Pero no olviden, queridos hermanos, que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. (2 Pedro 3:8)
Siempre me ha llamado mucho la atención esa tan certera frase de Mafalda: “Paren el mundo que me quiero bajar”. Muchas veces tenemos esa sensación de que el tiempo y la vida transcurren mucho más rápido de lo que somos capaces de comprender, por lo que sentimos esa necesidad de que las cosas pudieran detenerse totalmente. Cuando estamos esperando una fecha especial, como por ejemplo las vacaciones, y faltan, digamos, 3 meses, queremos que el tiempo pase rápido; luego quedan 2 semanas, luego 1 día, y de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, ya pasó hace dos meses. Sin duda, la velocidad del tiempo es algo muy relativo en nuestra percepción humana de él.
En los versos 8 y 9, Pedro vuelve a hablarles a sus hermanos en la fe para darles dos razones por las que el regreso de Cristo se ha retrasado (si es que pudiera hablarse de retraso). En este devocional veremos la primera razón, que tiene que ver con la relatividad del tiempo para Dios, pues “para el Señor un día es como mil años”. Que Jesús no haya regresado aún puede parecer mucho tiempo para nosotros, pero para él es como si hubiera pasado solo un día. Los planes de Dios no se someten a nuestra perspectiva del tiempo. Si para nosotros una gran espera termina pasando en un abrir y un cerrar de ojos, cuán relativa se hace nuestra interpretación de lo que concluimos que es una demora de Dios. Él, en su infinita sabiduría, sabe cuál es el tiempo adecuado para cada cosa. Él sostiene el universo como también sostiene nuestra vida y ha establecido cada momento perfecto para cada etapa de ella. Dios no tiene que rendir cuentas por el tiempo en que hace cada cosa, pues él no se somete al tiempo ya que es su Creador, por lo que no podríamos argumentar nunca que no ha hecho las cosas en el tiempo adecuado. Cada cosa que decide hacer en el momento estipulado por él es en esencia adecuado y correcto.
En este verso, Pedro cita el Salmo 90:4 (“Mil años, para ti, son como el día de ayer, que ya pasó; son como unas cuantas horas de la noche”), donde el salmista también reconoce el gran contraste de la eternidad de Dios frente a nuestra temporalidad y la perspectiva que tenemos de ella.
La ansiedad que nos producen los plazos, la espera de una respuesta importante, que lleguen ciertas fechas o eventos especiales, muestra que necesitamos confiar más aun en su perfecta sabiduría y soberanía sobre nuestra vida, mientras reconocemos cuán subjetivo es nuestro juicio con respecto al tiempo. Él somete el tiempo a sus planes y no debemos dudar de que cada cosa ocurre en el mejor momento establecido por él. Debemos recordar siempre que los planes de Dios no fallan ni pierden fuerza o vigencia por el paso del tiempo. No hay plazo que pueda poner en duda la fidelidad de Dios y su íntima preocupación y ocupación por cada cosa que ocurre en nuestras vidas.
Debemos ser alentados por las palabras del salmista en el Salmo 33:20: “Esperamos confiados en el Señor; él es nuestro socorro y nuestro escudo.”
Por tanto, no estemos preocupados porque “ya pasó demasiado tiempo”, ya sea para la segunda venida de nuestro Señor Jesús o para cualquier cosa por la que estemos esperando. Como dijo el salmista, esperemos confiados en el Señor con la convicción de que él está preocupado por nosotros y en su infinita sabiduría ha definido un momento perfecto para cada cosa de la historia. Nunca llegará tarde contigo, pues no olvides que para él un día es como mil años.