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¿Qué se te viene a la mente al leer la frase «evangelio de la prosperidad»? Lo más probable es que se te revuelva un poco el estómago al pensar en los predicadores de la TV que hablan ante multitudes muy grandes y, con sus libros, atraen incluso a más gente. Náuseas es la reacción que debería provocarnos el cristianismo pregonado por los predicadores de prosperidad. Esto es porque el evangelio de la prosperidad no es un evangelio en absoluto, sino más bien una condenable perversión del Evangelio verdadero. Sus predicadores anuncian un mensaje de progreso personal que va tristemente contra la corriente de varias realidades bíblicas claves. Minimizan el propósito del sufrimiento, desalientan la abnegación, y hacen que la vida cristiana se trate de acumular cosas. Con este fin, hacen que Jesús deje de ser el Salvador que se entrega, expía el pecado, satisface la ira y quita la culpa, y lo convierten en un mayordomo ansioso de satisfacer todos nuestros deseos y darnos la vida ideal ahora.

El evangelio de la prosperidad reduce el Evangelio a una búsqueda indiscriminada de satisfacer nuestros deseos. Traslada el mensaje de lo espiritual a lo material. Digámoslo claramente: el evangelio de la prosperidad se trata de nosotros y no de Dios.

No es nada nuevo. Muchos han tratado de evitar las claras instrucciones de Jesús que están grabadas para siempre en el portal de la iglesia: «Si alguien quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9:23). El llamado de Jesús al discipulado es un llamado a negarse a uno mismo. Es un llamado costoso que espera y abraza el sufrimiento.

Martín Lutero se opuso vehementemente a quienes buscaban marginar la experiencia del sufrimiento y la abnegación en la vida cristiana. Su contraste entre la «teología de la gloria» y la «teología de la cruz» mostró una diferencia fundamental en el punto de partida del pensamiento y la experiencia cristiana. Los teólogos de la gloria construyen su teología sobre la imagen que ellos se hacen de Dios, mientras que los teólogos de la cruz forman su conocimiento de Dios a la luz de la cruz. Por un lado, la teología de la gloria moldeará un dios que se parece al teólogo, y por otro, el que mira fijamente a la cruz aprenderá de Dios a través del lente del Calvario.

Sin duda, te puedes dar cuenta de cómo esto se cruza con el pensamiento de la prosperidad. Es imposible que las personas se aferren a la teología de la prosperidad cuando observan la cruz en primera fila. Allí, sobre el madero, el perfecto Hijo de Dios sufrió la ira acumulada del Dios trino en favor de todo su pueblo. El que no tenía pecado se hizo maldición por nosotros (Gá 3:13). Como escribió el autor de himnos: «Cargando la vergüenza y las groseras burlas, fue condenado en mi lugar». Y deberíamos apresurarnos a añadir que la cruz no fue su plan B. Fue el plan de Dios todo el tiempo —aun desde la eternidad pasada—. Sobre la cruz, Cristo se concentró con una implacable precisión para cumplir la obra que se le había encargado. Y la obra que cumplió sirve de ejemplo para nosotros (1P 2:20-25).

Sería ingenuo concluir que el pensamiento de la prosperidad se limita a quienes viajan en sus costosos aviones privados o pronuncian abiertamente frases clichés de autoayuda propias de galletas de la fortuna. No, hoy el pensamiento de la prosperidad se ha extendido masivamente. Más matizado y sutil de lo que creerías, el pensamiento de la prosperidad está muy activo en la iglesia. Y puesto que socava nuestra comprensión y aplicación del Evangelio, tiene un efecto catastrófico. Como un virus informático, seca la vitalidad y la productividad de la comunidad de Dios. ¿Y sabes qué es lo peor? Puede que ni siquiera nos demos cuenta de cómo nos ha afectado.

Llamémosla la versión «suave» del evangelio de la prosperidad. No es tan llamativa ni ostentosa. Es más mayoritaria y pulida. Estas son algunas de las formas en las que puedes saber si has estado mordisqueando el anzuelo de un evangelio de prosperidad suavizado, quizás sin siquiera saberlo.

El lugar del sufrimiento

Cuando tropiezas con el sufrimiento, ¿necesitas aún saber el porqué? ¿Descubres que comienzas a cuestionar la bondad de Dios? ¿Sientes algo de amargura ante lo que estás atravesando? El cristiano, más que cualquier otro, debería saber que el sufrimiento es parte de la vida cristiana (Jn 15:20; Fil 1:29). No olvidemos que seguimos un Salvador que fue crucificado. La versión suave del evangelio de la prosperidad ha moldeado nuestro pensamiento para percibir ese sufrimiento como algo inapropiado para nuestras vidas. Preguntamos: «¿por qué está ocurriendo esto? ¿Cómo puede Dios permitirlo?». Ocurre porque vivimos en un mundo caído y destrozado. Sin embargo, también ocurre porque Dios usa el sufrimiento para fortalecer y santificar a su pueblo. Él nos hace más semejantes a Jesús a través de nuestro sufrimiento (Ro 5:3-5; Heb 5:7; Stg 1:2-4; 1P 1:6-9). Como observó Lutero, es un sufrimiento que Dios usa para darle forma a nuestra comprensión del Evangelio. Lejos de ser algo inapropiado, el sufrimiento es un instrumento de Dios para nuestro bien y para su gloria.

