablemente sean la mayoría—? Al hablar acerca de la ley, la reflexión de Pablo llega al fondo de nuestro corazón. Las reglas suelen incomodarnos, pero cuando se trata de Dios, nuestro corazón es declaradamente rebelde —siempre quiere tomar otro camino—. ¿Por qué Pablo habla de esto? Porque acaba de afirmar, en los versículos previos, que nuestro acceso a la bendición de Dios depende de una promesa. ¿Y de qué servía la ley, entonces, si no permitía obtener la bendición? La ley, como indicamos arriba, cumpliría el objetivo de exponer nuestra rebelión. La promesa sólo se cumpliría en la persona de Jesucristo, y por lo tanto, para obligarnos a confiar en Él, tendríamos que reconocer nuestra maldad e incapacidad personal de complacer a Dios. A eso se refiere Pablo cuando dice que la ley «fue añadida a causa de las transgresiones» y que la Escritura «encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por fe en Jesucristo fuera dada a todos los que creen» (vv. 19, 22). La ley, en verdad, no era «capaz de impartir vida» (v. 21), y además, jamás había sido siquiera pensada en esos términos. Pablo, posiblemente, quiere incluso subrayar la inferioridad de ella al sugerir que, a diferencia de la promesa —hecha directamente por Dios a Abraham—, Dios había enviado la ley a través de un intermediario (Moisés, quien a su vez la recibió de los ángeles). Pablo, así, demuestra que la ley no se opone a la promesa, y aun más, establece cómo aquella incluso estuvo «al servicio» de nuestro acercamiento a Dios por medio de Cristo. A medida que reflexionamos sobre esto, debemos asegurarnos de no tomar este importante mensaje a la ligera. La Biblia enseña que nuestra naturaleza pecaminosa es incapaz de agradar a Dios, y por lo tanto, en vez de ilusionarnos con lograrlo —y ocultar nuestros errores con engaños—, debemos acogernos a Jesús, en quien disfrutamos de la promesa por completo. La ley, en un sentido, nos juega en contra, pero la solución no consiste en negarla sino en dejar que nos condene para que Cristo nos libere. Sólo así comprenderemos el evangelio; sólo entonces accederemos a la «herencia».
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Gálatas 23
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Gálatas 23

Pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción de hijos. (Gálatas 4:4-5) Aunque en el funcionamiento del mundo haya procesos que se repiten cíclicamente (como bien lo reconoce Eclesiastés 1), la Biblia no nos permite reducir la historia a eso. Dios, para muchos que creen en Él, sigue siendo nada más que un «relojero» (que creó el mundo, le dio cuerda y se marchó), pero si meditamos en textos como el de hoy, nuestra visión de Él debería crecer. Pablo acaba de decir que por un tiempo fuimos «niños», pero al contrario de lo que algunos pensarían (creyendo que evolucionamos intelectualmente), lo que el apóstol describe es la llegada del momento en que Dios mismo puso fin a dicha etapa: «cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo». Él, entonces, fue quien dio el paso, y es importante, una vez más, recordar para qué: «a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción de hijos». Pablo no se cansa de mencionar nuestro destino (ser hijos), pero la mención de la redención destaca nuevamente que el ingreso a la familia de Dios estaba completamente fuera de nuestro alcance: primero debíamos ser rescatados. ¿Y quién estaría calificado para redimirnos? Uno que, siendo hombre, tomaría el lugar de los hombres; que, siendo justo, cumpliría la ley por ellos; y que, siendo el único Hijo verdadero, compartiría con ellos su condición: Cristo, nacido de mujer y bajo la ley, sería una solución a nuestra medida. Este texto, por tanto, realza la acción de Dios en la historia, pero junto con ello, nos recuerda la existencia de un plan. Dios no actúa con la intención de probar soluciones, sino que obra con sentido y eficacia. Es asombroso, por tanto, observar que su mano dirige los acontecimientos de este mundo, pero nos estremece, también, que su intención haya sido rescatarnos para integrar su familia. ¿Cómo debe esto moldear nuestra visión de la vida? Debería, para empezar, cambiar nuestra visión de la salvación. Ser salvos no es cuestión de intentar cumplir normas, sino de rendirnos ante el hecho de que, habiendo Dios demostrado nuestra incapacidad (por medio de la ley), a su debido tiempo nos concedió la solución (por medio de Cristo). Lo que nos salva es la acción de Dios en la historia, y en consecuencia, no podemos añadir nada sino sólo reconocer el hecho y recibirlo con gratitud (desechar la redención es desechar nuestra adopción).
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Gálatas 25
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Gálatas 25

Pero ahora que conocéis a Dios, o más bien, que sois conocidos por Dios, ¿cómo es que os volvéis otra vez a las cosas débiles, inútiles y elementales, a las cuales deseáis volver a estar esclavizados de nuevo? (Gálatas 4:9) Aunque no existe un acuerdo sobre la razón por la que la palabra «escrúpulo» tiene el sentido que hoy le damos, sí parece haberlo en el hecho de que el latín scrupulus corresponde a una piedrecilla. Esto, dicen algunos, nos habla de quienes se fijan en pequeñeces, y si es cierto lo que dicen otros, pudo haberse aplicado a la piedrecilla que, accidentalmente introducida en el zapato, impide avanzar hasta ser quitada. En nuestro texto de hoy, Pablo habla precisamente de aquellos que, profesando haber creído en Cristo, llevan una vida caracterizada por los escrúpulos. Conciben el cristianismo como un conjunto de reglas, y así, en lugar de experimentar libertad, terminan siendo esclavos de normas que convierten cada aspecto de la vida en una potencial ocasión de atraer la ira divina. Pablo dice a los gálatas: «Observáis los días, los meses, las estaciones y los años» (v. 10). Con esto hacía referencia a las fechas sagradas que incluía el calendario judío, pero más allá de eso, criticaba el apego a un sistema que, en el plan de Dios, había cesado de cumplir su función. ¿Qué sentido tenía aferrarse a días y ceremonias que anunciaban aquello que, con la llegada de Cristo, se había hecho una realidad permanente? Pablo enseña que, habiendo ya caducado, todo aquello se hallaba ahora en la misma categoría que las antiguas prácticas paganas de los gálatas: ¡«Cosas débiles, inútiles y elementales»! (v. 9). ¿Cómo era posible que desearan esclavizarse otra vez a eso teniendo ahora una relación con Dios? Era —y es— completamente absurdo sustituir a Cristo por reglas y tradiciones que, en sí mismas, son incapaces de vincularnos con el Creador. Era natural, entonces, que Pablo temiese por ellos: «Temo . . . que quizá en vano he trabajado por vosotros» (v. 11). ¿Cuál es nuestra propia situación? ¿Somos escrupulosos como los gálatas? Es bueno tener una conciencia aguda de que Dios gobierna ininterrumpidamente nuestras vidas, pero eso no es lo mismo que percibirlo como un policía deseoso de castigar aun la más accidental de nuestras infracciones. Ciertas iglesias, hoy en día, predican exactamente esto último —un cristianismo de normas y temor al castigo—, pero Pablo, en forma oportuna, llama a las cosas por su nombre: No te esclavices a eso.
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Gálatas 26
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Gálatas 26

Os ruego, hermanos, haceos como yo, pues yo también me he hecho como vosotros. (Gálatas 4:12) Es muy común que, al especializarnos en ciertos temas, terminemos adoptando no sólo un lenguaje especial para hablar de ellos sino también la capacidad de teorizar con una cierta frialdad. Esto puede incluso suceder con la Biblia, que muchas veces es discutida intelectualmente pero no siempre con sensibilidad a la forma en que afecta nuestra vida. Al llegar a este punto de la carta a los Gálatas, podemos ver cómo Pablo capta y modela las dos dimensiones: no sólo comprende la lógica del evangelio, sino que es, también, agudamente consciente de sus alcances y consecuencias prácticas. Ha expuesto una cadena de argumentos racionales para convencer a los gálatas, pero lejos de interesarse meramente en lo teórico, revela más bien que lo importante, para él, son sus hermanos. Pablo no escribe, como otros lo harían, «Esta es la verdad; tómenla o déjenla». Él entiende que es una verdad vital, y por lo tanto, su único mensaje es: «Esta es la verdad; ¡aférrense a ella!» No quiere ganar un debate: quiere ganarlos para Cristo. Podría, simplemente, exigir sumisión a su autoridad de apóstol, pero en lugar de hacer eso, se acerca como un hombre dirigiéndose a hombres: «Os ruego, hermanos, haceos como yo, pues yo también me he hecho como vosotros» (v. 12). Es difícil definir con precisión lo que Pablo quiere decir con «hacerse como», pero sean cuales sean los detalles de esta petición, el contexto sugiere que el apóstol busca una especie de apertura mutua. Aparentemente los «canales de comunicación» estaban cerrados (v. 16), y lo que Pablo quiere es generar un terreno de encuentro en que los gálatas capten la bondad de su interés por ellos. «Ustedes no eran así», parece decirles Pablo. La primera visita del apóstol se había debido a una enfermedad que, posiblemente, lo había retenido en Galacia, pero en lugar de ser percibido como una carga, Pablo había sido recibido «como un ángel de Dios, como (…) Cristo Jesús mismo» (v. 14). ¿Qué había pasado, entonces, con esa elogiable receptividad? Es posible que, de algún modo, los gálatas hubiesen llegado a sentirse ofendidos: «¿Me he vuelto —dice Pablo— vuestro enemigo al deciros la verdad?» (v. 16) Este tipo de reflexión nos conmueve porque el corazón de Pablo queda expuesto en toda su compasión. ¿Cuál es nuestra propia actitud ante quienes se han desviado o permanecen lejos del evangelio? ¿Estamos conscientes del peligro que corren? ¿Nos motiva eso a prácticamente rogarles que nos oigan? ¿Perciben ellos ese genuino interés? Lo que transmitimos, lamentablemente, muchas veces se parece más a la seca defensa de un abogado. Protegemos la verdad, pero en el camino herimos a quienes necesitan su medicina. ¿Seremos capaces de hacer nuestra parte para tender puentes en vez de cortarlos? Por el bien de nuestro prójimo, roguemos a Dios que así sea.
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RESEÑA: EL FIN DE LA RAZÓN
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RESEÑA: EL FIN DE LA RAZÓN

Ya somos varios los que hemos ido familiarizándonos con la figura de Ravi Zacharias y hemos ido sorprendiéndonos con la lucidez de su pensamiento. El hombre es brillante, de eso no hay duda, pero si a eso agregamos que se trata de un hindú que no sólo conoce a fondo las religiones y filosofías orientales, sino también las occidentales, lo que encontramos en él es una enciclopedia parlante de las cosmovisiones que no sólo puede comparar las mismas, sino también confrontarlas y detectar los puntos de conflicto entre ellas. No es, por tanto, el típico cristiano occidental al cual se le pueda decir que eligió el cristianismo porque no ha conocido las bondades del budismo, el hinduismo o el islamismo. Zacharias ha tenido mucho más que encuentros teóricos con dichas ideologías. Es esperable, entonces, que alguien como él reaccione al leer lo que, a su juicio, son declaraciones infundadas e incorrectas sobre su área de experticia; y siendo esa, precisamente, la forma en que Zacharias define los dichos de Sam Harris (ateo y autor de libros como El fin de la fe), uno entiende rápidamente por qué Zacharias decide contestarle. Lo que no es evidente, sin embargo, es la razón por la cual Zacharias responde como lo hace. Parece una ametralladora. Es como un profesor que coge la tarea de un alumno y, con un bolígrafo rojo en la mano, la corrige indignado por la falta de coherencia (si algo sé de Zacharias es que puede tolerar cualquier cosa menos las incongruencias). El problema, creo yo, es que si alguien no tiene idea alguna de los argumentos que están en juego, podrá sentirse perdido al leer el libro. Zacharias no entra en detalles y, como suelen hacerlo los estudiosos, muchas veces parece dar la información por sabida. El lector versado sabrá inmediatamente a qué está apuntando el autor, pero si se trata de alguien que está recién empezando a informarse, sentirá que faltan explicaciones y, en algunos casos, que el autor es simplista. Si bien lo más justo sería leer primero los textos de Harris, tengo la impresión de que no es imprescindible hacerlo para poder sacar algún provecho de este libro. Los temas que refuta Zacharias son, en la actualidad, los lugares comunes del ateísmo actual, y reflejan, por lo que veo, la triste realidad de que el nivel de los argumentos ha descendido lo suficiente como para darle sentido al título del libro.

El fin de la razón: una respuesta al nuevo ateísmo. Ravi Zacharias. Editorial Vida, 144 páginas.

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RESEÑA: BIBLIA PARA NIÑOS HISTORIAS DE JESÚS
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RESEÑA: BIBLIA PARA NIÑOS HISTORIAS DE JESÚS

Para gran beneficio nuestro, los últimos años han visto una proliferación de libros que intentan describir cómo el Antiguo Testamento hace referencias a Cristo, y en última instancia, se centra en Él (Lucas 24:44). No muchos están en español —por ahora—, pero esta vez quiero destacar uno que sí lo está. La Biblia para niños historias de Jesús es un libro que, de principio a fin, muestra con ejemplos que la Escritura no es una colección de historias aisladas sino un relato único centrado en una figura que le da sentido a todo. Esa es la razón por la cual el título secundario del volumen es Cada historia susurra su nombre. El libro está constituido por una selección de historias bíblicas, pero el denominador común de ellas (incluidas las del Antiguo Testamento) es que ponen en evidencia cómo la Escritura dibuja poco a poco las características de Cristo y su ministerio. Ya hubiera querido yo tener este libro cuando niño. Teniendo en cuenta que a menudo escuché muchas de estas mismas historias como meras biografías inconexas de personajes a imitar (o no imitar), leerlas cristocéntricamente me habría permitido entender más tempranamente que la Biblia se trata de lo que Jesús ha hecho por mí y no de lo que yo puedo hacer por él. Ciertamente la Escritura misma declara que todo apunta a Cristo, pero, considerando que muchas veces nos resulta más fácil decirlo que comprobarlo, el doble aporte de este libro consiste en demostrarlo sin sacrificar la simplicidad que una narración para niños requiere: Utilizando un lenguaje sencillo y ameno acompañado por ilustraciones que irradian una frescura verdaderamente infantil, el relato proporciona una visión fascinante que encantará igualmente a más de algún adulto (y, de paso, probablemente le aclarará bastantes cosas). No se trata de un relato cien por ciento ajustado a los detalles (tanto la escritora como el ilustrador se han dado ciertas licencias creativas), pero, como alguien ha dicho, debería ser un material de lectura obligatoria para predicadores. Si en los púlpitos hubiera más de Cristo en exposiciones más vivas y sencillas de la Escritura, estoy seguro de que nuestras propias historias personales también se centrarían más en Jesús.

Biblia para niños historias de Jesús — The Jesus Storybook Bible. Sally Lloyd-Jones (Ilustraciones por Jago). Editorial Vida, 352 páginas.


Nota del editor: Esta reseña se basó en una edición bilingüe que, si bien incluye una traducción comprensible, no parece haber sido lo suficientemente revisada ni editada. Hace poco compré una nueva versión (monolingüe), pero, por lo que veo, se trata del mismo texto. Esperemos que la editorial introduzca las mejoras correspondientes en el futuro, pero, incluso si no lo hicieran, ¡no dejen de comprar el libro! (La nueva versión se llama Historias bíblicas de Jesús para niños)

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Gálatas 27
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Gálatas 27

Ellos os tienen celo, no con buena intención, sino que quieren excluiros a fin de que mostréis celo por ellos. Es bueno mostrar celo con buena intención siempre, y no sólo cuando yo estoy presente con vosotros. (Gálatas 4:17-18) Un hecho bíblico poco atendido es que, cuando se trata de la enseñanza que recibimos, no sólo debemos poner atención al contenido sino también a quien lo entrega. Jesús dijo que los falsos profetas serían reconocidos «por sus frutos» (Mateo 7:15-23), y quizás una razón de esto es que, cuando alguien se gana nuestra confianza (como por ejemplo un predicador), relaja también nuestra capacidad de filtrar lo que oímos: nos entregamos mansamente, y sin darnos cuenta, podemos ir semana tras semana absorbiendo enseñanzas mezcladas con el error. Esto, aparentemente, sucedió también con los gálatas, y lo que Pablo hace en este punto es advertirles sobre la clase de maestros que eran los judaizantes: «Ellos os tienen celo, pero no con buena intención» (v. 17). ¿A qué se refiere con este «celo»? Por lo visto, hablaba del interés con que seguían a los gálatas. Aparentemente, era una especie de «cortejo», pero la intención no era ayudarles sino ganarlos para la causa judaizante separándolos de Pablo. No era, siquiera, un interés permanente, sino una preocupación que se manifestaba cuando Pablo se hallaba cerca. El apóstol, por tanto, dice: «Es bueno mostrar celo con buena intención siempre, y no sólo cuando yo estoy presente con vosotros» (v. 18). ¿En qué pensaba Pablo, entonces, al decir que debían mostrar «celo con buena intención»? La respuesta parece ser exactamente aquello que impulsaba al apóstol: un deseo ardiente de que los gálatas comprendieran y se arraigaran en el evangelio (no como los judaizantes, que trabajaban para sí mismos: «…a fin de que mostréis celo por ellos»; v. 17). El intenso anhelo de Pablo, por tanto, era asegurar que fuesen salvos: «…sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en vosotros» (v. 19). ¡No existe más camino que Cristo! ¿Cuántos hay que hasta el día de hoy practican un cristianismo de reglas? ¡Para Pablo —y sobre todo para Dios— eso era como no haber nacido aún! ¿Entendemos lo grave que es —carecer de vida espiritual—? No podemos conformarnos con un «cristianismo» así. No podemos admitir, siquiera, que semejante sucedáneo engañe a las personas usando el nombre de nuestro Señor. Captemos, entonces, el inmenso campo evangelístico que se extiende al interior de la propia iglesia. Muchos hoy en día se concentran sólo en quienes jamás han oído el evangelio, pero Pablo el evangelista nos enseña a no dar por sentado que quienes se sientan a nuestro lado en la iglesia se encuentran fuera de peligro. ¿Han encontrado descanso en Cristo? Eso es lo que debemos preguntarnos. Pablo luchó para que lo lograran, y nuestro actuar debiese seguir su ejemplo.
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Gálatas 24
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Gálatas 24

Y porque sois hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones, clamando: ¡Abba! ¡Padre! Por tanto, ya no eres siervo, sino hijo… (Gálatas 4:6-7) Para nadie es un misterio que el fin de la niñez viene acompañado de cambios físicos característicos. El niño, quizás, querrá seguir jugando los mismos juegos por un tiempo, pero independientemente de su voluntad y conciencia, habrá algo que declarará el inicio de una nueva etapa en su desarrollo. En nuestro texto de hoy, Pablo quiere lograr que sean los gálatas quienes abandonen finalmente su «niñez» espiritual, y para ello, ya no habla sólo de Cristo (que los trajo a esta nueva etapa; vv. 4-5), sino también del Espíritu Santo (v. 6), que es la evidencia en ellos mismos. «Ya no se comporten como esclavos», les está diciendo Pablo. «Ahora ustedes son oficialmente hijos, y la prueba de ello es que Dios ha puesto su Espíritu en ustedes». ¿Por qué otra razón, si no, podrían haber recibido el Espíritu? En el capítulo 3 señaló que Éste acompaña el «oír con fe» (3:2, 5, 14), pero precisó, también, que «la promesa del Espíritu» llegaría a nosotros gracias a Cristo (3:14). ¿Cuál es la conexión? La conexión es que, al creer en el Hijo de Dios, Dios no sólo nos adopta sino que pone en nosotros el mismísimo Espíritu de Jesús. ¿No es grandioso? Tan literal es esto que el Espíritu incluso hace brotar en nosotros una sensación muy viva de que Dios es efectivamente nuestro Padre. A eso se refiere Pablo cuando dice que el Espíritu clama a Dios desde nuestro interior: «¡Abba! ¡Padre!» (Abba era la expresión aramea con que un hijo se dirigía a su padre, y es, de hecho, un vocablo que el propio Jesús usó al orar; Mr 14:36) Así es como el Espíritu nos hace experimentar la adopción, pero este no es el caso de aquellos que, confiando férreamente en sí mismos, le dan la espalda a Cristo. Dios, para ellos, es eminentemente un juez y no un Padre amoroso al cual pueden acudir en paz. Quizás el problema de los gálatas estaba justamente aquí. Habían conocido a Cristo, pero en la práctica no estaban disfrutando como hijos. ¿Cuál es tu propia experiencia? ¿Podrías decir que te relacionas con Dios sin dudar de su constante amor paternal? Muchos cristianos lo anhelan sin poder gozarlo de veras. El Espíritu planta en ellos este deseo, pero son tan adictos a cumplir reglas que, tristemente, viven cada día con la sensación de que Dios está enojado con ellos y les castigará de un momento a otro. ¿Es este tu caso? No te prives de la paz de Dios. Si estás cansado de luchar (y seguir fallando), no hay mejor momento para recordar que Cristo canceló incluso tus fracasos de mañana.
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Gálatas 29
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Gálatas 29

