Nota del editor: este artículo forma parte de la serie «Cómo ayudar a tu iglesia local», publicada originalmente en Desiring God.
La música crece en intensidad. Todos los ojos están puestos al frente. El momento llegó. Ahora escuchas esas palabras: «si alguien está sintiendo un llamado al campo misionero, ¿por favor, podrías ponerte de pie para que podamos orar por ti?». Luego viene la lucha interna. «¿Soy llamado? Quizás. ¿Qué pasará si me paro? ¿Qué pasa si Dios me envía a algún lugar al que no quiero ir? ¿Qué pasaría si pierdo este momento? ¿Debería ponerme de pie?».
Muchos que han pasado años en la iglesia o que han asistido a conferencias de misiones (quizás en especial, cuando estaban en la universidad) han experimentado momentos similares a este. Son relativamente comunes, especialmente a lo largo de Norteamérica y Dios los ha usado poderosamente para enviar miles de misiones a sus campos de cosecha.
Sin embargo, por más maravillosos que los efectos de esos momentos puedan ser, también pueden adormecer nuestros oídos. Podríamos esperar un llamado al servicio sólo en ciertos ambientes. Quizás sin darnos cuenta, la voz del Maestro, su carga por su pueblo, se convierte en un eco distante. Nuestro entusiasmo se desvanece y nos acomodamos nuevamente en las rutinas establecidas de nuestras ocupadas vidas; esto es, hasta que el calendario de la iglesia vuelva a girar en torno a la semana de misiones o asistamos a otra conferencia.
Semejantes ritmos pueden caracterizar gran parte de nuestras vidas. Para liberarnos, generalmente, se requiere que alguna voz irrumpa, que nos despierte de nuestras rutinas, recordándonos que todos en Cristo (desde el más grande al más pequeño, ya sea que hayamos aprendido a pensar de esta manera o no) es un participante en su misión.
Desde el jardín a la gloria
Sin embargo, ¿cuál es su misión? La verdadera participación en cualquier misión requiere comprender en qué realmente consiste la misión. Fallar en comprender la naturaleza de la obra puede llevar a cristianos bien intencionados a enfocarse en trabajos o proyectos que son buenos, pero secundarios para los más altos propósitos para su pueblo. Afortunadamente, Él no nos ha dejado tropezando en la oscuridad. La historia de redención completa resuena en el diseño de Dios para llenar la tierra con un pueblo que refleja gozosamente los rayos de su gloria.
La misión de Dios comienza en el jardín, cuando Dios comisiona a su criatura recién formada —una que lleva su propia imagen— a llenar o sojuzgar la tierra (Gn 1:28), a reinar sobre el reino creado de Dios como sus vicerregentes. Dios le dice al hombre y a su esposa que se multipliquen para que todo el reino creado, lleno de portadores de su imagen que conocen y adoran a su Hacedor, redunden en alabanza.
Por supuesto, la humanidad rechazó el regalo y la tarea, buscando usurpar el trono celestial. Pero el propósito de Dios no se frustró. Continúa por medio de su promesa a Abra(ha)m, quien se convertiría en «padre de multitud de naciones» (Gn 17:5) y en quien «serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12:3). Una tierra llena, un pueblo bendecido: esas son las intenciones de Dios. El largo y tortuoso camino en la historia compleja de Israel hasta el nacimiento del Mesías sólo da más luz en la resolución misericordiosa de Dios de cumplir sus propósitos divinos, incluso por medio de personas que podríamos encontrar inadecuadas para la tarea.
La manera de Dios no cambia en la era del nuevo pacto. Jesús escogió un equipo de pescadores, recolectores de impuestos, zelotes y otros —ninguno de los cuales era parte de la élite social Israelita en el primer siglo— para que lo siguieran y aprendieran de Él por medio de su ministerio terrenal. Y luego, después de la resurrección, habiendo recibido toda autoridad como el nuevo Adán, la perfecta imagen de Dios, Él envía a sus seguidores redimidos y hechos de nuevo al mundo a hacer «discípulos de todas las naciones» (Mt 28:19).
«¿Soy llamado?»
La comisión de Jesús nos trae de vuelta al momento especial durante la semana de misiones o de la conferencia. «¿Soy llamado?». La respuesta es un rotundo «sí». Si perteneces al pueblo redimido de Dios, entonces has recibido órdenes de ponerte en marcha. Dios te ha dado un propósito glorioso: que «anuncien las virtudes de Aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1P 2:9).
En el nuevo Adán, has recibido autoridad real para declarar el gobierno de Cristo sobre todo. Como Abraham, permaneces en una tierra que no te pertenece, pero la cual te da gran bendición. Como Israel, tu vida tiene el propósito de reflejar la bondad y la sabiduría de Dios. Él no selecciona sólo unos pocos entre su nación santa para enviarlos, sino que todos participamos en su obra.