El rol de Dios

La versión suave del evangelio de la prosperidad enseña que, si trabajas arduamente por Dios, Él debería hacer lo mismo por ti. Muchos han apoyado esta mentira. Vamos a la iglesia, nos comportamos bien y hacemos todo el trabajo extra posible. Luego esperamos que Dios haga su parte y nos bendiga dándonos buenos hijos, una casa bonita, un empleo estable y mucho dinero. Sin embargo, ¿qué sucede cuando la compañía hace recortes de personal? ¿Cuando un hijo empieza a consumir drogas? ¿Cuando tus fondos de jubilación se reducen? Entramos mentalmente en un litigio privado porque Dios no ha cumplido su parte del acuerdo. Queremos demandar a Dios por las promesas de prosperidad cuya solicitud firmamos. El problema es que Dios no respalda esta idea más atenuada de prosperidad: Él respalda su Palabra. Y Él nos ha mostrado cómo entender su Palabra a través de la obra de Cristo. ¿Piensas —aunque sea sutilmente— que Dios te debe algo?

La forma de la adoración

Seamos honestos: en un sentido, las reuniones generales de la iglesia son muy poco espectaculares. Cantamos, leemos, y respondemos juntos a la Palabra de Dios. Probablemente no salimos de la iglesia como salimos de una película, diciendo: «¡Fue espectacular! ¡Qué increíble final! Me tomó por sorpresa». No, cada semana hacemos lo mismo con alguna variación en las canciones o en los textos bíblicos que leemos. Lo hacemos porque Dios nos dice que lo hagamos; Él dice que es bueno para nosotros (Heb 10:25). Confiamos en Él. Sin embargo, a veces queremos un poco más. Insatisfechos con la predicación, la oración, y las canciones, queremos que la adoración sea un poco más «de nuestro estilo» y que se ajuste a «nuestros gustos». Pronto, descubrimos que estamos buscando el lugar que a nosotros nos parece perfecto y no el que Dios considera fiel. A veces se convierte en una exhibición nuestra. Este giro sutil muestra que, al menos, somos susceptibles en parte al pensamiento de la prosperidad, si acaso no completamente adeptos.

El centro de la devoción

Vayamos directo al punto: el cristianismo es espiritual antes que físico. Si estás inquieto por lo que ves, nunca encontrarás satisfacción en Aquel al cual no ves. En la iglesia actual hay una epidemia de negligencia bíblica y falta de oración. No es porque estemos demasiado ocupados, seamos demasiado inteligentes, o demasiado lo que sea; es porque no queremos tener comunión con Dios. Creo que esto es una demostración del pensamiento atenuado de la prosperidad. Es un trabajo arduo y una verdadera demostración de fe y disciplina leer tu Biblia y aquietar tu corazón delante del Señor en adoración, confesión y petición humilde. Estamos muy distraídos por nuestras cosas y nuestras ansias de cosas, y no tan atraídos por Dios. Tener o querer cosas no indica, en sí mismo, que hayamos aceptado el evangelio de la prosperidad, pero si hacemos que el Evangelio y nuestra fe se traten completamente de bendiciones materiales a este lado del cielo, nos hemos vuelto adeptos a la herejía de la prosperidad.

El objeto de afecto

Cuando se pone un énfasis tan grande en el aquí y ahora, y tan poco en la Nueva Ciudad que nos espera, debemos hacernos la pregunta: «¿deseas siquiera ir al cielo?». Supongamos que yo tuviera la capacidad de hacer un trato contigo para que te quedaras en este mundo por siempre. No morirías nunca y jamás dejarías de disfrutar de este mundo. Podrías jugar a todos los videojuegos, ver todas las puestas de sol, beber y comer lo que quisieras; habría fútbol, podrías cazar, ir de compras y cualquier otra cosa que quisieras. Podrías sencillamente permanecer sobre el carrusel de este mundo sin siquiera tener que volver a pagar. La única dificultad sería esta: nada de Dios. Sí, leíste bien: no podrías orar, leer la Biblia, ir a la iglesia, ni nada. Todo eso quedaría en el armario. ¿Lo tomarías?

La mismísima cosa que hace que el cielo sea tan celestial es Dios. Lo que hace que los cristianos anhelen el cielo es la falta de Dios aquí: su presencia tangible en este mundo. En última instancia, no queremos seguir montando el carrusel; queremos tener comunión con Dios sin los obstáculos de nuestra naturaleza pecaminosa. El pensamiento atenuado de prosperidad nos ha vendido una forma de vida que parece tan mejorada por su «evangelio» que ni siquiera queremos ir al cielo.

Muchos de nosotros hemos sido inconscientemente arrullados hasta dormirnos por el pensamiento de la prosperidad. En su sutileza, el evangelio de la prosperidad atenuado usa un uniforme de honor, felicidad, y logros. Todas estas son cosas buenas, pero no necesariamente son derivados del Evangelio. El punto de entrada para seguir a Cristo es un llamado a negarnos a nosotros mismos y a cargar nuestra cruz. Esta debe ser nuestra continua expectativa y prioridad. La teología de la cruz debe despertarnos en el punto mismo en que nos hayamos dormido y nos hayamos empapado de los supuestos del evangelio de la prosperidad, versión suave.

Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección.
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Erik Raymond

Erik Raymond es pastor en la iglesia Redeemer Fellowship en Metro Boston. Él y su esposa Christie tienen seis hijos. Él publica en el blog “Ordinary Pastor” [Un pastor común y corriente]. Puedes encontrarlo en Twitter como @erikraymond.
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