…la Jerusalén actual . . . está en esclavitud con sus hijos. Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésta es nuestra madre. (Gálatas 4:25-26)  Fuera del ámbito biológico, solemos decir que una persona es «hija» de algo cuando su conducta u obra es un reflejo de lo que ha vivido o creído. Puede ser «hija de la revolución», «hija de las letras», «hija de las tradiciones» o un sinnúmero de otras circunstancias que moldean nuestras vidas. En el pasaje de hoy, Pablo va a decir que, cuando se trata de nuestra pertenencia al pueblo visible de Dios, nuestra conducta también revela una «madre». Los hijos de Abraham tuvieron dos madres distintas (una libre y una esclava), pero más allá de ser un hecho histórico, esta circunstancia ilustra también la diferencia que la doctrina hace en quienes profesan el cristianismo: ciertas personas son libres, pero el resto se encuentra en esclavitud. Pablo, sin embargo, lo explica diciendo que estas mujeres ilustran dos pactos. Uno es el pacto del Sinaí (donde Israel comenzó a vivir bajo la ley), y muy posiblemente, el otro es el Nuevo Pacto (gracias al cual la ley dejó de cumplir su rol esclavizante). Cada hijo nace según la condición de su madre, y así, la madre de quienes se aferran a la ley es comparable a la mujer esclava (¡lo cual pone a sus hijos en el lugar de Ismael! —también esclavos—). La ilustración, sin embargo, va más lejos, y Pablo agrega que nuestras madres, además, corresponden a dos ciudades diferentes: la Jerusalén «actual» (terrenal) y la Jerusalén «de arriba» (celestial o perteneciente a la esfera invisible de Dios). Esto debió de incomodar a los judíos. El principal escenario de la religión judaica se hallaba en la Jerusalén actual, pero Pablo no sólo exalta a la celestial sino que identifica a la terrenal con esclavitud (probablemente la mención de Arabia reforzaba, incluso, el vínculo con Ismael —ancestro de los árabes—). «Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésta es nuestra madre» (v. 26). Pablo, así, afirma que el pueblo de Dios surge independientemente de la «sangre» judía, y luego, de manera significativa, añade lo que Isaías agregó tras predecir los sufrimientos de nuestro Salvador: «Regocíjate, oh estéril . . . porque más son los hijos de la desolada, que de la que tiene marido» (54:1). ¿Quién es esta que, hallándose estéril y desolada, tendría una descendencia tan grande? Dicha madre no es otra que la iglesia, el pueblo creado  sobrenaturalmente por Dios a través de Cristo. El mensaje, por tanto, es categórico: La iglesia no es creación del hombre (Jn 1:13). Puedes creer que estás en la iglesia por tus fuerzas, pero si esto es efectivamente así, delante de Dios eres esclavo.

 

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Gálatas 30
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Gálatas 30

Pero así como entonces el que nació según la carne persiguió al que nació según el Espíritu, así también sucede ahora. (Gálatas 4:29)  A diferencia de las «sillas musicales», juego en que, por diversión, la gente se disputa un asiento en que sólo cabe uno, la vida puede a veces convertirse en una disputa más seria: dos o más personas, por razones de convivencia, llegan a ser incapaces de compartir un ambiente en que el espacio, irónicamente, sobra. Nuestro texto de hoy nos aclara que, lamentablemente, esto puede suceder incluso en el seno de la comunidad que profesa el cristianismo. Pablo no está, sin embargo, hablando de nuestros caracteres, sino reconociendo (y dando por hecha) una incompatibilidad espiritual entre dos grupos. ¿En qué consiste? Consiste en que uno de los grupos —a saber, quienes confían en sus propias obras—es hostil al otro —es decir, a los que verdaderamente se aferran al evangelio—. Pablo dice: «…así como entonces el que nació según la carne persiguió al que nació según el Espíritu, así también sucede ahora»(v. 29). La referencia, desde luego, alude a la familia de Abraham (vv. 21-23), y lo que Pablo hace es extraer de ella una última ilustración: que así como Ismael, el hijo de la esclava, fustigó a Isaac, el hijo de la mujer libre (Gn 21:9), los esclavos de las reglas fustigan hoy a quienes confían en la gracia. Eso era lo que sucedía en Galacia (aunque no sólo allí): los judaizantes no se conformaban con pensar distinto, sino que perseguían al apóstol dondequiera que fuese (y así, también, a quienes pensaban como él). «Espiaban», como dice Pablo en 2:4, «la libertad que tenemos en Cristo Jesús, a fin de someternos a esclavitud». Lo mismo sucede hoy, y considerando el texto, no debería sorprendernos: lo que Pablo describe corresponde a un patrón. El legalismo se caracteriza por su activismo, y junto con hacer sus propias obras, presiona a los demás para que también las hagan. Estamos, entonces, hablando de algo grave: estas personas anulan con sus reglas la mismísima libertad que a Cristo le costó la cruz. ¿Cómo ha de resolverse esto? Pablo afirma que los dos grupos no están destinados a convivir por siempre. Uno de ellos tendrá que partir, y para tranquilidad de los creyentes, no serán los «hijos de la mujer libre»: «¿qué dice la Escritura? Echa fuera a la sierva y a su hijo, pues el hijo de la sierva no será heredero con el hijo de la libre» (4:30). El mensaje, por tanto, es claro. Si somos «hijos de la mujer libre» (como Pablo asume), la presencia de estas personas no debería parecernos normal. Debería, más bien, alertarnos, y si escuchamos la voz de Pablo, tenemos que hacer algo al respecto. ¿Qué lugar tienen en la iglesia quienes son enemigos de su libertad? Jamás permitamos que la ahoguen.
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RESEÑA: EL MOMENTO TRASCENDENTAL
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RESEÑA: EL MOMENTO TRASCENDENTAL

¿A qué cristiano no le interesan los tiempos del fin? Aunque parezca extraño, a muchos. La Biblia no guarda silencio sobre el tema (todo lo contrario), y sin embargo, encontramos creyentes que incluso se jactan de pasarlo por alto. ¿A qué se debe esto? A la confusión que otros han sembrado. No sólo han hecho creer al cristiano común que sólo un experto puede entender lo que la Biblia dice sobre el tema, sino que han convertido el asunto en una fuente de discrepancias incesantes. ¿Debemos renunciar a estudiarlo y declararnos prácticamente agnósticos en la materia? El pastor irlandés W.J. Grier (1902-1983) habría dicho que no. El momento trascendental es su propio testimonio de ello, y la forma en que lo demuestra consiste en ceñirse insistentemente a la Biblia explicando cómo ésta nos da una pauta interpretativa inequívoca. El libro consta de 16 capítulos breves (más un epílogo y un apéndice), y lo que Grier hace a lo largo de ellos es rastrear dos temas centrales: el regreso de Cristo y el carácter de su reinado (con los hechos anexos a ellos —resurrección, juicio, etc.—). Grier demuestra que la Escritura es clara, y particularmente, que las voces bíblicas concuerdan: Cristo volverá públicamente para introducir el fin, y lo que hoy es un reinado invisible (desde el trono a la derecha del Padre) se convertirá entonces en un reino absolutamente reconocido sobre una tierra renovada. Establecer esto, no obstante, requiere también aclarar los malentendidos, y Grier se concentra particularmente en un punto crítico: la comprensión del reinado de Cristo. ¿Cuándo empieza? ¿Dónde y cómo lo ejerce? Para muchos, Cristo aún no esta gobernando (!), y lo que en la Biblia es un reino eterno, para ellos se trata de 1000 años protagonizados por el Israel étnico. ¿Pueden estas suposiciones considerarse válidas? El libro demuestra que no. Generalmente dichos teólogos se jactan de interpretar la Biblia literalmente, pero lo que en realidad hacen, como señala Grier, es considerar únicamente algunos textos pasando por alto otros que iluminan y controlan la interpretación de los primeros. La restauración de Israel, en realidad, se cumple finalmente en la iglesia, y en lo que respecta a Cristo, todo indica que su gobierno se encuentra en efecto desde que ascendió (aunque aún debe llegar a su plenitud). Así, Grier llega a la última parte de su estudio —la interpretación del Apocalipsis—, y aunque la ubicación de esto en el libro pueda parecer tardía, concuerda exactamente con el acercamiento que el autor quiere modelar: el Apocalipsis debe ser leído a la luz de toda la Escritura. El libro, por tanto, junto con esclarecer la enseñanza bíblica, nos enseña también cómo la Biblia debe ser leída. Las interpretaciones alternativas pueden ser lógicas, pero eso no garantiza que sean bíblicas. Quizás uno de los más grandes aportes del libro sea el hecho de que, junto con ofrecer principios sanos de lectura bíblica, desmantela y llama por su nombre a una corriente que no debería tener espacio alguno en el escenario de la interpretación. Se nos ha querido hacer creer que tiene tanto peso como cualquier otra, pero Grier, desmenuzándola sistemáticamente, expone cómo ella tuerce y genera contradicciones al interior de la propia Escritura. Es una pena que este libro, escrito en 1945, no haya sido traducido antes. ¿Cuántos de nosotros no sentimos alguna vez que la Biblia anuncia el fin en forma más sencilla que los confusos «maestros» denunciados por Grier? Las controversias se desvanecen cuando dejamos que la propia Biblia hable. Sólo advierto, a quienes lean el libro, que la lectura demandará un grado de esfuerzo. Grier quiere que el lector razone, y junto con ello, recurre a algunos conceptos teológicos que será muy necesario asimilar (explicados, en todo caso, por el propio autor al comienzo). Consigue el libro; no te arrepentirás. Aprenderás sobre el tema, pero además de ello, regresarás a la Biblia con un interés renovado.

El momento trascendental. W.J. Grier. Estandarte de la Verdad, 140 páginas.

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Gálatas 28
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Gálatas 28

...Abraham tuvo dos hijos, uno de la sierva y otro de la libre. Pero el hijo de la sierva nació según la carne, y el hijo de la libre por medio de la promesa. (Gálatas 4:22-23)

«Por la boca muere el pez». Seguramente has escuchado este refrán que nos recuerda un importante principio: Ten cuidado antes de decir algo que te podría meter en problemas. Los judaizantes, en la época de Pablo, se habrían ahorrado una buena vergüenza si lo hubiesen tenido en cuenta. Ellos se refirieron insistentemente a la ley, hasta que Pablo, consciente de lo que ésta enseñaba, no tuvo más remedio que jugar contra ellos en la misma cancha: «Decidme, los que deseáis estar bajo la ley, ¿no oís a la ley?» (v. 21) Sobre la misma ley el apóstol ya había aclarado que ésta nos condena y nos conduce a Cristo (3:10, 24), pero ahora, yendo incluso más lejos, va a tocar otra clase de fibra: la aparente seguridad de tener a Abraham como ancestro biológico. «…está escrito que Abraham tuvo dos hijos, uno de la sierva y otro de la libre» (v. 22). Es como si Pablo les dijera: «Eso es lo que enseña la ley que a ustedes tanto les atrae. ¿No lo habían notado?» Evidentemente lo sabían, pero el punto es que habían llegado a convencerse de que la relación sanguínea en sí misma les concedía un vínculo con Dios. Olvidaban, curiosamente, que el «hijo de la sierva» (Ismael) también era descendiente biológico de Abraham. Los judíos, desde luego, se amparaban en que la nación provenía de Isaac (no de Ismael), pero Pablo no sólo descarta la ventaja del vínculo sanguíneo para ambos hijos sino que traslada el foco nada menos que a la causa de los respectivos nacimientos: una decisión humana en el caso de Ismael, y una promesa en el caso de Isaac (Gn 16:1-4; 17:15-21). ¿Qué mensaje quería enviar a sus oponentes? Les estaba diciendo que sólo una promesa había dado origen a la línea familiar escogida (antes de eso, Sara era estéril), y estaba insinuando, por otro lado, que la intervención humana sólo había dado origen a un pueblo como los demás. Es el mismo mensaje que, de otro modo, resonaba en 3:18: «…si la herencia depende de la ley, ya no depende de una promesa; pero Dios se la concedió a Abraham por medio de una promesa». Ambas son mutuamente excluyentes. No podían, entonces, atribuirse un lugar en el pueblo de Dios y continuar descansando en sus acciones humanas: hacer esto les pondría en el lado de Ismael. La pregunta, por tanto, sigue siendo: ¿En quién descansas tú? ¿Descansas exclusivamente en Cristo, en quien se cumplió la promesa? Hagámonos esta pregunta a diario. Tenemos la tendencia natural a olvidarlo, así que mejor oremos: pidamos que Dios mismo nos enseñe a descansar.
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Gálatas 32
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Gálatas 32

De Cristo os habéis separado, vosotros que procuráis ser justificados por la ley; de la gracia habéis caído. (Gálatas 5:4) Muy probablemente, una de las formas más típicas de accidente en altura se produce cuando una persona, extendiendo el brazo para alcanzar un objetivo distante, se inclina hasta perder su punto de apoyo. Esto puede generar caídas graves, pero además de eso, nos recuerda que ciertas cosas son incompatibles: no podemos tener unas sin renunciar a otras. En nuestro texto de hoy, Pablo quiere que los gálatas entiendan cómo esto se aplica a nuestra búsqueda de la salvación. Ellos antes habían conocido a Cristo, pero disconformes con eso, ahora querían también circuncidarse. ¿Qué estaban buscando? Muy posiblemente, querían suplir su falta de confianza en Cristo. Reconocían que Él jugaba un rol, pero en el fondo seguían creyendo que cumplir la ley era fundamental. Pablo les muestra —una vez más— que estaban tratando de unir dos cosas incompatibles: «…si os dejáis circuncidar, Cristo de nada os aprovechará» (v. 2). Más adelante, es cierto, dirá que la circuncisión no tiene valor en sí misma (5:6; 6:15), pero cuando ésta era considerada un requisito, Pablo no podía guardar silencio: «…otra vez testifico a todo hombre que se circuncida, que está obligado a cumplir toda la ley» (v. 3). No se podía adoptar una cosa sin perder la otra. Pablo lo había dicho con claridad: «…si la justicia viene por medio de la ley, entonces Cristo murió en vano» (2:21). Recurrir a la circuncisión, entonces, no constituía una salvaguarda sino un completo rechazo de Cristo. Los gálatas querían asegurarse por medio de las dos vías, pero Pablo señala enfáticamente que con eso corrían peligro: «De Cristo os habéis separado, vosotros que procuráis ser justificados por la ley; de la gracia habéis caído» (v. 4). Pocas advertencias podían ser tan alarmantes como esta. Estar en la gracia era gozar del favor divino, pero «caer» de ella (nota la expresividad del verbo) era perder todos los privilegios que Dios nos concede gratuitamente en Cristo. ¿Significa esto que un verdadero creyente puede perder su salvación? No, pero si alguien se identifica como tal debe distinguir cuidadosamente en qué está poniendo su seguridad. Muchos que dicen ser cristianos conciben a Cristo como poco más que una figura inspiradora. Se han incorporado a una iglesia tras escuchar que Él nos salva, pero luego, en la práctica, han seguido pensando que Dios los aceptará o rechazará en función de cómo se desempeñen a diario. ¿Qué diría Pablo al respecto? Caer de la gracia, en este caso, equivale a perder de vista que la bendición de Dios es gratuita tanto el primer día como los que siguen. ¿Qué ha sido de tu vida desde que te presentaron a Cristo por primera vez? ¿Has introducido tus propias acciones como un medio de asegurar que Dios te siga aceptando? No olvides la advertencia de Pablo: «complementar» a Cristo es perderlo.
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Gálatas 31
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Gálatas 31

Para libertad fue que Cristo nos hizo libres; por tanto, permaneced firmes, y no os sometáis otra vez al yugo de esclavitud. (Gálatas 5:1)  Para quienes están en una guerra contra los kilos, llevar a cabo una dieta constituye una lucha en dos frentes: la evidente lucha contra el deseo, y una lucha adicional contra el entorno (¡especialmente cuando debes comer en otra casa!). Lo mismo sucede con otros cambios de conducta, y como era de esperar, también cuando intentamos vivir de acuerdo a la Palabra de Dios. Pensemos, una vez más, en los gálatas. Lo que los arrastraba hacia la ley era un instinto pecaminoso (el deseo de autojustificarse), pero como si eso no hubiese bastado, también estaban siendo presionados (recordemos a los judaizantes). ¿Qué podía hacer Pablo? El apóstol hizo lo siguiente: les recordó el evangelio, y a continuación añadió un imperativo (recordemos que los imperativos bíblicos deben entenderse a la luz de lo que Dios ya ha hecho gratuitamente por nosotros). «Para libertad fue que Cristo nos hizo libres». Esta declaración puede parecer obvia, pero contiene importantes lecciones. En primer lugar, nos recuerda que la libertad no es nuestra condición natural. Podemos observarlo en nuestra conducta, pero también es la razón por la que no fuimos capaces de salvarnos a nosotros mismos. Cristo debió salvarnos, y esta es la segunda lección: que la salvación no está en nuestras manos. La frase, finalmente, añade un tercer punto, y este es que nuestra libertad es una realidad actual (no futura). Ni siquiera es una posibilidad, sino una realidad concreta —objetiva—. Cristo nos hizo libres, y sólo resta que vivamos como tales. El imperativo, entonces, se deduce naturalmente, y éste es: «Permaneced firmes». Nada menos que eso puede garantizar que vivamos nuestra libertad. Debemos ejercer intencionalmente nuestra condición, y como añade Pablo, «no [someternos] otra vez al yugo de esclavitud». ¿Cómo podemos evitar someternos nuevamente a la esclavitud? En primer lugar, asumiendo que Cristo hizo todo. Su paso por la tierra no dejó las cosas inconclusas, y en consecuencia, debemos rechazar nuestra tendencia a creer que podemos agregar algo. Olvidémoslo: es imposible. Habrá muchos que se jactarán de lo que ellos hacen por Dios (y de cómo eso, según ellos, les hace dignos de Él), pero no te unas a ellos —aunque parezcan gente piadosa—. No son un modelo a seguir sino enemigos encubiertos de la cruz. Finalmente, recuerda que nuestra obediencia a Dios no lo deja a Él en deuda con nosotros: es la obediencia que nosotros le debemos a Él, y además, una respuesta de sincera gratitud por todo lo que Él ya hizo en nuestro favor. ¿Es eso lo que nos motiva? Revisemos nuestro corazón a diario y pidámosle a Dios que nos lo recuerde.
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Gálatas 33
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Gálatas 33

Pues nosotros, por medio del Espíritu, esperamos por la fe la esperanza de justicia. (Gálatas 5:5) Imagina que es de noche y te has quedado sin dinero en una ciudad desconocida. ¿Qué harás para dormir en un lugar seguro? Sería fácil si conocieras a alguien, pero como no es el caso, tu única esperanza es dormir donde un extraño. ¿Crees que lograrás convencerlo? No lo sabrás hasta que lo tengas enfrente. Los gálatas, como nos muestra Pablo, se hallaban en esta misma clase de incertidumbre. Confiaban en que convencerían a Dios, pero siendo realistas, en esta vida jamás estarían seguros. ¿Por qué Pablo no tenía este problema? Porque la fuente de su seguridad era independiente de su desempeño personal. Observa cómo describe su propia situación y la de quienes se aferran al evangelio: «…nosotros, por medio del Espíritu, esperamos por la fe la esperanza de justicia» (v. 5). Lo que todos esperamos es que Dios nos declare justos (limpios e intachables), pero lo que marca la diferencia es la base sobre la cual descansa nuestra esperanza. Podemos construirla sobre nuestras acciones —confiando en nuestras pobres capacidades—, pero si admitimos nuestra insuficiencia (y la suficiencia de Cristo), la esperanza que obtendremos provendrá del Espíritu. Él es quien nos da la fe, y esta fe no sólo salva sino que infunde certeza: la certeza de que Dios nos acepta. Por eso es que Pablo no vacilaba. Su confianza (o fe) en Cristo era evidencia del Espíritu, y habiendo nacido del Espíritu, no necesitaba esperar para saberse salvo. El apóstol, entonces, se basa en que sólo necesitamos a Cristo, pero lejos de descartar las obras, reconoce el verdadero lugar que tienen: «Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión significan nada, sino la fe que obra por amor» (v. 6). Las obras, por tanto, formarán parte de nuestra vida, pero no como un requisito para salvarnos sino como un fruto natural de la fe genuina. Pablo añade, además, que la fe obra por amor, y en ese sentido, la contrasta aun más con las obras interesadas de quienes pretenden acceder a Dios por sus propios medios. El apóstol expresa su confianza diciendo «nosotros». ¿Puedes tú identificarte con sus palabras? ¿Eres parte de quienes, gracias al Espíritu, esperamos ser considerados justos únicamente por confiar en Jesús? Analiza, por ejemplo, las acciones que caracterizan tu servicio a Dios. ¿Cuál es la motivación que te impulsa? ¿Te preocupa ser mal evaluado? El amor fluye libremente cuando no sientes la obligación de ser aceptable. Reconoce que Cristo hizo todo, y las razones para servirle en amor brotarán espontáneamente convertidas en obras.
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Gálatas 35
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Gálatas 35

…vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; sólo que no uséis la libertad como pretexto para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros. (Gálatas 5:13) Hace algunos años, en ciertos lugares del mundo aparecieron los llamados «restaurantes sin precio». No significaba que la comida fuese gratis, sino que al término del servicio el precio era fijado por el cliente. ¿Qué crees que sucedió? Exacto: hubo quienes abusaron. Los camareros debieron recordar a estos clientes y, en sus visitas posteriores, entregarles una versión del menú que sí incluía valores. ¿Por qué esto no nos sorprende? Porque sabemos cómo somos capaces de actuar en ausencia de reglas. Prescindir de ellas da lugar a la espontaneidad, pero si no tenemos principios, caemos espontáneamente en el abuso. Hoy, en nuestro texto, Pablo aborda exactamente esto. Antes ha insistido en que somos libres, pero ahora siente el deber de recordarnos los principios: «...vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; sólo que no uséis la libertad como pretexto para la carne…» (v. 13). ¿Cuál es la libertad a la que fuimos llamados? La libertad respecto de la culpa. Si creemos en Cristo, la ley ya no nos condena, pero Pablo explica que su esencia sigue vigente: «…servíos por amor los unos a los otros. Porque toda la ley . . . se cumple en el precepto: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'» (vv. 13-14). No está diciendo, entonces, que la ley sea irrelevante, sino que, libres de su efecto condenatorio, nuestras vidas deben encarnar su esencia voluntariamente. Era imposible, así, que Pablo fuese correctamente acusado de despreciar la ley. Su enseñanza, evidentemente, seguía la de Cristo (Mt 7:12), y la de Cristo, como sabemos, no era otra que la del Antiguo Testamento (Lv 19:18). ¿Cómo podemos, entonces, poner esta ley en práctica? Reconociendo, para empezar, que la «carne» (o naturaleza pecaminosa) ya no nos domina. Antes estábamos sujetos a su egocentrismo insaciable, pero ahora, libres de su tiranía, podemos cumplir nuestro propósito original: «…[servirnos] por amor los unos a los otros» (v. 13). Todo esto era lo que los gálatas se estaban perdiendo por vivir un cristianismo de normas. Cumplir reglas, en última instancia, genera competencia, y por lo que Pablo sugiere, la realidad ya daba testimonio de esto: «…si os mordéis y os devoráis unos a otros, tened cuidado…» (v. 15). Necesitamos, por tanto, analizar cuidadosamente nuestro caso: ¿Estamos viviendo la libertad descrita por Pablo? ¿Sentimos que, sin la amenaza del castigo, la esencia de la ley se hace más clara, deseable y fácil de practicar? ¡Dios nos acepta sin rencores! Empecemos, por ejemplo, practicando el mismo gesto.
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Gálatas 34
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Gálatas 34

Yo tengo confianza . . . de que no optaréis por otro punto de vista; pero el que os perturba llevará su castigo, quienquiera que sea. (Gálatas 5:10) Cada día, innumerables enfermos deben sentarse en la consulta de un médico sólo para terminar escuchando las palabras: «Esta enfermedad habría sido controlada si usted hubiese venido tras los primeros síntomas». Es importante captar las señales, pero es aun más necesario tomar medidas a tiempo. Lo mismo sucede con la salud espiritual de la iglesia, y Pablo, escribiendo a los gálatas, está tomando medidas para poner atajo a las infecciosas ideas de quienes estaban corrompiendo la fe. El apóstol analiza las causas: «Vosotros corríais bien, ¿quién os impidió obedecer a la verdad? Esta persuasión no vino de aquel que os llama» (vv. 7-8). Sólo podía, más exactamente, venir desde afuera. «Falsos hermanos», como había dicho Pablo (2:4), estaban contaminando la verdad introduciendo un error que podía causar grandes estragos. ¿Debía Pablo esperar más tiempo? Su respuesta es no: «Un poco de levadura fermenta toda la masa» (v. 9). Pablo, en el fondo, no desconfiaba de todos los gálatas. A lo largo de su carta los había sacudido, pero su objetivo no era condenarlos sino librarlos del error: «…tengo confianza respecto a vosotros . . . de que no optaréis por otro punto de vista…» (v. 10). Los falsos maestros se condenarían, pero Pablo quería que sus hermanos fuesen libres de semejante destino («…el que os perturba llevará su castigo, quienquiera que sea»; v. 10). El peligro, finalmente, acechaba también al propio apóstol, aunque en el caso de él, tomaba más la forma de un ataque: «…si todavía predico la circuncisión, ¿por qué soy perseguido aún?» (v. 11) Es evidente que Pablo no predicaba la circuncisión, pero sus palabras parecen indicar que sus oponentes le acusaban de hacerlo (insinuando, quizás, que finalmente era «uno más de ellos» cuando no había gentiles alrededor). Pablo expone la contradicción, pero al pasar, sugiere que la dificultad de aceptar la cruz radica en su exclusividad: «En tal caso [es decir, si también predico la circuncisión], el escándalo de la cruz [es] abolido» (v. 11). ¡No nos sorprende que Pablo quisiese detener a estos engañadores! El apóstol lo anhela con intensidad, y sus palabras —basadas, quizás, en la insistencia de sus oponentes sobre la circuncisión— expresan gráficamente la solución que tenía en mente: «¡Ojalá que los que os perturban también se mutilaran!» (ya que la circuncisión, en efecto, consiste en desvincular del cuerpo un trozo de piel). La iglesia, en nuestros días, sigue expuesta a corrientes de enseñanza falsa, y al igual que Pablo, debemos luchar por mantenerla pura. Es cierto que la tolerancia puede ser una virtud, pero cuando se aplica a la difusión del error se convierte más bien en un grave peligro. No esperemos que la mentira se presente siempre como una perversión total de la verdad. Generalmente se introducirá de a poco, y será entonces cuando necesitaremos combatirla.

 

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Gálatas 38
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Gálatas 38

Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. (Gálatas 5:22–24) Existe un viejo adagio que dice: «No le pidas peras al olmo». Esperar que alguien actúe en contra de su naturaleza es ingenuo, pero lo que Pablo hace en este punto es exactamente lo inverso: buscar el fruto que legítimamente se debería encontrar en un creyente. El apóstol ha señalado que los hijos de Dios nacen gracias a una acción del Espíritu, y lo que pasa a recalcar ahora es que ese Espíritu puede (y debería) distinguirse por sus efectos: todas las virtudes que nombra constituyen su fruto. El Espíritu, así, es representado como una semilla fértil, y esa semilla, como vemos, se manifiesta como un conjunto de rasgos. Citando a Tertuliano, «en la semilla está presente el fruto completo». Queda en evidencia, por tanto, que el creyente no experimenta una renovación espiritual parcial, sino que, como se deduce de la lista, es transformado para amar a Dios, amar a su prójimo y «tomar las riendas» de su propio ser —todo lo que no podía hacer cuando estaba bajo el control de su naturaleza pecaminosa—. El apóstol añade que contra el fruto del Espíritu «no hay ley» (v. 23), y lo que esto nos recuerda es que este set de virtudes corresponde al tipo de persona que Dios tuvo en mente desde el principio: un hombre libre, que hiciese naturalmente el bien y que no necesitase de las restricciones y regulaciones que, más tarde, el pecado hizo necesarias. «Los que son de Cristo Jesús», dice Pablo, «han crucificado la carne con sus pasiones y deseos» (v. 24): Esa es la razón de nuestra libertad, o dicho de otro modo, somos libres porque renunciamos a esa naturaleza que nos hacía culpables. ¿Cómo conciliamos, sin embargo, la declaración anterior con el hecho de que aún pecamos? A veces podemos sentir que, en realidad, todavía no hemos renunciado a nuestro «viejo yo», pero si el anhelo de nuestro corazón es dejarlo porque amamos a Dios, lo que debe importarnos es empezar cada día encomendándonos a Él para hacerlo mejor que el día previo. Quizás tus continuas caídas te hagan pensar que jamás te convertiste de verdad, pero esto no debe desanimarte: tu «yo pecaminoso» agonizará un tiempo más antes de morir por completo. El Espíritu, sin embargo, vivirá por siempre. ¿No es esta una noticia estimulante? Fijemos, entonces, nuestra vista en lo que Él está haciendo, y a medida que seguimos sus impulsos, disfrutemos de ver cómo su fruto crece y se multiplica en nuestras vidas.
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Gálatas 39
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Gálatas 39

Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu. No nos hagamos vanagloriosos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros. (Gálatas 5:25–26) Es muy probable que, en alguna ocasión, hayas visto un automóvil arrastrar a otro usando algún tipo de cuerda. El avance, como es evidente, depende del primero, pero el conductor del segundo no puede girar en cualquier dirección: debe asegurarse de seguir a quien lo lleva. En la vida cristiana opera un principio similar, y sin embargo, el creyente no siempre es consciente de que debe seguir también la dirección establecida por el Espíritu que le da vida. Éste, como ha dicho Pablo, es lo único que puede unirnos a Dios, pero con frecuencia ocurre que, en el día a día, nos estancamos por querer tomar otros caminos. ¿Qué síntomas había de esto entre los gálatas? A juzgar por las palabras del apóstol, una falta de armonía palpable. Ya lo había insinuado en 5:15, pero al llegar a este punto pone una vez más el tema sobre la mesa: «No nos hagamos vanagloriosos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros» (v. 26). Es fácil que se produzca esta clase de ambiente cuando, en lugar de comprender que todos somos salvos gratuitamente, clasificamos a las personas en función de su desempeño (como sucedía, en este caso, al intentar cumplir la ley). Se establece una escala de méritos, y cuando eso sucede, la gente compite. Pablo aclara que esto es incorrecto, y no es casualidad que su llamado esté conectado con la afirmación sobre el Espíritu. ¿Qué es lo primero que Pablo nombra en su descripción del fruto? «El fruto del Espíritu es amor…» (5:22). Aparecerán, a continuación, rasgos complementarios como la amabilidad y la bondad, pero, tal como lo expresó en 5:14, la esencia de la ley consiste en amar al prójimo como a uno mismo. No debemos, entonces, creer que «andar por el Espíritu» es una experiencia que se agota en lo individual. Andar por el Espíritu es seguir su guía, y como Pablo lo ha manifestado, el Espíritu genera relaciones (concretas y armónicas). Cuestionemos, por tanto, a quienes retratan la espiritualidad como poco más que un misticismo introvertido. Emocionalmente, desde luego, puede parecer atractivo, pero cuando todo se centra en el «yo», somos como el conductor que sabotea la mismísima fuente de su avance. Observemos y sigamos al Espíritu.
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Gálatas 40
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Gálatas 40

Hermanos, aun si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo en un espíritu de mansedumbre, mirándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Llevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo. (Gálatas 6:1–2) Tradicional en los parques de atracciones, el «dunk tank» es un juego en que una persona es suspendida sobre un gran tanque de agua mientras otra intenta hacerla caer arrojando bolas contra un objetivo que desactiva el soporte. En el contexto de un parque esto puede divertir, pero cuando se convierte en una metáfora de nuestras relaciones, la situación cambia radicalmente. ¿Quién puede disfrutar de que otros anhelen continuamente verle caer? Hoy, en nuestro texto, Pablo aborda este problema llamando a los gálatas a cultivar un espíritu completamente opuesto, es decir, una unidad que se traduzca en cuidar de los demás. ¿Por qué lo hace? Porque, según parece, los gálatas estaban compitiendo. Las caídas de unos se convertían en el festín de otros, y en un escenario como ese, obviamente el amor y la unidad se extinguían. Pablo, por tanto, les deja una instrucción, y esta es que, si alguien comete una falta, los demás se apropien del problema con el fin de ayudarlo: «restauradlo en un espíritu de mansedumbre» (v. 1). Les enseña, así, que deben proceder con humildad, y al imponerles este límite, ahoga también la altanería de quienes sienten que crecen cuando sus hermanos descienden. Nuestro deber, por tanto, es estar atentos, pero no con el fin de compararnos, sino intentando ayudar y captar la advertencia: «Hoy puede ser mi hermano, pero mañana podría ser yo». Lo esencial, sin embargo, es la unidad que debe caracterizar a la iglesia, y aun si nuestro hermano cae con mayor frecuencia que nosotros, lo que suceda con él debe afligirnos a todos: «Llevad los unos las cargas de los otros» (v. 2). Los gálatas, hasta aquí, competían en lugar de apoyarse, pero Pablo, instándoles a avanzar, les recuerda que la antigua ley había dado paso a una norma diferente: «cumplid así la ley de Cristo» (v. 2; 5:14). Es posible que hoy los cristianos no nos aferremos a la ley como los gálatas, pero si continuamos categorizándonos en función de nuestro desempeño, seguiremos propensos a celebrar las caídas que, equivocadamente, consideramos «ajenas». Practicar un cristianismo individualista es contradictorio y, para ser más claros, integrar una comunidad es mucho más que sólo reunirse los domingos.
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Gálatas 41
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Gálatas 41

Porque si alguno se cree que es algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo. Pero que cada uno examine su propia obra, y entonces tendrá motivo para gloriarse solamente con respecto a sí mismo, y no con respecto a otro. (Gálatas 6:3–4) Alguien ha dicho que lo que más nos asusta no es que nos mientan, sino que nos digan una verdad en especial: la verdad sobre nosotros mismos. Nadie más que nosotros, en este mundo, accedemos a los últimos rincones de nuestro corazón, pero cuando captamos la indulgencia con que nos autoevaluamos, debemos reconocer que, al recorrer esos rincones, pareciera que lo hiciéramos vendados. Pablo, en esta sección de su carta, destapa un aspecto de esa verdad incómoda, y su diagnóstico, libre de ambigüedades, cae como un balde de agua fría: «si alguno se cree que es algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo» (v. 3).  Anteriormente ha estado enseñando que la unidad de los creyentes exige una conducta solidaria, pero ahora, queriendo excluir por completo la crueldad de la competitividad, califica esta actitud de absurda atacando nada menos que su centro de origen: las pretensiones del orgullo humano. Alguien podría creer que, en las palabras de Pablo, hay lugar para las excepciones, pero la trayectoria que sigue hace claro que absolutamente nadie tiene nada de qué jactarse. ¿No están acaso corrompidos todos los rincones de nuestro ser? ¿No es evidente que, cuando se trata de nuestro amor y servicio a Dios, sólo podemos responsabilizar al Espíritu, que consigue producir esos frutos en corazones naturalmente áridos como los nuestros? Quien crea lo contrario, dice Pablo, sólo se engaña a sí mismo. Por eso nos llama a abandonar las comparaciones, y si hemos de evaluar, debemos centrarnos únicamente en determinar cuánto hemos avanzado individualmente. Esa, por así decirlo, es la única comparación que deberíamos atrevernos a hacer: la comparación con el creyente que éramos el día de ayer. ¿Podemos hacer este ejercicio y comprobar que, con la ayuda del Espíritu, hemos crecido desde que Dios nos llamó? Sería extraño que, siendo verdaderos creyentes, no hubiese progreso alguno. ¿Podemos, por otro lado, observar avances en relación con las luchas personales que hemos enfrentado más recientemente? Evitemos distraernos con «lo que los demás deben hacer», y trabajemos, desde hoy, por alcanzar las metas individuales que Dios nos está poniendo por delante. Cada uno tiene las suyas, y es importante que comencemos por identificarlas. ¿Cuál será tu prioridad? Ora, trabaja en ello, y disponte a ver cambios.  
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Gálatas 43
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Gálatas 43

el que siembra para su propia carne, de la carne segará corrupción, pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna. (Gálatas 6:8) «Es hora de que la aplicación de la ley se organice tanto como el crimen organizado». Esta cita, atribuida a Rudy Giuliani, ex alcalde de Nueva York, refleja con una pizca de humor la triste realidad de que, en la práctica, son más las leyes existentes que aquellas que en verdad se cumplen. Gálatas, sin embargo, nos habla de una realidad distinta: Las leyes humanas pueden ser impunemente violadas, pero cuando se trata de Dios —el mayor legislador de todos—, siempre hay una consecuencia —a corto o a largo plazo—. «No os dejéis engañar», dice Pablo; «de Dios nadie se burla; pues todo lo que el hombre siembre, eso también segará» (v. 7). El apóstol menciona una ley general, pero aunque sea válida en diversos casos, en Gálatas tiene una aplicación concreta: Pablo habla de hacer el bien a otros (vv. 6, 9-10). ¿A qué se refiere con que segaremos lo que sembremos? En el contexto de la carta, como lo deja entrever el apóstol, los gálatas aún no acostumbraban compartir con el prójimo. Es probable, no obstante, que se tratase de algo premeditado, y lo que Pablo hace, en respuesta, es advertirles que Dios no pasaría esto por alto: las consecuencias se ajustarían a la acción: «El que siembra para su propia carne, de la carne segará corrupción, pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna» (v. 8). ¿Qué nos motiva cuando, como diría el apóstol Juan (1 Jn 3:17), le «cerramos nuestro corazón» al hermano en necesidad? ¿No indica eso que estamos más interesados en autocomplacernos? A la luz de nuestro texto, deberíamos entender que quien hace eso siembra para su naturaleza pecaminosa. Dios, sin embargo, ha establecido una regla, y esa regla es que, en un caso como este, cosecharemos perjuicio. Excusas, como siempre, puede haber miles, pero por más que engañemos al resto, experimentaremos en carne propia la inviolabilidad del principio. No debiese sorprendernos que, cuando caemos en esto, perjudiquemos nuestro crecimiento espiritual. Por eso, como dice Pablo, no debemos cansarnos de hacer el bien (¡y en especial a la «familia de la fe»! — vv. 9-10). Esperar la cosecha puede parecer largo, pero si perseveramos en ello, cosecharemos a su debido tiempo. ¿Has sentido que tu crecimiento espiritual se ha detenido —o que no ha alcanzado tus expectativas—? Un buen punto de partida sería evaluar lo que has estado sembrando. Quizás estés en esa larga espera —esa que incluso acompaña a los que siembran para el Espíritu—, pero si estás sembrando en el terreno de la autocomplacencia, es hora de detenerse a pensar: «¿Cómo estoy viviendo mi vida, y en particular mi entrega a los demás?» Identifica lo que debe cambiar, busca la ayuda de Dios, y espera confiado el fruto prometido.
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Gálatas 42
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Gálatas 42

Y al que se le enseña la palabra, que comparta toda cosa buena con el que le enseña. (Gálatas 6:6) En su obra El abanico de Lady Windermere, Oscar Wilde pone en boca de uno de sus personajes que «un pesimista es aquel que conoce el precio de todo y el valor de nada»: desconfía porque sólo piensa en lo que saldrá de su bolsillo y no es capaz de percibir el valor de lo que recibirá a cambio. Sin lugar a dudas, la distinción hecha por Wilde nos permite comprender no sólo una posible causa del pesimismo, sino también de la gran facilidad con que «abrimos nuestras manos» únicamente para recibir Pablo, en nuestro texto, habla de esto a los gálatas, y lo que quiere corregir, muy probablemente, es una tendencia a no saber valorar lo que los maestros de la Palabra deben invertir para cumplir con su deber. Quienes reciben la enseñanza, dice Pablo, deben «compartir». No pueden ser simplemente receptores, y esto nos recuerda que, cuando se trata de la iglesia, cada miembro está llamado a usar lo que ha recibido de Dios para bendecir también a los demás. Debe compartir «toda cosa buena», y al hacer hincapié en ello, hace notorio que quien enseña es también una persona con necesidades diversas. Pablo, así, establece una correspondencia (una entrega mutua), pero junto con equilibrar la relación, pone también de relieve el trabajo de quienes se dedican a la exposición de la Palabra. ¿Cuál es la razón de que esto, siendo tan esencial como es, exija ser corregido tanto en nuestro siglo como lo fue en el primero? Definitivamente, como sugerimos al comienzo, es una cuestión de percibir su valor. Afirmamos que la Escritura es importante, pero a juzgar por lo que «invertimos» en sus expositores, comunicamos que, en realidad, puede ser entregada sin cuidado. Necesitamos, por tanto, evaluar nuestras prioridades, y poniendo la enseñanza en su lugar (como cúspide), debemos contribuir a su excelencia. ¿Qué necesitamos tener en cuenta? Consideremos, como dijo Pablo, todas las áreas necesarias. Deberíamos, de un lado, contribuir materialmente al sostén de los que enseñan —toda labor implica un costo—, pero, como lo exige la unidad de los creyentes, debemos igualmente prestar apoyo espiritual. ¿Cuándo fue la última vez que animaste a un predicador? ¿Has averiguado si necesita algo? El servicio que presta es de la máxima importancia. ¿Estás haciendo algo para que los ministros de la Palabra ejerzan su vocación así como el resto ejerce la suya? Al contrario de lo que muchos piensan, el trabajo del que enseña no se restringe al tiempo que ocupa en hablar. Meditemos, por tanto, en las necesidades menos evidentes, y buscando la ocasión, contribuyamos a que la enseñanza jamás se apague.
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Gálatas 44
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Gálatas 44

…jamás acontezca que yo me gloríe, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo. (Gálatas 6:14)

Cuando te llamen para sacar un tornillo y no sepas de qué tipo es, mejor lleva todos los destornilladores que tengas. La tarea, desde luego, no es compleja, pero llevarla a cabo será cuestión de elegir la herramienta adecuada. Pablo, al acercarse al final de su carta, nos da la impresión de estar aplicando exactamente el mismo principio. Hasta aquí ha desplegado un arsenal impresionante de argumentos, pero como si aún no bastase, parece preguntarse: «¿Qué más puedo hacer para persuadir a estos gálatas?» Quiere asegurarse de que el mensaje penetre, y para ello, está llenando su carta de todas las herramientas posibles. Dice: «Mirad con qué letras tan grandes os escribo de mi propia mano» (v. 11). Comúnmente, quien anotaba todo era su secretario y Pablo sólo hacía presente su propia caligrafía al final. Con ello garantizaba la autenticidad de la carta (2 Ts 3:17; Col 4:18), pero al mismo tiempo, como vemos aquí, podía también añadir énfasis. Parece decir: «¡Esto es tan importante que incluso quiero escribirlo yo mismo!» Y a juzgar por lo que sigue, el apóstol quiere llegar realmente al fondo. Emitiendo su opinión personal, es como si dijera: «No sigamos con rodeos». ¿Qué querían, en verdad, los judaizantes? ¿Se interesaban verdaderamente en la ley? Pablo insinúa que no: «…ni aun los mismos que son circuncidados guardan la ley, mas ellos desean haceros circuncidar para gloriarse en vuestra carne» (v. 13). Se interesaban, más bien, en sí mismos. Querían parecer rigurosos, y para eso, sólo veían a los gálatas como potenciales trofeos. Pablo dice de ellos: «Los que desean [quedar bien con otros] tratan de obligaros a que os circuncidéis simplemente para no ser perseguidos a causa de la cruz de Cristo» (v. 12). Querían que el mundo los aprobara, mientras que Pablo, lejos de poner el foco en sí mismo, dice que sólo se enorgullecerá de Jesús, cuya cruz explica su desinterés por la aprobación humana: «…jamás acontezca que yo me gloríe, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo» (v. 14). Eso es lo que realmente importa: no lo que está haciendo el hombre (circuncidarse o no), sino la «nueva creación» llevada a cabo por Dios —y que exige, para empezar, que la cruz rompa nuestro vínculo con el mundo—. Pablo, así, comienza finalmente a despedirse, y siendo consecuente con su enseñanza, pronuncia una bendición sobre quienes realmente se aferran a Cristo: el pueblo de la «nueva creación» (v. 16; 3:7, 29). ¿Puedes decir que esa bendición es tuya? Que tu test sea el versículo 14. Necesitamos apropiarnos de sus palabras, y para eso, convirtámoslas primero en oración.
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Gálatas 45
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Gálatas 45

De aquí en adelante nadie me cause molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén. (Gálatas 6:17–18) «¿Tienes enemigos? Bien. Eso significa que, en algún momento de tu vida, has defendido algo». Esta cita, comúnmente atribuida a Winston Churchill, bien podría definir la trayectoria del apóstol Pablo. Su fidelidad al evangelio suscitó oposición como una cosa de rutina (2 Co 11:23-25), y esto explica por qué, al concluir una carta destinada a zanjar una polémica, el apóstol prácticamente solicita un respiro: «De aquí en adelante nadie me cause molestias…» (v. 17). Había sido engorroso, sin duda, tener que repetirles lo más básico. Lo que los gálatas habían olvidado era nada menos que el «abecé», y el apóstol, consternado por este retroceso, había debido incluso endurecer el tono para corregir el extravío. ¿No tenía suficiente, acaso, con el sufrimiento que enfrentaba a diario? Pablo dice que lleva en su cuerpo «las marcas de Jesús». Esto, desde luego, le permitía esperar algo de deferencia, pero además de ello, era también un hecho que confirmaba su compromiso con Cristo y mostraba que su ministerio apostólico estaba en la misma línea (gozando, así, de la necesaria autoridad). Los judaizantes, en cambio, no podían decir lo mismo (6:12). Ponían, ciertamente, el énfasis en una marca externa (la circuncisión que ellos le ofrecían a Dios), pero Pablo, centrando la mirada en el evangelio (lo que Dios ha hecho por nosotros), deja fuera de toda discusión que las únicas marcas válidas son otras: existen, por un lado, las de Cristo (cuando se nos persigue por causa de Él), y tenemos, por otro, las del Espíritu (esa semilla interna que, como vimos, produce un fruto visible; 5:22-23). En su bendición final Pablo apunta a estas últimas (v. 18), y su mención de la gracia —que podría sonar como una mera despedida— adquiere, indudablemente, una dimensión aun más grande a la luz de la carta en que se encuentra: Dios nos da todo gratuitamente. Al llegar al final de nuestro recorrido por Gálatas, no podemos dejar de alabar a Dios por esa generosidad, y por darnos, entre tantas otras cosas, una carta como esta. Para Pablo, como vimos, no parece haber sido la labor más cómoda, pero considerando el beneficio que nos ha hecho, sólo podemos alegrarnos y meditar en la enseñanza con gratitud. ¿Cómo ha impactado tu vida el mensaje que hemos estudiado? ¿Ha dejado alguna huella en ti? No permitas que esto caiga en el olvido, y meditando una vez más en la enseñanza, toma DECISIONES que te permitan encarnarla. Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con tu espíritu. Amén.  
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Día a día con el cristo resucitado
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Día a día con el cristo resucitado

No hace mucho vivimos una nueva Semana Santa, y muy probablemente, muchos de nosotros vimos alguna película sobre Jesús u otro episodio de la Biblia. Prácticamente no hay Semana Santa sin película bíblica, y la televisión, al menos en ciertos lugares, satisface bien este deseo de ver algo. Sentimos que nos hace falta; creemos en la necesidad de ser estimulados visualmente para entrar en una actitud de reflexión. Sin embargo, ¿es eso lo que necesitamos para sacar un verdadero provecho de nuestras reflexiones sobre Jesús? ¿Estamos acaso en desventaja por no haber vivido en la época de nuestro Señor y sus discípulos? Lucas nos provee un importante texto que, de manera interesante, parece diseñado para contestar esta pregunta (Lc 24:13-35). Dos discípulos se encuentran nada menos que con el Cristo resucitado, y al igual que nosotros, no pueden percibirlo por medio de la vista sino sólo por medio de la Palabra —conectando las Escrituras y sacando conclusiones—. Los dos acaban de dejar Jerusalén. Hace tres días que Jesús murió, y aunque tienen noticias de que ha resucitado, no consiguen asimilarlo ni sacar provecho de ello. Caminan tristes, y mientras debaten sobre lo sucedido, Jesús se les acerca para dialogar. Por una acción divina, temporalmente no son capaces de reconocerlo. ¿Cuánto sabían de los últimos acontecimientos? A juzgar por lo que dicen, todo lo necesario. No sólo conocen lo sucedido, sino que, por si fuera poco, cuentan con fuentes muy cercanas que lo confirman. ¿Por qué, entonces, continuaban desanimados? Como queda claro por las palabras de Jesús, los discípulos han dejado fuera nada menos que el testimonio sistemático de la Escritura sobre la culminación de la historia: «¿No era necesario que el Cristo padeciera todas estas cosas y entrara en su gloria?» (v. 26) Los discípulos deben de haberse sorprendido. ¿En verdad decía eso la Escritura? Jesús les hizo un tour desde el principio, y a medida que avanzaron junto a Él, descubrieron que el «alma» de la Escritura era el evangelio. La Biblia, como sabemos, contiene profecías directas sobre Jesús, pero no sólo eso, sino también patrones de salvación. Dios nos enseña la forma en que actúa, y por lo tanto, cada vez que lo vemos intervenir, encontramos elementos comunes (como si usara una especie de plantilla). Así, por ejemplo, la salvación es siempre gratuita, o encontramos, como en este caso, que su pueblo alcanza la gloria luego de sufrir primero alguna clase de mortificación (José, por ejemplo, es encarcelado en Egipto; Israel debe vagar por el desierto; o David, antes de llegar al trono, es perseguido por Saúl). Jesús, por tanto, tal vez les habló de esto, y casi con total certeza, les habló también de las alusiones más directas: Les recordó, probablemente, pasajes del Génesis (donde dice, por ejemplo, que la serpiente le mordería el talón); los llevó, quizás, a los Salmos (donde David prevé la agonía que el Mesías sufrió a manos de los malos); los llevó, seguramente, a Isaías, donde dice que el Siervo de Dios moriría por muchos; y los llevó, muy posiblemente, a Jonás, donde el profeta representa en vida los tres días que Jesús pasó en la tumba. ¿Cómo podían —insinúa Jesús— haber pasado esto por alto? ¿No sabían, acaso, que Dios actuaba de esa forma? Lucas añade que, posteriormente, sus ojos fueron abiertos para reconocerle (v. 31), pero antes de ir y publicar su resurrección, hacen una reflexión que debería interesarnos: «¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino, cuando nos abría las Escrituras?» (v. 32) Sin duda esta aparición confirmó la resurrección de nuestro Señor, pero nos quedaríamos cortos si sólo la redujéramos a eso. Aquí están ocurriendo más cosas, y no menor entre ellas es la demostración de que la cercanía a los acontecimientos históricos no garantizó una respuesta de fe por parte de estos discípulos. ¿De qué les sirvió, por ejemplo, conocer a quienes encontraron la tumba vacía? Eso no hizo que creyeran más rápido. Los demás discípulos habían visitado el sepulcro, y a pesar de encontrarlo vacío, continuaban resistiéndose a creer. ¿Qué fue lo que realmente hizo la diferencia? Lo que produjo un impacto fue que la Palabra, y no la imagen de Jesús sino su presencia, se combinaron en una experiencia nueva. Ellos jamás habían leído la Biblia pensando en el evangelio, y ahora que Jesús se la mostraba así, se dieron cuenta de que dicha Palabra era un lugar de encuentro con Él. Ellos no dicen que el corazón les ardía sólo por escuchar su timbre de voz, sino cuando Él se mostraba por medio de la Escritura. ¿Podemos nosotros gozar de esta experiencia? ¡Por supuesto que sí! Hoy en día también tenemos la Escritura, y en lo que respecta a la presencia de Jesús, es su propio Espíritu el que nos acompaña. No hagamos la lectura seca que los discípulos habían hecho antes —esa lectura «cuadrada» y cargada de expectativas humanas—. Era evidente que un Cristo muerto no cuadraba en su esquema, pero si entramos con esa mentalidad, jamás entenderemos el evangelio. El evangelio está lleno de verdades que nos contrarían, pero no porque sean irracionales, sino porque nuestro corazón, que quiere todo a su manera, tiende a rechazarlas. Oremos, entonces, para leer sin perder de vista el evangelio. Quizás la Biblia, para ti, solamente ha sido un libro, pero prepara tu corazón para un encuentro con Jesús. Somos muchos los que podemos testificar de esto, pero no hay nada como experimentarlo en persona.
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RESEÑA: BAJO EL ABRIGO
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RESEÑA: BAJO EL ABRIGO


Nota del editor: Aunque Acceso Directo generalmente procura dar a conocer libros recomendables, creemos que la Biblia también nos llama a distinguir el cristianismo bíblico de aquellas corrientes que lo desvirtúan. La siguiente reseña da cuenta de una de dichas corrientes.
Cada vez que leemos un libro (o escuchamos alguna enseñanza) que tiene por objetivo mostrarnos cómo debe vivir el creyente, una de nuestras preocupaciones debe ser asegurarnos de que tal enseñanza se base en una visión bíblica de la forma en que se relacionan nuestro comportamiento y nuestra aceptación ante Dios. Si nuestro comportamiento, como lo enseña la Biblia, es descrito como una consecuencia de haber sido aceptados por Dios, estamos hablando del evangelio, pero si se nos enseña que nuestra aceptación ante Dios depende de dicho comportamiento, estamos ante una perversión del evangelio que, en términos concretos, no es otra cosa que una aproximación legalista a Dios. El libro Bajo el abrigo, de John Bevere, cae decididamente en esta última categoría. Lo que podría haber sido un intento de articular una enseñanza sobre la forma en que los cristianos somos llamados a hacer visible el gobierno de Dios bajo las estructuras temporales de poder, termina siendo, lamentablemente, una especie de manual para mantenerse dentro de una pirámide de autoridades que, de «romperse», podría desatar en cualquier momento la ira condenatoria de Dios sobre el infractor (quedando, así, sin su protección —de ahí el título—). ¿Es este el concepto bíblico de la salvación y la forma en que debemos entender la existencia de autoridades humanas mientras esperamos la plena manifestación del reino de Dios? John Bevere, en su libro, da evidencias de creer que la entrada al reino de Dios es una especie de puerta giratoria. Uno puede entrar hoy, pero si falla en algún punto de sumisión, con igual facilidad puede perder el favor de Dios. Esta visión es llamativa porque, aunque hay muchas manifestaciones de legalismo en las iglesias, son menos las que se centran tan específica y selectivamente en la sumisión a las autoridades terrenales como vara de medir la estatura cristiana. El concepto de la sumisión, sin duda, es importantísimo en la Biblia, pero esta sumisión siempre aparece enfocada en la voluntad revelada de Dios y no en una sumisión ciega a cualquiera que se arrogue el título de «autoridad delegada» por Él. La sumisión bíblica, para ser claros, siempre está dirigida a la palabra divina, y por lo tanto, cuando encontramos autoridades humanas, se espera que éstas hagan valer dicha palabra en sus respectivas esferas y no cualquier ocurrencia propia como si la autoridad descansara en las personas mismas (de manera impactante, en un punto el autor llega al revelador extremo de decir que Dios mismo se supedita a las decisiones de las autoridades humanas que ha designado). El autor intenta —y eso es claro— sustentar sus afirmaciones con numerosos textos bíblicos, pero esta reseña omitiría un rasgo importantísimo del libro si no mencionara que Bevere interpreta la Biblia sin prestar la debida atención al contexto de cada versículo (y a veces, a los versículos mismos). La cruz de Cristo, para empezar, redefine decisivamente el panorama entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pero Bevere no sólo guarda un sistemático silencio sobre la cruz, sino que, en sus afirmaciones, demuestra ser inconsciente del enorme cambio que introdujo. ¿Quién —se pregunta uno— es Jesús para este autor? El libro reconoce su título de «Señor» (y que su sangre puede limpiarnos), pero queda la duda de si Jesús, como diría Pablo, es para él un nuevo Adán (Romanos 5:14-18; 1 Corintios 15:22). Una correcta visión de Jesús es esencial no sólo porque afina dramáticamente nuestra sensibilidad ante las diferencias entre los dos testamentos, sino también porque aclara en qué descansa actualmente nuestra única esperanza de ser aceptados por Dios. Es claro, para empezar, que los seres humanos no podemos ponernos nosotros mismos «bajo el abrigo». Adán perdió la protección de Dios, y sus descendientes nacemos en la misma condición: «fuera del Edén». Dios, sin embargo, proveyó un nuevo Adán (Jesús), y si nacemos en Él, no sólo estamos nuevamente «bajo el abrigo», sino que lo estamos para siempre (porque Jesús, a diferencia de Adán, no falló). Nuestras insumisiones, por tanto, no ponen en riesgo nuestra salvación, pero como resulta obvio, la pregunta de fondo sigue en pie: ¿Cómo debemos entender la sumisión a los hombres? Primordialmente, como una cuestión de orden. Es evidente que, en diversos casos, los grupos humanos requieren de autoridades que los organicen (en pro de objetivos delimitados), pero debemos evitar imaginar que los hombres en puestos de autoridad sean conductos que, únicamente en caso de ser consultados y obedecidos, dejarán fluir la revelación y la bendición de Dios al creyente. Ciertos líderes, indudablemente, cumplen también el rol formativo de guías (como los padres, maestros de escuela o pastores), pero debemos tener mucho cuidado de no confundir la experiencia o los estudios con un acceso privilegiado a la revelación y la bendición de Dios. Me impacta, particularmente, que Bevere diga: «El derecho de hablarle a la vida de un líder debe ser ganado»; o que, refiriéndose a la rebeldía ocasional de quienes no son líderes, añada: «Estas personas están convencidas de que pueden escuchar al Señor tan bien como cualquier otro». No podemos tomar casos como (p. ej.) el de Moisés y exportarlos a nuestra época como si Jesús no hubiese hecho diferencia alguna. El Moisés del Nuevo Testamento es Cristo, y si la iglesia es actualmente su cuerpo, se deduce naturalmente que los roles espirituales de Él descansan en la comunidad (y no en individuos específicos que, equivocadamente, se atribuyen el título de «ungidos»). Este libro, en suma, no resulta bíblicamente fiable, y eso es porque, en la base de todo, se distinguen al menos dos factores: una carencia de herramientas teológicas sanas, y quizás aun más al fondo, una lectura bíblica prejuiciosa que hace calzar la mayor parte de los textos con la fijación del autor en su propia perspectiva del tema. Definitivamente, es un libro que no recomiendo.

Bajo el abrigo. John Bevere. Casa Creación, 237 páginas.

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RESEÑA: JESÚS ENTRE OTROS DIOSES
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RESEÑA: JESÚS ENTRE OTROS DIOSES

Sin duda, uno de los errores más grandes que se han cometido al hablar de las distintas creencias religiosas ha sido pensar que, como cada persona tiene «el derecho a expresar su propio punto de vista», entonces todas las creencias son iguales. Una cosa es pensar que todas las opiniones son válidas como tales, pero algo muy diferente es creer que son iguales o igualmente válidas. Este es el trasfondo contra el cual Ravi Zacharias escribe su libro Jesús entre otros dioses. Zacharias es un hombre que piensa, y si algo queda claro en su libro es que, si uno no percibe el radical abismo que se abre entre el cristianismo y las demás visiones religiosas, es porque no ha captado adecuadamente la dimensión de lo que las diferencia. Zacharias, por tanto, comienza su libro hablando de su propio trasfondo. Nacido y criado en India, comenta su propia búsqueda de propósito, y habiéndose enfrentado a lo que llama el «supermercado espiritual» del país (más de 300 millones de dioses), habla con propiedad de lo que éste jamás le proporcionó: un encuentro con la realidad. Zacharias no teme, como otros lo hacen, cuestionar la religión, y lo que lo convence del cristianismo (a diferencia de las demás creencias) es que éste, en verdad, es capaz de contestar y hacerse grande ante las preguntas más difíciles. El libro, entonces, está dedicado a demostrar esto, y la metodología que sigue consiste básicamente en comparar a Jesús (el corazón del cristianismo) con el carácter y las respuestas de tres corrientes que muchos (y particularmente en Occidente) consideran igualmente válidas: el hinduismo, el budismo y el islam. Un aspecto fundamental que el libro destaca de Jesús (y que lo singulariza) es, desde luego, su divinidad. Ésta, por un lado, es la que determina su particular entrada al mundo (el nacimiento virginal), y es la que explica, por otro, su incomparable pureza. Evidentemente Zacharias comenta la credibilidad de estas afirmaciones bíblicas, pero su línea de fondo es mostrar cuán atrás deja esto a cualquiera de las otras creencias en cuestión. No por ser asombroso es automáticamente imposible, y en el caso de Jesús, es la clase de asombro que precede a la confianza. Zacharias examina luego las afirmaciones hechas por Jesús, y su objetivo inicial es que nosotros mismos nos atrevamos también a cuestionarlo. La fe que madura es la que adquiere razones, y su conclusión es que sólo los prejuicios pueden impedirnos ir sinceramente al fondo de la verdad. Jesús ofreció una prueba de la confiabilidad de sus dichos —la resurrección—, y debemos preguntarnos si en verdad la negación de ella es la reacción más razonable. El libro pasa entonces a lo que «obtenemos» del cristianismo, y Zacharias demuestra que, en el caso de Jesús, es mucho más que la satisfacción de nuestras necesidades físicas. Lo que necesitamos, en verdad, es una comunión con Él, y a diferencia de lo que ofrecen las demás creencias, en el caso de Jesús es alcanzable. Está lejos del budismo, que sólo ofrece reglas y más reglas; lejos del hinduismo, que nos hace creer que somos dioses; y lejos del islam, que establece una infranqueable distancia con Dios. A continuación aborda lo que el cristianismo responde ante el dolor, y aunque hace un buen trabajo distinguiéndolo de las respuestas alternativas (incluida la opción atea), tengo la impresión de que no es lo suficientemente explícito. El argumento, sin duda, aparece, pero la forma en que se lo comprime hace difícil, a mi juicio, que sea comprendido por una persona que no está familiarizada con él. El ateísmo, típicamente, se basa mucho en la existencia del mal, y creo que este capítulo podría haber hecho un mejor trabajo explicando un argumento que, pese a ser sólido, generalmente es incomprendido incluso por los propios creyentes. El capítulo que sigue habla de la claridad del cristianismo (de cómo su mensaje, siendo explícito, habla al corazón de los oyentes sin necesidad de convertirlos por la vía armada); y el capítulo final, orientado a perfilar al Dios que buscamos, funciona como una llamada a reconocer lo que se esconde tras nuestra propia aceptación (o rechazo) del Jesús que se nos ha revelado. En síntesis, es un libro que exalta al cristianismo como una verdad transformadora, y en ese sentido, no pretende ser un manual de respuestas rápidas para contrarrestar a quienes nos dicen que el cristianismo es simplemente «una forma más de acercarse a Dios». Quienes lo lean esperando eso, se sentirán, probablemente, sobrepasados, pero eso no significa que carezca de buenas herramientas. En efecto, el libro es la versión abreviada de otro más grande (lo cual explica el rótulo de «Edición para jóvenes»), y junto con el texto central, se ha incluido una serie de recuadros que entregan información valiosa o abordan ciertas preguntas clásicas. Antes de leer este texto tuve la oportunidad de leer el volumen original (que hasta donde sé, todavía no se traduce), y puedo dar fe de que, a grandes rasgos, ha sido adecuadamente condensado. La traducción, hasta donde me doy cuenta, no es de las mejores, pero aun así, no despoja al libro del valor que tiene como una buena guía de inicio en español. Cada tema, en verdad, debería ser explorado con mucha más detención, pero, para quienes tomen el asunto en serio, sentará las bases de una reflexión bien encauzada.

Jesús entre otros dioses: la verdad absoluta del mensaje cristiano (Edición para jóvenes). Ravi Zacharias. Editorial Betania, 148 páginas.

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RESEÑA: EL LADO OSCURO DEL ISLAM
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RESEÑA: EL LADO OSCURO DEL ISLAM

A estas alturas, ya perdí la cuenta de cuántas veces he oído cristianos decir: «No podemos seguir dándonos el lujo de desconocer lo que es el Islam». También ha pasado mucho tiempo desde que lo oí por primera vez, y sin embargo, el común de los cristianos sigue sin saber de qué se trata esta creencia religiosa. Hoy veremos un libro que aborda el tema, y aunque trata, sin duda, el aspecto más recordado de la fe musulmana (como lo sugiere su título, «El lado oscuro del Islam»), hace bastante más que eso: nos permite entender sus ideas centrales, y especialmente, cuáles son los puntos en que más contrasta con el cristianismo. El libro es presentado como un diálogo, y lo mejor es que quienes participan de él conforman una dupla de lujo: por un lado, R.C. Sproul, reconocido teólogo cristiano, y por el otro, Abdul Saleeb (pseudónimo), ex-musulmán comprometido y actualmente un cristiano muy conocedor de su nueva fe. Con el conocimiento que Saleeb demuestra, difícilmente alguien podría decir con justicia que no sea una persona calificada para hablar del tema. El libro comienza estableciendo la complejidad del Islam, y con esto se refiere a que no podemos tratarlo simplemente como una «religión sencilla que fomenta violencia». El mundo musulmán cuenta con logros en diversas áreas, y junto con ello, el Islam se trata de «una fe coherente y sistemática que presenta retos fuertes a la fe cristiana». ¿Cuáles son esos retos? El libro los agrupa en cuatro aspectos: (1) la naturaleza y la autoridad de la Biblia, (2) la naturaleza de Dios, (3) la visión de la humanidad y (4) la visión de Cristo. En cuanto a la Biblia, un dato interesante mencionado por Saleeb es que el Corán tiene en muy alta estima a las Escrituras (particularmente la Torá y el evangelio), pero considerando las grandes discrepancias que hay entre éstas y el Corán, añade la explicación que los musulmanes idearon para darles sentido: originalmente los textos bíblicos fueron verdadera palabra de Dios, pero con el tiempo, los judíos y los cristianos corrompieron sustancialmente el texto. En el libro se afirma varias veces que los musulmanes acostumbran citar teólogos cristianos liberales para respaldar sus ideas (teólogos que, por ejemplo, cuestionan la preservación del texto original), pero en este capítulo Sproul interviene para desacreditar con buenos argumentos la postura de dichos teólogos y defender así la confiabilidad de la Biblia. A continuación, el segundo gran tema se centra en Dios, y en él se analizan dos conceptos relacionados que los musulmanes rechazan: primero, que Dios pueda ser llamado «Padre», y segundo, que se trate de un Dios trino. En cuanto a la paternidad de Dios, Saleeb enfatiza que para los musulmanes es prácticamente imposible no asociar la idea con el acto sexual. Sproul, en respuesta, define la visión bíblica, y lo interesante es que esto permite captar el gran atractivo que muchos ex-musulmanes declaran haber hallado en el cristianismo: una intimidad con Dios para la cual el Islam no provee camino alguno. Se explica, también, la importancia de concebir a Dios como un Ser trino, pero esta conclusión va también introducida por una extensa refutación de las críticas musulmanas al concepto: creer en un Dios trino no viola las leyes de la lógica ni la definición del monoteísmo. Los capítulos siguientes (que guardan una estrecha interrelación) pueden ser especialmente útiles al momento de presentar el evangelio a los musulmanes. Describen la visión islámica del ser humano y de Jesús, pero más concretamente, explican la razón por la cual los musulmanes niegan la necesidad de un Salvador. Resumidamente, rechazan el concepto cristiano de que nuestro corazón nace contaminado por el pecado, y en consecuencia, sostienen que cada uno está capacitado para alcanzar la salvación sin necesidad de Jesús (al cual reconocen como un gran profeta, pero no como un ser divino que haya muerto crucificado). El Islam, por tanto, da una esperanza de salvación, pero a diferencia del cristianismo, no puede ofrecer seguridad. Ésta, aparentemente, estaría reservada sólo para algunos, lo cual nos lleva, necesariamente, al capítulo final del libro. Saleeb, aquí, es quien toma las riendas, y su tema es la violencia que se suele practicar en nombre del Islam. El autor aclara que no todos los musulmanes son así, pero en lugar de usar esto para bajar el perfil a la imagen agresiva de los musulmanes radicales, señala que los escritos islámicos respaldan el uso de la violencia. Resulta muy importante la aclaración que hace al comparar el Islam con el cristianismo. Mientras la violencia cristiana, dice, es una traición tanto a la Biblia como al ejemplo de Jesús, el uso de la violencia por parte de musulmanes es fiel tanto a los escritos islámicos como al modelo de Mahoma. Reconoce, desde luego, que la Biblia registra la destrucción de ciudades en tiempos de Josué, pero luego añade que, a diferencia de la Biblia, el Corán no restringe sus mandatos a un contexto específico. Admite, anteriormente, que en el Islam hay diversas corrientes de interpretación, pero cuando llega a esta clase de textos (los cuales cita), señala tajantemente: «Esos no son pasajes aislados que algunas personas están interpretando mal o citando fuera de su contexto. Tales versículos son frecuentes en todo el Corán, apoyando la idea de que Alá quiere que su pueblo combata y destruya a los enemigos del pueblo de Alá mediante el uso de la espada y otras formas de violencia». El libro, sin embargo, no pretende generar antipatía hacia los musulmanes, sino por el contrario, informarnos mejor sobre sus creencias con miras a hacer posible el diálogo. En ese sentido, me parece que lo logra con éxito (especialmente tratándose de un texto breve), y es por tanto, un libro que recomiendo con entusiasmo. Sólo quiero añadir, pensando en la edición que leí, que contiene algunos errores de impresión bastante notorios, y aunque contacté a la editorial para saber si eso estaba resuelto, al momento de escribir esta reseña todavía no recibía una respuesta. Espero que ya se haya solucionado, pero aun si no es el caso, hazte un favor y no te prives de un libro tan valioso como este.

El lado oscuro del Islam. R.C. Sproul & Abdul Saleeb. Editorial Patmos, 86 páginas.

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RESEÑA: CUANDO LA VIDA Y LAS CREENCIAS CHOCAN
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RESEÑA: CUANDO LA VIDA Y LAS CREENCIAS CHOCAN

Todo comenzó cuando un profesor del seminario le dijo a Carolyn Custis James que «nunca ha habido grandes teólogas». Esto podría haber detonado una comprensible explosión de orgullo femenino, pero en lugar de eso, lo que James inició fue una honda reflexión sobre las razones por las cuales no sólo su profesor creía esto sino también una abrumadora cantidad de mujeres. Básicamente, comprobó que la palabra «teología» daba lugar a una enorme cantidad de malentendidos, pero lo mejor de todo fue que, en su deseo de contrarrestarlos, escribió un libro que recupera valientemente el sentido original de la palabra: practicar la teología es ir descubriendo a Dios, pero no como quien ejerce una disciplina académica sino en el encuentro de la Palabra con nuestra vida real (de ahí el título —Cuando la vida y las creencias chocan—). James, entonces, busca incentivar el desarrollo de las mujeres en esta área, pero es evidente que, al examinar tan agudamente la condición humana, traspasa los corazones de hombres y mujeres por igual. Un pilar de su libro es María (hermana de Lázaro y Marta, de Betania), a la cual James considera una de las primeras grandes teólogas. En un principio esto puede parecer forzado, pero a medida que el argumento se desarrolla, James no sólo comienza a convencernos sino que nos cautiva y motiva con la evolución de la fe de esta mujer. En el libro se nos muestran tres escenas de su vida, pero lo que James hace es también sacar partido de ellas para estructurar su argumento:
  1. María escucha a Jesús pese a que Marta la espera en la cocina (Necesitamos conocer a Dios).
  2. María llora la muerte de Lázaro (Lo que conocemos de Dios se pone a prueba en los problemas).
  3. María unge a Jesús para la sepultura (Lo que conocemos de Dios determina nuestra capacidad de servir a otros).
En esencia, James quiere mostrarnos que, cuando se trata de conocer a Dios, hemos hecho una peligrosa división entre razón y acción —o entre María y Marta, a las cuales caricaturizamos para luego quedarnos con una—. Esto no sólo es artificial, sino que además estanca nuestro crecimiento, provoca decepción y, peor aun, nos incapacita para servir. Cada sección incluye desafiantes reflexiones sobre su tema, pero es importante decir que la autora jamás recurre a un lenguaje complicado. Si algo la caracteriza es su cercanía, y en ese sentido, su propio libro es la prueba de que la teología no es dominio exclusivo de quienes hablan con tecnicismos. Una característica evidente del texto es también su frecuente uso de historias reales. James no habla en abstracto sino que, utilizando ejemplos, muestra cómo nuestra experiencia varía dependiendo de las ideas que tenemos sobre Dios. En resumen, creo que, gracias a herramientas como estas —además de una teología muy bien fundada—, Carolyn C. James logra su objetivo en forma brillante. No sólo desafía conceptos sumamente arraigados (como por ejemplo, en relación con el rol de la mujer), sino que desnuda con una inusitada eficacia los abusos que aun las congregaciones más bíblicas pueden llegar a cometer. Recomiendo, por tanto, que no sólo las mujeres lo lean, sino que también los hombres (incluidos los pastores) reflexionen seriamente sobre su mensaje. Conocerán a una autora sobresaliente, pero por sobre eso, recibirán aliento y guía para conocer y servir a ese Dios que aún tiene mucho por mostrarnos.

Cuando la vida y las creencias chocan: cómo el conocimiento de Dios hace la diferencia. Carolyn Custis James. Editorial Vida, 291 páginas.

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RESEÑA: HAZ COSAS DIFÍCILES
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RESEÑA: HAZ COSAS DIFÍCILES

¿Es la adolescencia una «etapa oscura» de la cual no se puede esperar nada bueno? Querámoslo o no, al menos esa es la imagen con que se la suele representar. Hay un libro, sin embargo, que se opone radicalmente a esto, y si debo ser preciso, diré incluso que pulveriza esa arraigada visión. Como si lo anterior no bastara, Alex y Brett Harris lo escribieron siendo adolescentes, y eso le da una potencia difícil de igualar a este verdadero manifiesto que lleva por título Haz cosas difíciles. La incompetencia, explican, no es una condición de la edad, y es por eso que el enfoque del libro se resume muy bien en su subtítulo: «Una rebelión adolescente contra las bajas expectativas». La primera parte está dedicada a definir el problema, y en ella hay dos cosas que me parecen muy destacables. Por un lado, la manera en que estos dos hermanos se pusieron personalmente a prueba (con bastante éxito), y por otro, la forma en que desmantelan lo que ellos llaman «el mito de la adolescencia»: la idea moderna de que, entre la niñez y la edad adulta, existe una fase indefinida: «El problema que tenemos es con el entendimiento actual de la adolescencia que permite, fomenta y hasta forma a los jóvenes para seguir siendo infantiles durante mucho más tiempo del necesario». El adolescente, señalan, es «una persona joven con la mayoría de los deseos y de las capacidades de un adulto, pero pocas de las expectativas o las responsabilidades». El libro da un ejemplo tras otro de adolescentes que han ido mucho más allá de lo que hoy se esperaría, pero no conformes con eso, los hermanos Harris ofrecen luego toda una sección dedicada a lograr que muchos otros se animen. Proponen «Cinco tipos de cosas difíciles» para hacer, y señalan no sólo las razones por las cuales deberían realizarse sino también lo que se requiere para ponerlas en práctica. El libro, a mi parecer, debe gran parte de su fuerza a los casos reales que se presentan, pero en última instancia sólo sería un libro más si no fuera por la insistencia de sus autores en que nuestros mejores esfuerzos deben tener como foco la gloria de Dios (lo cual aflora, especialmente, en la última sección). Los ejemplos escogidos, de hecho, son una muestra de lo mismo, y es importante, además, tener presente que se incluye un apéndice dedicado a explicar el evangelio. Muchos que —como yo— vivieron su adolescencia sin este libro desearán que se hubiese escrito antes, pero a ellos les digo que, no importando la edad que tengan, deberían leerlo igual. Si hay cosas que te apasionen, puede ser dinamita. Los adolescentes, sin embargo, deberían leerlo con mayor razón, y no sólo porque fue escrito para ellos, sino también porque generalmente el sostén económico de sus padres quita una importante presión de encima —la de generar rápidamente ingresos con sus emprendimientos—. Una sola gran cosa esperé sin encontrar, y es el concepto de las vocaciones. «Haz cosas difíciles» funciona muy bien como lema, pero el objetivo no es hacer cosas difíciles sólo por hacerlas sino hacer lo que Dios nos llama a hacer dejando atrás los falsos límites que la sociedad nos inculca. En el libro, además, se nos llama a salir de nuestra «zona de comodidad», pero ocasionalmente esa incomodidad se deberá a limitaciones reales y será necio franquear las barreras que Dios mismo nos ha puesto (yo, por ejemplo, claramente no fui hecho para ser clavadista olímpico…). Esto último, sin embargo, es un detalle que no le quita mérito al libro, y es por eso que, en resumen, lo recomiendo ampliamente. Los buenos libros dirigidos a jóvenes generalmente escasean, pero esta feliz excepción equilibra enormemente la balanza.

Haz cosas difíciles. Alex y Brett Harris. Editorial Unilit, 217 páginas. 

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Recuperemos la «versión extendida» del evangelio
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Recuperemos la «versión extendida» del evangelio

Esta mañana recordé un artículo que leí hace unos años y en el cual se analizaba cómo ha evolucionado nuestra forma de usar Internet. Decía que, al principio, simplemente hacíamos todo navegando entre sitios, mientras que ahora, en una nueva fase, llevamos muchas tareas a cabo por medio de aplicaciones basadas en Internet. No necesariamente entramos nosotros mismos a los sitios sino que las aplicaciones (que incluso conocen nuestros gustos) lo hacen por nosotros y nos sirven «en bandeja» la información que nos interesa (piensa, por ejemplo, en una aplicación de meteorología o un convertidor de divisas). Esto, por supuesto, no es malo, pero me acordé de la imagen anterior al pensar en nuestra relación con la Biblia. La Biblia, como sabemos, es un océano de sabiduría, pero con demasiada frecuencia recurrimos a ella a través de intermediarios de los cuales sólo  esperamos recibir información específica: «¿Qué dice la Biblia sobre la depresión?» «¿Qué dice sobre la prosperidad económica?» «¿Es pecado tatuarse?» «¿Es pecado apostar?» La Biblia, por supuesto, sí puede tocar estos temas (aunque no necesariamente bajo esos títulos), pero lo que en el caso de Internet resulta práctico es definitivamente menos conveniente cuando se trata de la Biblia. Se la usa sólo para salir del paso (resolver problemas específicos), o como se aprecia en las últimas dos preguntas, es vista como una guía para que Dios no se enfurezca y, de este modo, siga escuchando nuestras oraciones. ¿Qué pasa, mientras tanto, con todo el resto de la Biblia? ¿Qué pasa con esas vastas extensiones de texto que no contienen «recetas» ni ordenanzas explícitas? Es evidente que, en muchos casos, no despertarán interés. Permanecerán inexploradas hasta el fin, y cuando excepcionalmente las leamos, lo haremos —una vez más— para que Dios nos siga sonriendo. Una visita a la librería evangélica generalmente confirmará esto. Donde deberíamos encontrar una abundancia de ayudas para estudiar la Biblia misma, encontramos más bien que los libros populares están —de nuevo— dedicados a temas específicos en los cuales aspiramos a desempeñarnos mejor. ¿Significa, acaso, que no deberíamos leer esos libros? No. No es eso lo que quiero decir. Esos libros pueden ser útiles, pero jamás podrán suplir lo que sólo un auténtico estudio de la Biblia entregará. Muchas veces, por ejemplo, el autor sabe bien de dónde ha sacado su enseñanza, pero a menos que el lector conozca su Biblia (o el autor sepa verdaderamente enviarlo a ella), éste no crecerá realmente en autonomía sino en dependencia del propio autor (y sentirá, como muchas veces, ocurre, que necesita otro y otro y otro libro de él —créanme, lo he visto—). Este problema, ciertamente, no es nuevo. En las iglesias lo vemos todo el tiempo, y ocurre, en gran medida, porque los encargados de la enseñanza hemos comunicado un enfoque reduccionista de la vida cristiana. Todo se reduce a resolver problemas, enseñar «lo que se puede y no se puede hacer» y, más últimamente, a dar respuestas rápidas («de bolsillo») para que nuestra gente sepa cómo debe responder ante los últimos ataques del mundo a los valores cristianos o ante las arremetidas de quienes sostienen otras creencias (incluido el ateísmo). Sí, los cristianos buscarán estas respuestas, y sí, debemos guiarlos a encontrarlas. Pero ¿es correcto que el grueso de la dieta del cristiano consista sólo en cápsulas o porciones inconexas de información? ¿Es sano que permanezca tanto tiempo en una iglesia sin más que una visión fragmentaria de la Biblia? Una dramática consecuencia de esto (por dar sólo un ejemplo) será que el cristiano no estará preparado para cumplir adecuadamente su rol en la sociedad. Nuestro deber, por un lado, es anunciar el evangelio con palabras, pero mientras Jesús no regrese, «hacer discípulos» también implica modelar a qué se parece una sociedad guiada por Dios en todas las áreas del quehacer humano. Esto no se logra con una visión fragmentada, y por lo tanto, no es extraño que el creyente común sólo sea un espectador que reacciona cuando el mundo ataca las posturas emblemáticas del cristianismo. ¿Qué nos faltaría para liderar y no ser simplemente reactivos? ¿Qué nos faltaría para salir de la así llamada «respuesta cristiana» que, con el correr del tiempo, se ha transformado exclusivamente en una queja-sin-propuesta? Necesitamos, precisamente, una visión más amplia de la salvación. Nuestra transformación individual está incluida, pero más allá del evangelio resumido (ese que entregamos en cinco minutos), necesitamos recuperar la «versión extendida» de él. Esa visión que, página tras página de la Biblia, nos muestra a un Dios inmenso que gobierna y dirige todo un cosmos a su renovación. Cuando entendemos eso, entendemos que ser cristianos implica sumarse a un plan mucho más grande que nuestros proyectos individuales, y en consecuencia, nuestra motivación para hacer la voluntad de Dios deja de ser simplemente «evitar problemas». Nos convertimos, más bien, en colaboradores, y de forma aun más maravillosa, nos convertimos en encarnaciones humanas del cambio que Dios está haciendo. Debemos, por tanto, leer la Biblia con otros ojos. Insinué, al inicio, que hemos abusado del estudio por temas, pero podemos corregir este abuso si, junto con recordar el gran proyecto de Dios, recorremos y valoramos cada escena bíblica (y no sólo las que preferimos). Dios se reveló por medio de cada una, y cuando lo hizo, entretejió directamente sus propósitos con la vida humana. ¿Qué pensarían los escritores bíblicos si nos escucharan hablar de «teología» y «práctica» como mundos aparte —por no decir opuestos—? Meditemos en el canto del salmista, y al igual que él, vivamos nuestra vida anhelando no perdernos una sola palabra de nuestro gran Dios: Sobre todas las cosas amo tus mandamientos, más que el oro, más que el oro refinado. Por eso tomo en cuenta todos tus preceptos y aborrezco toda senda falsa. (Salmo 119:127–128, NVI) La suma de tu palabra es verdad, y cada una de tus justas ordenanzas es eterna. (Salmo 119:160, LBLA)
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RESEÑA: SED DE DIOS
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RESEÑA: SED DE DIOS

El año que viene (2016) se cumplirán 15 años desde la publicación de este libro en español (30 desde su publicación en inglés), y aunque ya se trata de un libro «viejo», no deja de ser un clásico que exige una nueva mención.

Desiring God (publicado en español como Sed de Dios) es el libro que le da el nombre al ministerio de John Piper —su autor—, y lo que en él encontramos es una exposición detallada de un concepto sobre el cual, como todos saben, él ha insistido: me refiero, por supuesto, al «hedonismo cristiano». Piper, esencialmente, lo define como la búsqueda cristiana del placer en Dios, pero lo que caracteriza su tratamiento es que no sólo equipara este hedonismo con la búsqueda de la gloria divina (como dos caras de una misma moneda), sino también que presenta todos los «placeres rivales» como deleites infinitamente menores. Nuestro pecado nos lleva a creer que la búsqueda de Dios significará renunciar a nuestro placer, pero aunque esto pueda parecer cierto con respecto a los deleites que solemos amar, Piper recalca que dicha renuncia no representa sacrificio alguno cuando buscamos realmente a Dios y descubrimos la superioridad del placer que se halla en Él. El libro, así mismo, procura refutar a quienes consideran «mercenario» buscar el placer en el servicio a Dios, y aunque a veces insista más de lo que uno quisiera, al menos logra establecer su idea con creces (como sea, no son pocos los que creen que hacer algo por placer es indigno de un cristiano). Luego de una primera parte dedicada a exponer cómo llegó a esta visión y cuáles son sus fundamentos, Piper procede a abordar una serie de tópicos en los cuales, a juzgar por los títulos, intenta explicar la diferencia que hace ser un «hedonista cristiano»: habla de la conversión, la adoración, el amor, las Escrituras, la oración, el dinero, el matrimonio y las misiones. En cada capítulo, sin duda, hace observaciones importantes, pero al leerlos sentí que algunos estaban menos desarrollados que otros, y que, en cuanto al «hedonismo cristiano», no siempre se apreciaba el concepto con la misma claridad. Me pareció, por lo mismo, que a ratos estaba leyendo otro libro, y en consecuencia, aún me pregunto si Piper no debió simplemente escribir un libro más breve (la misma pregunta que me hago al contar los apéndices incluidos —cuatro, en la edición que leí—). Sed de Dios, a mi juicio, es una exposición que, aunque pueda jactarse de ser detallada, no resulta tan fluida como algunos desearíamos. Se entiende que Piper intenta defender cada flanco, pero, al hacerlo, cae muchas veces en lo abstracto y cita cadenas de versículos confirmatorios aislados que entrecortan el flujo de razonamiento. No puedo, sin embargo, concluir sin hacer alusión a la expresión «hedonismo cristiano», y esto es porque el propio Piper insiste en ello e incluye un apéndice dedicado a justificar su uso. Mi opinión, al respecto, es la siguiente: Entiendo la decisión de Piper, pero, contrario a lo que él piensa, yo diría que los términos escogidos reducen su concepto. Decir que cierto cristiano es «hedonista» lo convierte casi en un tipo optativo de creyente, mientras que, en términos prácticos, el libro busca establecer que un cristiano es, de suyo, alguien que busca su deleite en Dios. Si lo que buscas, por tanto, es satisfacción en tu vida cristiana, este libro puede darte una buena mano. En última instancia, sin duda, lo que necesitas es a Dios mismo, pero lo que Piper hará por ti será grabar en tu mente que, como acabo de mencionar arriba, en realidad no hay otro cristianismo —Dios nos ayude a recordarlo siempre—.

Sed de Dios: meditaciones de un hedonista cristiano. John Piper. Publicaciones Andamio, 336 páginas.

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RESEÑA: GUÍA DEL LECTOR DE LA BIBLIA
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RESEÑA: GUÍA DEL LECTOR DE LA BIBLIA

A pesar de su demostrable unidad, de vez en cuando es bueno recordar que la Biblia no es meramente un libro sino más bien una colección de ellos —de ahí que la llamemos Biblia, que significa, precisamente, «libros»—. Podemos leerla de tapa a tapa, pero destilar la verdadera narración requerirá más que una simple lectura lineal. En su libro Guía del lector de la Biblia, el autor Christopher Wright intenta ayudarnos con este preciso proceso, y el resultado no sólo es una narración concisa, sencilla y coherente, sino también un manual reflexivo que arroja la cantidad de luz necesaria sobre los diversos temas que aborda (y, por lo tanto, es mucho más que simplemente un relato cronológico). Wright comunica el sentido más profundo de las cosas, y con ello, nos ayuda a no pasar por alto los ejes principales de la acción de Dios. El libro, como señalé al pasar, se organiza siguiendo la cronología bíblica (el orden de los eventos más que el orden de los libros), pero es importante destacar que Wright provee también una buena introducción destacando el sentido, el valor y el poder de la Palabra. Desde las primerísimas páginas él busca conectarnos con el Dios de la Biblia, pero describe también el elemento humano que resulta igualmente determinante a la hora de interpretarla. Otra de las características útiles de este manual es la inclusión de diversas ayudas como, por ejemplo, un diagrama inicial de la cronología bíblica, y repartidos a lo largo del libro, diversos recuadros que discuten resumidamente temas claves (el significado de la palabra «pacto», la ley y su aplicación, el reino de Dios, y muchos otros). El libro, sin embargo, está hecho para acompañar la lectura bíblica —no para reemplazarla—, y el final de cada capítulo incluye una lista de los pasajes más relevantes que, a juicio del autor, deberían leerse para comprender lo previamente explicado. Si bien este libro tiene ya más de tres décadas, su relativamente reciente publicación en español llega en un muy buen momento. El protestantismo latino está siendo testigo de un interés creciente en la gran narración que unifica la Biblia, pero es importante que, tal como lo hace Wright, mantengamos siempre la vista en la Escritura misma y no en los resúmenes que, por muy útiles que sean, a veces se convierten en relatos sustitutos. Este manual, en verdad, puede hacer mucho para darle impulso a la lectura bíblica de creyentes nuevos, y probablemente también guiará la lectura de aquellos que, sin ser tan nuevos, han leído la Biblia por años sin llegar aún a descubrir cómo cada libro hace su importante contribución (y no solamente aquellas partes que, a menudo, son preferidas sólo por ser más claras). Como regalo para un cristiano nuevo será excelente, pero yo, al menos, me aseguraré de conservar un ejemplar para mi propio provecho.

Guía del lector de la Biblia: la Biblia paso a paso. Christopher Wright. Ediciones Certeza Unida, 221 páginas.

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RESEÑA: LA CREACIÓN RECUPERADA
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RESEÑA: LA CREACIÓN RECUPERADA

«La religión es algo que debes vivir en privado». Esta, probablemente, es una de las frases que más claramente encapsula la visión que hoy se tiene de la religión en general. No se ha llegado tan lejos como para restringir la libertad de creer en lo que uno quiera, pero, cuando se trata del impacto que las creencias tienen en nuestro deambular por este mundo, la historia es diferente. Se asume inflexiblemente que creer es un asunto limitado a la mente.

Pero, ¿es así? Aunque muchas iglesias cristianas (por ejemplo) parecen estar de acuerdo, no es lo que Albert Wolters sostiene en su libro La creación recuperada. Las corrientes principales del cristianismo parecen concordar en una serie de verdades fundamentales, pero cuando se trata del alcance de éstas, y más específicamente del alcance de la renovación que Dios está obrando en el mundo por medio de su Hijo y de su Espíritu, se produce una triste división. Una buena parte de las iglesias promueve la existencia de una esfera «sagrada» y otra «secular», mientras que, en lo que respecta a las iglesias reformadas (es decir, basadas en los principios de la Reforma protestante), se considera que las demandas de Dios abarcan la creación completa. En otras palabras, no existe área de la vida sobre la cual Dios no reclame soberanía. Somos cristianos no sólo cuando leemos la Biblia y oramos, sino también cuando llevamos a cabo todo tipo de actividades que no guardan una relación directa con el culto de adoración. El libro, en este sentido, hace una interesante defensa de esta última postura, la cual se basa, esencialmente, en el hecho de que Dios no solamente creó (u originó) las cosas sino que éstas existen porque Él las sostiene «decretando» que permanezcan. Lo que Wolters plantea, en el fondo, no es otra cosa que uno de los pilares fundamentales de lo que hoy llamaríamos una «cosmovisión» cristiana. Cosmovisión, en términos simples, es una perspectiva acerca del mundo o un marco de referencia que intenta ser coherente. Wolters dice: «Nuestra cosmovisión define, en gran medida, nuestra manera de evaluar los eventos, asuntos y estructuras de nuestra civilización y de nuestro tiempo. Nos permite colocar o situar los diversos fenómenos que irrumpen en nuestras vidas». La cosmovisión, entonces, nos permite actuar con una cierta dirección, o dicho a la inversa, es el sistema de principios que explica la orientación general de nuestras acciones (todos tenemos, por tanto, alguna cosmovisión —no importando si un día decidimos o no cuál sería—). El libro, de esta manera, nos llama a basar nuestra cosmovisión en el hecho de que Dios gobierna todo, pero al establecer su esquema en estos términos, debe hacerse cargo de una pregunta obvia: ¿Cómo puede decirse que Dios gobierna todo —y que Él determina lo que las cosas son— en un mundo donde claramente hay desperfectos en cada rincón? ¿No hay en ello una prueba de que las cosas, por su propio diseño, contienen defectos? ¿Cómo podemos tomar parte en estas cosas y seguir creyendo que, dado su origen divino, tienen algo de bueno? Wolters denuncia, sin ambigüedades, que tenemos la tendencia a responsabilizar de lo malo a Dios (aludiendo a estas supuestas «fallas de diseño»), pero se apresura a establecer que, en realidad, la historia está marcada por tres grandes hechos. No sólo hay una Creación, que efectivamente es buena, sino también una Caída, cuyos efectos hicieron necesaria una Redención. Lo creado, entonces, ha sido afectado por el pecado, pero la razón de llamarnos a no marginarnos del mundo es que Dios, actuando en nosotros por medio de su Espíritu, quiere reorientar nuestro uso de su creación hacia su gloria. La «estructura» de lo que Dios ha creado es buena, pero el problema, afirma Wolters, radica en la «dirección» que le damos a nuestro uso de ella (estructura y dirección son, precisamente, dos categorías de análisis que define y nos llama a utilizar). El libro, así, analiza someramente algunos ejemplos, y nos llama, de modo general, a entender que el cristiano bíblico debe involucrarse en cada área de la creación con una visión «reformacional». La Biblia no nos llama a cortar todo de raíz (como suele ocurrir en las revoluciones), pero tampoco debemos dejar todo tal como está (es decir, consagrarlo en su uso desviado). Nuestra misión es renovar, pero con la intención de que Dios reciba la gloria (es decir, santificar). Esta breve obra, aun siendo profunda, de ningún modo pretende ser un estudio completo del tema y, por lo mismo, debe ser considerada una introducción. En su última edición se ha incluido una «Postdata» (proveniente de un segundo autor —Michael Goheen—), y lo que ésta pretende es no sólo corregir dicha clase de malentendidos, sino también ubicar el mensaje del libro en la gran narración bíblica: estamos en la fase final de la historia, y debemos ser conscientes de que nuestro rol en ella se enmarca en el avance del reino de Cristo. Como iglesia, modelamos lo que viene, pero lo hacemos en un medio hostil ante el cual debemos actuar con claridad de misión y valentía. Dependamos del Espíritu, como los autores nos aconsejan, y dejemos que este libro lleve nuestra reflexión a esas vastas áreas de la vida que, lamentablemente, hemos dejado por mucho tiempo en manos del mundo incrédulo.

La creación recuperada: bases bíblicas para una cosmovisión reformacional. Albert Wolters (con Michael Goheen). Poiema Publicaciones, 210 páginas.

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Apocalipsis, el libro que nos han «robado»
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Apocalipsis, el libro que nos han «robado»

Si yo fuera el enemigo de la iglesia, trataría de hacer desaparecer el Apocalipsis de Juan. Lo mismo diría de la Biblia entera, pero en un sentido especial querría esconder el último libro de ella.

¿Y por qué querría hacer esto? Porque es un libro que abre los ojos. El nombre mismo se traduce como «revelación», y lo que revela tiene el potencial de estimular esa fibra que, por diseño de Dios, hace perseverar a la iglesia aun en medio de las circunstancias más temibles y dolorosas que puedan rodearla (justamente, aquellas que Satanás usa con la esperanza de desalentarnos). El libro, por supuesto, aún está en nuestras biblias, pero partí diciendo que nos lo han «robado» porque, con una misteriosa eficacia, es como si lo hubieran puesto fuera de nuestro alcance: nos han enseñado a temerlo. Comúnmente hay personas que temen leer los juicios que describe, pero el temor que nos han inculcado es diferente: es un temor a no poder comprenderlo. ¿De dónde sale la idea de que es un libro sólo para los expertos? En gran medida, proviene de quienes han intentado explicar el libro y que, en el mundo del estudio bíblico, se conocen como «comentaristas». Hay comentaristas buenos y «menos buenos», pero no debería causarnos sorpresa que alguien haya descrito a estos últimos diciendo: «Aunque San Juan vio muchos monstruos extraños en su visión, no vio criaturas tan salvajes como algunos de sus propios comentaristas» (G.K. Chesterton, Orthodoxy). El Apocalipsis, sin embargo, fue escrito para revelar (no para esconder), y por lo tanto, la pregunta no es si en verdad revela, sino qué y cómo lo hace —muchas veces no encontramos las respuestas hasta que hacemos las preguntas correctas—. En otras palabras, ¿qué deberíamos (y no deberíamos) esperar de este libro? Recordemos que el Apocalipsis pertenece a la Biblia (¡aunque suene obvio!), y siendo así, tengamos presentes dos cosas: que su principal propósito es fortalecer la fe (no satisfacer nuestra curiosidad), y que proviene de un Dios cuyo plan es uno solo a lo largo de toda la Biblia. Los símbolos, por tanto, no son una especie de juego para hacerte adivinar personajes o fechas, sino que comunican un aspecto que no habías visto (y en ese sentido, revelan). Piensa, por ejemplo, en una bestia coronada que ataca a los creyentes (Ap 13:1-8): la imagen, por sí sola, busca despertar nuestra antipatía hacia ella, y por lo tanto, ya entendiste algo: que los hijos de Dios sufren una especie de hostilidad por parte de una autoridad que, inhumana por naturaleza, jamás será tu amiga. ¿No es esa la sensación que tienes cuando observas que, en la sociedad sin Dios, las estructuras de poder terminan jugando en contra de quienes promovemos los valores cristianos? El símbolo, entonces, confirma esta sensación, pero Dios, en su deseo de alimentar nuestra fe, revela también cuál es el destino de la bestia: ser destruida (Ap 19:11-21). ¿Necesitas, para ser alentado, saber exactamente qué gobernante de la historia encarnaría este símbolo? ¡No! Y tampoco es el objetivo. Los símbolos, contrario a lo que algunos piensan, no sirven únicamente para enmascarar información: en Apocalipsis revelan. Mencioné, además, que Apocalipsis proviene de un Dios cuyo plan es uno solo, y aunque esto también suene obvio, nos permite recordar una segunda guía: que el Apocalipsis es coherente con los libros bíblicos que lo anteceden. Sus visiones, a veces, dan origen a especulaciones incontrolables, pero si recordamos lo que Dios ya nos ha revelado (¡incluso, a veces, con los mismos símbolos!), interpretaremos el libro con mucha más seguridad. Hay una última cosa que quisiera mencionar para animarte a leerlo (porque ese es mi objetivo), y es que Juan «cuenta varias veces la misma historia». Nuestra tendencia, comúnmente, sería leer desde el capítulo 4 en adelante como si fuera una sola gran cadena de acontecimientos, pero ciertos elementos nos muestran que en realidad está retratando el mismo período varias veces seguidas (aunque de distintas maneras). Con más espacio, podríamos entrar en detalles, pero haremos algo mucho más entretenido: sólo mencionaré las divisiones para que lo compruebes personalmente: Introducción (cap. 1) Exhortaciones a las siete iglesias (caps. 2—3) Siete sellos (4:18:1) Siete trompetas (8:211:19) Siete historias simbólicas (caps. 1214) Siete copas (caps. 1516) Juicio sobre Babilonia (17:119:10) La batalla final (19:11-21) El reinado de los santos y el juicio final (20:121:8) La nueva Jerusalén (21:9—22:5) Exhortaciones y bendición final (22:6-21) Concéntrate en las siete secciones centrales. A medida que el libro avance, las recapitulaciones serán más breves y concentradas en el fin, pero si tienes en cuenta los momentos en que Juan «vuelve a cero», sé que notarás el efecto. ¿Debería esto sorprendernos? La verdad es que no del todo. En la literatura visionaria esto no era nuevo, y el propio libro de Daniel (que Juan usó como un referente) es un ejemplo más antiguo de esto (hay paralelos entre los capítulos, e incluso dentro de un mismo capítulo). Lee, entonces, el Apocalipsis. No dejes que te «roben» el libro, y en lugar de eso, compártelo con otros. Difundirlo forma parte de su objetivo (como Juan mismo lo entendió; cap. 10), y quienes llevan su contenido a la práctica cuentan con una promesa especial de bendición (1:3). Este es un mundo amenazante: ¿Quieres esperar a Jesús con la fuerza que nos da la certeza de su regreso victorioso? Lee el Apocalipsis. Dios lo concibió expresamente con ese fin.
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María de Betania, sierva y amiga oportuna
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María de Betania, sierva y amiga oportuna

«Jesús tenía unos treinta años cuando comenzó su ministerio…». Así dice Lucas 3:23, y todavía recuerdo el impacto que me produjo meditar en ello cuando yo mismo cumplí los treinta años. ¿Habría estado yo a la altura de su desafío? ¿Tendría yo siquiera un 1% de su integridad, claridad de misión y determinación?

Siempre es bueno, y especialmente cuando leemos la Biblia, intentar ponerse en los zapatos de los actores. Es fácil perderse en esa lectura distante y utilitaria que sólo busca una nueva regla o un pensamiento positivo para el día, pero la Biblia es el registro de acontecimientos vividos por personas reales. ¿Has imaginado, por ejemplo, cómo habrías vivido tú la última semana de la vida de Jesús?  La Biblia nos cuenta que, pocos días antes de ir a la cruz, nuestro Señor fue invitado a Betania para cenar donde sus amigos Lázaro, Marta y María (Jn 12:1-8; Mt 26:6-13; Mr 14:3-9). Sería una de las últimas veces que los vería, y no es difícil imaginar que, para él, debió de ser una velada particularmente emotiva. Adicionalmente, sin embargo, él sabía que moriría con sufrimiento, y la pregunta es si acaso alguien más comprendía lo que él estaba viviendo. Se ha dicho que, en el fondo de cada ser humano, hay una incurable cuota de soledad —porque el resto jamás siente con exactitud lo mismo que uno—, y cuando pensamos en Jesús, esta idea parece cobrar una dimensión completamente nueva. ¿Acaso alguno de sus amigos estaba prestándole apoyo moral?  A juzgar por el testimonio de los evangelistas, aun los discípulos más cercanos se hallaban en un profundo estado de negación: «¡No, Señor! ¿Cómo se te ocurre pensar así?» (Mt 16:21-23). A nadie le convenía que Jesús muriera (o eso creían ellos), y por lo tanto, a nadie se le habría ocurrido preparar a Jesús para un escenario cada vez más sombrío…  A nadie, excepto a María. Lo que María hizo ese día nos desconcierta casi cada vez que lo leemos, y no es para menos si la imaginamos entrando al comedor, abriendo un carísimo frasco de perfume, derramándolo sobre los pies de Jesús y finalmente secando esos pies con sus cabellos a la vista de todos. Habría sido imposible que alguien no lo notara, considerando que, como dice Juan, «la casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12:3).  ¿Dudarías tú del aprecio que María sentía por Jesús? Te animo a calcular la suma de dinero que acumulas a lo largo de todo un año, y luego a imaginar que la inviertes en comprarle un regalo a alguien. ¿Hay en tu vida alguna persona por la cual lo harías?  Lo que María gastó en el perfume equivalía proporcionalmente a eso, y sin embargo, ella estimó que podía perfectamente desprenderse de tal suma si hacerlo le permitía, aunque fuese por una hora (quizás menos), agradecer y sostener a Jesús en su misión. Él era más importante que sus ahorros, y valía incluso más que preservar una reputación en una instancia social como esta (lavar los pies, para empezar, era labor de siervos, y el hecho mismo de que una mujer se soltara los cabellos en público iba contra las costumbres de la época).  Judas, el traidor ambicioso, no tardó en evaluar los costos exactamente al revés, pero lo que para él fue un despilfarro, para Jesús fue un gesto completamente oportuno: «Déjala en paz (…). Ella ha estado guardando este perfume para el día de mi sepultura» (Jn 12:7).  Los estudiosos de la Biblia suelen suponer que María no estaba haciendo una conexión consciente con la muerte de Jesús, pero aun si no lo hizo, al menos sabía que su gesto produciría un efecto físico y mental de refresco en él. Era una atención que, en un sentido, pretendía renovar sus fuerzas, y por lo tanto, mientras los discípulos sólo tenían ojos para un conquistador político victorioso, María estaba reconociendo la creciente carga que el Maestro llevaba en su condición humana. Jesús, por lo tanto, tenía muchísima razón en conectar este gesto con su pronta muerte. No sólo se trataba de una práctica que efectivamente se llevaba a cabo en algunos difuntos, sino que estaba en línea con los tenebrosos días que él estaba viviendo. En menos de una semana sus enemigos conseguirían asesinarlo, y por lo tanto, lejos de intentar desviarlo de su misión, la servicial amistad de María llegaba a tiempo como un regalo que le confirmaba y apoyaba en ella. Aunque sólo se tratase de un gesto. Para Jesús, sin embargo, esto sería digno de recordar, y en un acto sin paralelo, cristaliza la escena invitándonos a considerarla prácticamente como un prefacio inseparable de su propia obra por nosotros: «Les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se predique el evangelio, se contará también, en memoria de esta mujer, lo que ella hizo» (Mr 14:9). La acción de María, así, nos deja un ejemplo de servicio sin reservas, pero como acabamos de ver también, es un modelo de la más alta amistad cristiana. Nuestros amigos, sin duda, necesitan contar con nosotros, pero el gesto de María enriquece nuestra visión del compañerismo. ¿Somos nosotros esa clase de amigos que, primero y por sobre todo, anima a otros a cumplir la misión (general o individual) que Dios nos ha encomendado? Muchas veces esa misión puede suponer un alto costo. ¿Somos acaso de los que disuadimos y hacemos tropezar? Lejos de desviar a otros, seamos de los que alientan y encauzan. Para Jesús, probablemente, esto fue una necesaria inyección de fuerzas, y para el resto de nosotros, lo será sin duda con mayor razón.
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¿Por qué no celebramos la Ascensión?
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¿Por qué no celebramos la Ascensión?

Quisiera hablar de una fecha que es como el «hijo del medio». Ubicada 40 días después del Domingo de Resurrección y 10 días antes de Pentecostés, la Ascensión de Jesús pasa casi completamente inadvertida entre las dos celebraciones que la rodean. ¿Por qué nos importa tan poco?

Podríamos «culpar» a Pentecostés —por su cercanía y espectacularidad—, pero reconozcamos, también, que la Ascensión en sí misma es una de especie de anticlímax: Jesucristo sube en una nube, pero lo siguiente que hace es desaparecer —nadie celebra la oscuridad que queda tras un evento de fuegos artificiales, ¿verdad?—. ¿Cuál es el punto, entonces, de festejarla? La Biblia dice que los discípulos, cuando supieron que Jesús se iría, se pusieron sumamente tristes (Jn 16:5-6), pero lo más curioso es que, cuando finalmente ascendió, volvieron a casa contentísimos (Lc 24:50-53). ¿A qué se debió este cambio? Todo indica que, para ellos, la Ascensión se convirtió de forma muy real en el comienzo de algo mucho más grande que lo visto hasta entonces: ¡Jesús estaba empezando a reinar! Él mismo les dijo: «Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18), y luego, cuando el Espíritu Santo descendió, los apóstoles no dudaron en conectar los dos hechos:
A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado a la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que ustedes ven y oyen. (Hch 2:32-33)
Esta conexión, sin embargo, a nosotros se nos escapa con demasiada frecuencia. Nos gusta pensar que el Espíritu ha sido derramado, pero pareciera que en la práctica perdemos de vista que quien actúa por medio de Él es el propio Cristo —exaltado a la derecha del Padre pero espiritualmente presente entre nosotros—. Con el paso de los años, me ha parecido cada vez más claro que tanto las iglesias como los creyentes individuales pierden mucho al olvidar la actual situación de Jesús. En los mejores casos se habla de Él como nuestro intercesor (Ro 8:34; 1 Jn 2:1), pero para el resto de las situaciones, es como si Jesús no contara. Es como si sólo estuviera en una especie de congelador esperando que el Padre nos lo reenvíe.

Entendamos la Ascensión como los apóstoles

Necesitamos reconsiderar la Ascensión. Jesús no envió al Espíritu para tomarse vacaciones, sino para multiplicar su presencia y actuar a una escala muchísimo más amplia —nada menos que el mundo entero—. Los cristianos, comprensiblemente, a veces tienen dificultades para pensar que Jesús ya está gobernando (claramente no toda la humanidad lo reconoce como rey), pero la Biblia aclara que esta etapa se desarrollará más bien como una especie de campaña militar en que Jesús tomará progresivamente posesión de lo que le pertenece por derecho. Satanás, en un sentido, sigue siendo el «dios de este mundo» (2 Co 4:4), pero lo grandioso es que Jesús debilitó su poder (Heb 2:14) y es capaz de añadir en cualquier momento nuevos creyentes a su propio reino. Por eso dijimos que Jesús envió al Espíritu. Muchos lo conciben ante todo como una especie de fuerza que nos convierte en superhéroes, pero primordialmente no es otra cosa que la presencia de Jesús extendida. Geográficamente ilimitada. Reclamando cada rincón del mundo cada vez que una nueva persona oye la Palabra y admite para sí que lo correcto es obedecer. A eso se refieren los apóstoles cuando, citando el Salmo 110, dicen cosas como: «Cristo debe reinar hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies» (1 Co 15:25). La terminología, sin duda, es cruda, pero nuestra propia historia debería recordarnos que, antes de obedecer a Jesús, éramos exactamente eso —enemigos que debían someterse—. ¡Qué grande es el poder de su Palabra! Su gobierno, no obstante, se manifiesta también de otra forma, y podemos verla en uno de los textos más fascinantes que representan la secuela de la Ascensión: Apocalipsis 5-6. Allí, Jesús es retratado como un cordero que ha vuelto de la muerte y que, gozando del mismo honor que Dios, recibe de Él la autoridad para efectuar una importante misión: desatar juicios sobre la tierra rompiendo los siete sellos de un rollo-libro. Estos juicios son calamidades globales que ocurren en la época presente, pero aunque los creyentes habitan el mismo mundo, pueden tener la certeza de que dichas calamidades no están dirigidas a ellos sino que son una advertencia para quienes aún no aceptan el gobierno de Jesús. Jesús, por lo tanto, no gobierna solamente «en el papel». Su dominio, como dijimos, debe seguir creciendo, pero la oposición que aún existe no se debe a una falta de poder sino a la paciencia con que Dios ha decidido ejecutar su plan —rescatando así creyentes de toda época y extendiendo el plazo para la rendición pacífica de los seres humanos—.

Celebremos la Ascensión de Jesús

¿No es esto, acaso, un excelente motivo para recordar y celebrar la Ascensión? Hoy en día es muy común encontrar iglesias y creyentes individuales que viven como si Satanás hubiese ganado la guerra y la iglesia no tuviese esperanza alguna de seguir creciendo. Quizás a ti también te ocurre. La Biblia, no obstante, existe para mostrarnos las cosas como realmente son, y mi oración al compartir este artículo es que cobres aliento al percibir la victoria de Jesús como quien contempla los primeros rayos del sol en la mañana. Cada vez más claros; cada vez más fuertes. ¿Celebrarás, entonces, la Ascensión? Te animo de corazón a hacerlo, pero más importante que eso, quiero alentarte a meditar en cómo el acontecimiento define la realidad de una manera radicalmente diferente —para el mundo entero, y estoy seguro de que para ti también—. Para seguir meditando: Mateo 28:16-20 • Hechos 1:1-11 • Filipenses 2:5-11 • Salmo 2 (Aunque algunas iglesias conmemoran esta fecha el domingo anterior a Pentecostés, oficialmente el Día de la Ascensión se celebra un jueves —es decir, 5 de mayo si pensamos en este 2016—)
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Teología Bíblica de la Guerra del Señor
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Teología Bíblica de la Guerra del Señor

INTRODUCCIÓN:

Sin lugar a dudas, uno de los rasgos que llegan a caracterizar la Biblia de manera sistemática es el tema recurrente de la lucha o sus diversos conceptos asociados. El Antiguo Testamento presenta, en concreto, escenas de guerra, pero lo significativo es el hecho de que ésta se halla muchas veces vinculada directamente a la acción de Dios. ¿Justificaría la Biblia, en tales casos, el uso de una frase como «guerra santa»? ¿Es posible emplearla sin caer en una contradicción? Muchos han evitado el uso de ella por medio de otros términos, pero lo cierto es que, independientemente de cuáles sean, esto no elimina el hecho de que a veces Dios parece no sólo aprobarla, sino incluso ordenarla y tomar parte en ella. Diversas alternativas se han expuesto para armonizar la yuxtaposición de estos dos términos, pero me ha parecido especialmente útil la propuesta de Peter Craigie, quien señala dos cosas fundamentales: En primer lugar, que Dios interviene en este mundo usando las actividades humanas existentes ⎯cualesquiera que sean⎯;[1] y en segundo, que la presentación de Dios como un guerrero no es otra cosa que lenguaje antropomórfico para expresar su acción a través de un pueblo[2] (o, agregaría yo, a través de los diversos elementos creados). La pregunta que queda, entonces, es a qué fin conduce esta clase de intervenciones, y este trabajo considerará, como trasfondo de lo que sigue, que lo que Dios está haciendo es extender su soberanía sobre la tierra abriéndose paso en medio de una oposición violenta y constante hacia ella (iniciada por Satanás pero llevada a cabo por sus agentes tanto espirituales como terrenales). Esa es la razón primordial por la cual los actos de Dios se manifiestan como una guerra, y las actividades bélicas dirigidas expresamente por Él se enmarcan de una forma u otra en este esquema. El siguiente estudio parte de la base de que la guerra per se no es una actividad recomendada para los seres humanos, y en línea con esto, veremos que, de hecho, el guerrero por excelencia es Dios.

[1] Peter C. Craigie, The Problem of War in the Old Testament (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1978), p. 41.
[2] Craigie, pp. 39-­‐40.
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RESEÑA: EL CASO DE LA NAVIDAD
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RESEÑA: EL CASO DE LA NAVIDAD

No es raro encontrarse con gente que, hostil al evangelio, intenta definir la Navidad cristiana como la mera celebración de un mito. Afirman que el Jesús de la Biblia no existió, o precisan que, si acaso existió alguien con ese nombre, definitivamente no fue la encarnación de Dios. ¿Cómo podemos enfrentar semejantes afirmaciones con algo más que un simple «la Biblia lo dice»? Porque, desde luego, la Biblia lo dice, pero estamos hablando de personas que, en última instancia, cuestionan precisamente la credibilidad de ella. Lee Strobel se hace esta pregunta, y el resultado de su reflexión llena las páginas de un pequeño pero bien documentado libro titulado El caso de la Navidad. Como cada libro de Strobel cuyo título empieza por «El caso de...», El caso de la Navidad refleja la experiencia periodística de su autor por medio de entrevistas a autoridades en la materia, preguntas muy incisivas y una presentación muy amena de las conversaciones —Strobel sabe escribir libros que cautivan—.  El libro sigue, entonces, una dirección clarísima, y ésta consiste en determinar si efectivamente tenemos razones para creer que el niño del pesebre era Dios y la figura anunciada por profecías muy anteriores a su paso por la tierra. Strobel pone la Biblia a prueba en cuatro áreas diferentes, y las mismas cuatro áreas componen las cuatro secciones principales del libro: En la primera, se pregunta si las biografías de Jesús (o «evangelios») son dignas de confianza; en la segunda, analiza las evidencias arqueológicas; en la tercera, examina las presuntas características divinas de Cristo; y en la cuarta, se pregunta si en verdad las profecías sobre el Mesías se cumplen en —y exclusivamente en—Jesús. El libro cumple muy bien su objetivo de lidiar con estas preguntas —Strobel no se conforma con las respuestas fáciles—, pero una de las formas en que ayuda es refinando primero las preguntas mismas. Que los escépticos desconfían de la Biblia no es un misterio, pero suele ser menos evidente que muchas veces lo hacen porque sus preguntas están mal enfocadas. Strobel dice: «...aprendí con el transcurso de los años que las impresiones iniciales pueden ser engañosas». Esta cita resume algo que el libro pone al descubierto (nuestra ingenuidad en la formulación de los cuestionamientos), pero a medida que los expertos contestan, entendemos que, en un gran número de casos, es cuestión de saber mirar para encontrar evidencias sólidas. El libro también contiene información importantísima, pero aun mejor que ello, nos ayuda a pensar en los temas comprendiendo la forma en que las evidencias sustentan o desacreditan un veredicto. Strobel comparte con nosotros su experiencia en el periodismo de asuntos legales, y esto, de manera muy oportuna, aclara también la selección de sus entrevistados. A pesar de ser un libro breve, El caso de la Navidad es un volumen que encierra una cantidad no menor de información relevantísima sobre la persona histórica de Jesús. Es posible que las librerías no lo traigan con la misma frecuencia que los demás de su serie (como sucede, por ejemplo, con El caso de Cristo), pero para cuando aparezca en las estanterías, recomiendo enfáticamente comprar un par: uno para conservar, y otro para regalar.

El caso de la Navidad: un periodista investiga la vida de un niño en el pesebre. Lee Strobel. Editorial Vida, 104 páginas.

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RESEÑA: PECADOS RESPETABLES
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RESEÑA: PECADOS RESPETABLES

Tanto a la luz de la Escritura como de la experiencia diaria, el cristiano debería siempre reconocer que, en un sentido, aún no se halla totalmente libre del pecado. Esto, a mi entender, es fácilmente demostrable, pero lo curioso es que, aun siendo así, hay muchos creyentes que no están dispuestos a reconocerlo (y especialmente cuando se les somete a un análisis individual). Es fácil aceptarlo cuando el hecho se describe como un problema que afecta a todos los cristianos —ya que esto nos permite desaparecer entre la multitud—, pero cuando el foco de luz acusador se va deteniendo en cada uno de nosotros, la tentación a huir es prácticamente invencible. Bajamos la vara de la perfección, inventamos excusas, nos comparamos con otros que supuestamente son más malos y, cada vez que nos es posible, relativizamos la pecaminosidad de nuestros pecados dirigiendo la atención a los pecados más escandalosos que se cometen a nuestro alrededor. A la sombra de éstos, nuestras faltas parecen ser simples «debilidades». No obstante, en su libro Pecados respetables, Jerry Bridges llama a las cosas por su verdadero nombre: nuestras debilidades son, desde todos los puntos de vista, pecados, pero suelen ser tratados como «faltas menores» porque siempre las comparamos con los pecados más atroces. No se ven tan pequeñas, sin embargo, cuando son expuestas en detalle. Bridges selecciona una breve muestra de pecados «aceptables» y, a la luz de la Escritura, nos permite llegar fácilmente a la dolorosa conclusión de que aún tenemos mucho «paño que cortar». Esta es la lista que considera:
  • Impiedad
  • Ansiedad y frustración
  • Falta de contentamiento
  • Ingratitud
  • Orgullo
  • Egoísmo
  • Falta de dominio propio
  • Impaciencia e irritabilidad
  • Ira
  • Las consecuencias de la ira
  • El juzgar a los demás
  • Envidia, celos y pecados similares
  • Los pecados de la lengua
  • Mundanalidad

No escribe, en todo caso, como si él hubiera superado estas cosas (y lo menciono por si a alguien le sirve de consuelo), sino como un cristiano más que debe superarse también y que, sin embargo, puede entregar en manos de sus lectores algunas herramientas eficaces.

Tal es el caso, por ejemplo, de los capítulos introductorios, que vienen a ser, en verdad, un marco teórico en donde se exponen los fundamentos del Evangelio y la forma en que éste hace necesaria y posible la erradicación del pecado en nuestras vidas. Es, a mi juicio, un libro que hacía falta y cuya lectura recomiendo de todo corazón, de buena gana y con suma urgencia.

Pecados Respetables: confrontemos esos pecados que toleramos. Jerry Bridges. Editorial Mundo Hispano, 167 páginas. 

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RESEÑA: ESPERANZA SIN LÍMITES

Al hablar de este libro, debo comenzar aclarando que, por sobre el título, lo que verdaderamente me atrajo fue su subtítulo: Cómo Dios alcanza y usa personas imperfectas. Tener una relación con Dios implica, entre otras cosas, tomar conciencia del agudo contraste que existe entre su perfección y nuestra imperfección. Desde una perspectiva netamente humana, es difícil entender cómo Él puede estar dispuesto a «asociarse» con seres que permanentemente actúan en contra de los objetivos divinos. Tal vez el problema se halla, al menos parcialmente, en nuestra comprensión de la base sobre la cual descansa el éxito del plan de Dios y asimismo el estado de nuestra relación con Él. Solemos, por un lado, imaginar que nuestras debilidades pueden frustrar sus propósitos, y, por otro, que Él nos acepta en virtud de nuestros propios méritos. Teniendo esta visión, es fácil entender por qué muchas veces caemos en la desesperanza creyendo que Dios nos rechazará cada vez que le fallamos y que no hay solución para nuestros males. El libro del Dr. Packer nos recuerda que Dios es capaz de hacer «cosas asombrosas con un material humano defectuoso». A lo largo de un estudio bíblico que cubre las vidas de ocho personas usadas por Dios (Sansón, Jacob, la esposa de Manoa, Jonás, Marta, Tomás, Simón Pedro y Nehemías), podemos observar que Él no solamente es capaz de llevar a cabo su plan a pesar de las imperfecciones humanas, sino que puede transformar éstas en ocasiones adecuadas para desplegar su poder con mayor fuerza y perfeccionar los caracteres de sus siervos. Packer dice: «Ninguno de nosotros es perfecto; todos nosotros estamos lejos de ser perfectos. No obstante, Dios está en el proceso de reconstruirnos a la imagen de nuestro Salvador y se agrada de usarnos para su servicio mientras que el trabajo continúa». Aplicando una notable perspicacia en el análisis de los seres humanos y haciendo uso de un lenguaje muy comprensible para el lector laico, Packer logra relacionar las vidas de las figuras bíblicas con nuestra propia experiencia. Si bien el contenido principal del libro corresponde a material elaborado por Packer, dicho material fue transformado en libro por Carolyn Nystrom, quien a su vez redactó guías de estudio e incluyó consejos devocionales.

Esperanza sin límites: cómo Dios alcanza y usa personas imperfectas. J.I. Packer y Carolyn Nystrom. Editorial Patmos, 167 páginas.

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RESEÑA: ASÍ HABLABA JESÚS
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RESEÑA: ASÍ HABLABA JESÚS

Desde hace algunos años, una de mis mayores frustraciones ha sido, probablemente, el pobre uso que los expositores bíblicos hacen (hacemos) del lenguaje. Iglesias y seminarios imparten clases de homilética (predicación), pero generalmente en ellas el lenguaje se da por asumido y no se considera la manera en que éste, usado inconscientemente, puede por ejemplo hacer cosas tan indeseables como divorciar la mente del corazón o dividir la vida en un ámbito «sagrado» y otro «secular». El lenguaje, por un lado, es un reflejo de nuestro pensamiento, pero si lo consideramos en un sentido inverso, es también lo que moldea el pensamiento de quienes nos oyen. Eugene Peterson es agudamente consciente de esto, y ha plasmado una buena parte de su interesante visión en un libro que lleva por título Así hablaba Jesús. Examina la forma en que nuestro Maestro usaba el lenguaje, pero no precisamente cuando enseñaba «formalmente», sino cuando conversaba con la gente en el camino o hablaba con su Padre en oración. ¿Usaba acaso dos lenguajes diferentes? Para Peterson, quienes hacemos esto sólo somos nosotros. Cuando vivimos la cotidianidad usamos el lenguaje «normal», pero cuando queremos hablar de lo «espiritual», usamos un lenguaje que más bien crea una barrera. Dice Peterson: «Deseo eliminar el bilingüismo con el que nos criamos o que adquirimos durante nuestro crecimiento: un lenguaje para hablar de Dios y sus cosas, para la salvación y Jesús, para cantar himnos y concurrir a la iglesia; otro lenguaje que aprendemos cuando vamos a la escuela, conseguimos un empleo, jugamos a la pelota, vamos a bailes y compramos patatas y vaqueros». «No hay un lenguaje del “Espíritu Santo” que se utiliza para los asuntos relacionados con Dios y la salvación y luego un lenguaje mundanal aparte para comprar repollos y automóviles. “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy” y “pásame las papas” vienen de la misma reserva común de palabras». Su estrategia, entonces, consiste en mostrarnos el uso que Jesús hace del lenguaje, y para ello, divide el libro en dos: un análisis de las parábolas contadas por Jesús al viajar por Samaria (centrado en los capítulos 9 al 19 de Lucas), y un estudio de las oraciones registradas por los distintos evangelistas. Peterson, en verdad, logra mostrarnos lo que se propone, pero junto con eso, busca también ilustrar el efecto generado en sus oyentes. Las parábolas, por ejemplo, disuelven nuestra división sagrado/secular, y el resultado es que Jesús involucra a sus oyentes en la acción saltándose los prejuicios que levantamos en nuestras conversaciones definidas como «espirituales». Otro tanto logra también en la sección de las oraciones, donde enfatiza, por supuesto, el carácter relacional de ellas: «La oración nos involucra profunda y responsablemente en todas las operaciones de Dios. La oración también involucra de manera profunda y transformadora a Dios en todos los detalles de nuestra vida». El libro se caracteriza por un exuberante análisis del lenguaje, pero dicha abundancia no se detiene en lo técnico sino más bien en el sentido final de los formatos y expresiones con que nos comunicamos. Peterson es un erudito del hebreo y del griego (famoso, de hecho, por su traducción/paráfrasis de la Biblia conocida como The Message), pero lo que queda claro en este libro es que su acercamiento al lenguaje no es un acto frío sino la reflexión de un verdadero amante de las palabras (pocas veces, me atrevo a decir, se encuentra uno con alguien que, al estudiar y explicar la Biblia, dedique tanta atención a lo que las palabras expresan más allá de las definiciones que registra el diccionario teológico). Ocasionalmente más de alguien tendrá claras discrepancias con algunas de sus interpretaciones, pero el gran mérito de Peterson (además de su valentía en explorar territorios que la mayoría descuida) radica en que, aun en esos momentos, nos obliga a detenernos y meditar una vez más en lo que dábamos por sentado. Su análisis, a veces, podrá no ser el más ortodoxo, pero si algo resulta claro es que las mentes creativas como la suya suelen bordear —y felizmente, muchas veces expandir— los límites. El libro, debo admitir, contiene algunos pasajes en que la reflexión de Peterson puede ser difícil de seguir (especialmente cuando entra en terrenos más abstractos), pero si te interesa —¡como a mí!— percibir y expresar a Dios como esa realidad que todo lo llena y permea, este libro es para ti.

Así hablaba Jesús: sus historias y oraciones. Eugene H. Peterson. Editorial Patmos, 287 páginas.

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RESEÑA: CUANDO EL JUEGO TERMINA TODO REGRESA A LA CAJA
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RESEÑA: CUANDO EL JUEGO TERMINA TODO REGRESA A LA CAJA

«Religiosas» y «no religiosas» por igual, todas las personas debemos lidiar con el hecho de que esta vida no es eterna. Pero ¿lo hacemos? Deberíamos admitir que no lo suficiente, y eso hace que John Ortberg se merezca toda la atención del mundo cuando escribe que la vida es como un juego de tablero: puedes obtenerlo todo y arrasar con tus competidores, pero —como nos recuerda el título de su libro— «cuando el juego termina todo regresa a la caja». Esta vida se acaba, las piezas del juego se guardan, y aunque quieras congelar la escena de tu triunfo, tus «logros» desaparecen —no te puedes llevar nada—. El libro, fiel a esta idea, describe toda nuestra realidad desde dicha perspectiva. Los capítulos se agrupan en secciones, y éstas, en orden, describen «El juego», «El objetivo», el «Armado», «Las reglas del juego», los «Peligros» y las claves «Para ganar». Es un esquema ingenioso, pero lo mejor y más importante es que con esto el autor cubre una gama muy amplia de situaciones en que podemos —y debemos— examinarnos. Ortberg aclara nuestro objetivo desde las primeras páginas: lo que debemos lograr es enriquecernos, pero no con cosas de esta vida —que constituyen pobreza—, sino con lo que Dios llama riquezas. A partir de entonces, contrasta lo que sabemos con lo que practicamos, y es abrumador, a ratos, descubrir la gran cantidad de áreas en las que insistentemente actuamos contra todas las evidencias (tanto bíblicas como no bíblicas). Ortberg, por tanto, nos muestra a qué se parece la vida ajustada a la realidad, y al hacerlo, nos confronta permanentemente con nuestra necesidad de reconocer la supremacía total de Dios. Controlar todo es una facultad sólo suya, y por tanto, en palabras del libro, uno debe «renunciar a ser el amo del tablero». Nada nos pertenece y las reglas las pone Dios. El libro, a mi parecer, saca mucho de nosotros a la luz, pero lo que a mí, como lector, me ayudó más, fue su reflexión sobre el uso del tiempo y nuestra necesidad de descubrir la misión personal que Dios nos ha asignado. Lo que dice, ciertamente, no es nuevo, pero su forma de expresarlo es eficaz, y coincide, en gran medida, con una inquietud que abrigo. Como todo libro de su tipo, el provecho que saques dependerá de tus propias vivencias, pero en el peor de los casos, no creo que su lectura te aburra. Ortberg, de principio a fin, comunica las cosas con gracia, y su capacidad de describir la condición humana es notable (en parte, quizás, gracias a sus estudios de psicología). Algo que me dejó insatisfecho fue la falta de una mayor exposición bíblica. No dudo de que Ortberg conoce su Biblia —y procura basarse en ella—, pero cuando un autor sólo menciona textos aislados —y esporádicamente—, construye algo que, para el lector «bíblicamente iletrado», es un mundo de ideas autónomo. La ausencia de un contexto influye sobre la percepción del pasaje, y en consecuencia, a menos que sea un lector bíblicamente educado, no edificará su vida sobre la Biblia sino sobre la narración que el autor hace de ella (y esta, de paso, es la razón por la cual algunas personas terminan aferrándose más a los autores que a la propia Biblia). El evangelio, en particular, debió aparecer con más fuerza, pero como debilidad, no empaña el valor de lo que el libro sí comunica. No me atrevería concretamente a decir que «me cambió la vida», pero sí diría que nuestras vidas cambiarían mucho si practicáramos la sabiduría que se encuentra en sus páginas. En resumen, creo que es un llamado insistente y amoroso a practicar lo que siempre hemos sabido. Nosotros hemos aprendido a silenciar nuestra conciencia, pero Ortberg ha sabido poner en palabras aquello que amenaza con convertirse en remordimiento un día. Espero volver a leerlo, pero siendo más preciso, creo que debería hacerlo. Necesitaré, probablemente, un empujón, pero con un libro de este tipo se hará grato.

Cuando el juego termina todo regresa a la caja. John Ortberg. Editorial Vida, 273 páginas.

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Teología bíblica de Jerusalén
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Teología bíblica de Jerusalén

INTRODUCCIÓN:

Para algunos, Jerusalén, la capital de Israel, no solo es una ciudad de importancia pasada: es también un escenario de relevancia futura. Se dice que Dios todavía no restaura a Israel como lo prometió, y por lo tanto, en un día que aún debemos esperar, el Mesías vendrá, se reunirá con su nación, pondrá su trono en la Jerusalén terrenal y gobernará al mundo entero. ¿Es esa, realmente, la expectativa que la Biblia desea crear? ¿Deberíamos reclamar Jerusalén para los judíos, y así, esperar el día en que peregrinemos a ella para gobernar junto al Mesías? El presente texto analizará cómo el concepto de una ciudad santa ha estado ligado al gobierno divino y si este permanece estático o demanda una interpretación evolutiva de sus elementos esenciales.
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¿De qué se trata esta sección?

En esta sección queremos explorar contigo un tipo de acercamiento a la Biblia que se conoce como «Teología Bíblica». El nombre, posiblemente, no es muy descriptivo, pero quizás te sirva pensarlo de la siguiente forma.

El desafío de leer la Biblia en forma lineal

En algún momento, muchos de nosotros nos hemos acercado a la Biblia pensando que puede ser leída de principio a fin como cualquier otro libro. Evidentemente hay un principio, conocido como el Génesis, y asimismo hay un final, que corresponde al Apocalipsis. El principio de los principios y el final de los finales: ¿No es eso un indicador de que es una historia para ser leída en orden? Bueno, no es tan simple como suena. Ciertamente hay un principio y un final, pero, a diferencia de otros libros, tiene un desarrollo especial. Se compone de secciones heterogéneas, y como si eso fuera poco, muchas veces la historia progresa en el trasfondo —debes estar dispuesto a «cavar» para llegar a ella—. ¿Cómo podemos distinguirla? ¿Qué podemos hacer para no perdernos en una serie de textos que, a simple vista, pueden parecer inconexos (desvinculados entre ellos y desconectados de la gran historia que les da sentido)? En esta sección queremos explorar contigo un tipo de acercamiento a la Biblia que se conoce como «Teología Bíblica». El nombre, posiblemente, no es muy descriptivo, pero quizás te sirva pensarlo de la siguiente forma.

El desarrollo de una sola teología

Dios quiso darse a conocer al hombre, pero no reveló todo de una sola vez sino que puso en marcha un proceso. A lo largo de ese proceso fue aportando cada vez más «datos», lo cual significó que cada época manejó una cantidad de información diferente y, por ende, una cierta teología o conocimiento de Dios. Abraham tuvo una teología, David tuvo la suya, Isaías también la tuvo y así quienes les siguieron. Siempre en la misma línea (nunca en contradicción), pero cada vez más amplia y bajo una luz cada vez más clara. La pregunta que nos hacemos, entonces, es: ¿Cuál es la teología de la Biblia entera? ¿Qué conocimiento de Dios se tuvo en cada punto de la historia y cuál es el aporte específico de cada nueva etapa a la imagen de Dios que la Biblia nos da como un todo? La imagen final y completa de Dios es Jesús (Hebreos 1:3). Él es la culminación de la historia, y por lo tanto, es en Él en quien debemos pensar cuando la leemos. Todas las Escrituras nos hablan de Él (Lucas 24:44; Juan 5:39), y por lo tanto, Él es la llave que abre el significado más profundo de cada texto.

Aplicación y uso de la Teología Bíblica

Entender esto nos ayudará a descubrir cómo la Biblia, en su gran diversidad, se integra para componer un solo libro. Mostrará la armonía que hay entre textos aparentemente contradictorios, y de paso, nos ayudará a determinar qué aspectos de cada pasaje tienen un carácter permanente y cuáles fueron más bien los contenedores transitorios de esa enseñanza perenne. La sección que estás visitando tiene por objeto analizar precisamente esto último, y para hacerlo más práctico, encontrarás estudios separados por temas. «¿Qué dice la Biblia sobre...? ¿Qué textos bíblicos se aplican hoy y cuáles describen únicamente situaciones temporales? ¿Cuál era la enseñanza permanente en cada caso? ¿Cómo Jesús le dio una forma final a ese aspecto particular de la revelación divina? ¿Qué debemos afirmar hoy como creencia y cuál debe ser nuestro comportamiento en relación con ello?» Estas y otras preguntas serán las que podrás contestar haciendo uso de los diversos estudios que aquí encontrarás.