Ahora, ¿eso te hace un misionero? Probablemente no, al menos, no en la manera que típicamente usamos la palabra hoy, para describir a alguien que ha sido enviado por una iglesia a cruzar culturas con el propósito de proclamar el Evangelio. Si bien Dios envía a todo su pueblo al mundo, quizás sea prudente reservar tal término para aquellos que la iglesia comisiona para salir en respuesta a un llamado particular del Espíritu (ver, por ejemplo, Hechos 13:2-3).
Sin embargo, eso no significa que quienes se quedan no tengan un rol que desempeñar. El llamado común a predicar las excelencias de Dios requiere que todos nosotros dediquemos nuestras vidas a su trabajo en el mundo. Para la mayoría de los creyentes, esa obra se llevará a cabo en las ajetreadas rutinas de la vida diaria entre hogares, vecindarios y ciudades donde Dios nos ha puesto actualmente. Y cuando se trata de la tarea misionera única, quienes se quedan tienen el rol esencial de apoyar a los misioneros enviados por sus iglesias locales, un rol que incluye servicio económico, práctico, emocional y espiritual.
Nunca no eres llamado
Las exigencias diarias y las rutinas regulares de la vida a menudo dificultan mantener a la vista la gran visión. Tenemos familias que alimentar, plazos que cumplir y relaciones que mantener. Es completamente natural que la emoción de momentos inspiradores se desvanezcan rápidamente.
Y el celo decreciente puede hacerlo sentir como si los ritmos naturales de la vida no pertenecieran a la misión que hemos recibido. Parecen secundarias e incluso pedantes, mientras que aquellos que realmente han sido comisionados tienen la gloriosa tarea de servir a Dios en el extranjero. No obstante, si hemos de permanecer fieles, no debemos olvidar que pertenecemos a Dios y que Él nos ha dado un propósito tanto aquí como allá, trabajo que hacer en este su mundo y por su Reino. Un sinnúmero de oportunidades para participar en su misión esperan en la vida diaria.
Recordar requiere esfuerzo. Unirse a la iglesia para la adoración con toda la misión en mente —incluso los domingos cuando las misiones contraculturales no reciben ningún énfasis especial— requiere que atendamos diariamente la Palabra de Dios y busquemos entender a lo que Él nos llama. ¿Cómo se ve ese esfuerzo? Considera tres pasos prácticos que los cristianos pueden dar diariamente para doblegar nuestras vidas en mayor servicio a nuestro Rey.
Orar
Comienza regularmente tus oraciones (individualmente, con tu familia, y con la iglesia) de la forma que nuestro Señor Jesús nos enseñó: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino» (Mt 6:9-10). Jesús nos enseña a comenzar nuestras oraciones no con un enfoque inmediato en nosotros mismos, sino que en el Padre y en sus propósitos para el mundo.
Aprender a orar así nos entrena a «bus[car] primero su Reino y su justicia» (Mt 6:33). Prepara nuestros corazones para su servicio. A medida que oramos para que Él traiga su Reino en su plenitud, la gloria de los reinos terrenales y el brillo de las riquezas temporales se desvanecen. Reconocemos que su naturaleza fugaz y nuestro anhelo de verter nuestras vidas en pos del bien eterno, tanto en nuestros hogares como alrededor del mundo, crece.
Estudiar
El mejor lugar para comenzar es con la Palabra de Dios. Permite que Génesis 1 al 2 y Apocalipsis 21-22 enmarquen todo lo que está entremedio. Aprender a leer todo a la luz del comienzo y el fin puede ayudarte a ver cómo toda la historia encaja, la razón por la que Jesús está al centro de todo y a qué obras Dios llama a su pueblo.
Busca ayuda en tu lectura también. Únete a un estudio bíblico, escoge un buen estudio bíblico, busca un comentario o dos, lee (o escucha) obras de teología de teólogos que se comprometieron a defender la inerrancia de la Escritura y poner foco en la persona y obra de Cristo. No obtendrás una comprensión bíblica buena de la misión de Dios y de la obra a la cual te llama al leer sin ayuda.
Y no estudies solo. Conversa sobre lo que estás aprendiendo con compañeros creyentes que afilarán tu comprensión. Considera tomar esa clase de Escuela Dominical para la que nunca pensaste tener tiempo. Mientras mejor comprendas los propósitos de Dios y el lugar que te ha dado entre ellos, más preparados estarás para dedicar tu vida a su gloriosa causa.
Servir
Comienza a servir ahora. La obra no está sólo allá afuera, sino dentro de la casa y la comunidad en la cual el Señor te ha puesto según su buen y soberano propósito. Enséñale a tus hijos a entender y a amar los grandes propósitos de Dios a medida que aprendes de ellos a través de tu propio estudio.
Busca maneras de servir a tus vecinos, recordando que una oportunidad de compartir el Evangelio podría aparecer por medio de algo tan pequeño como ayudarlos a barrer sus hojas. Busca oportunidades para usar tus dones dados por el Espíritu en la iglesia local, sin importar cuán grande o pequeñas sean esas oportunidades, reconociendo que el Dios trino te ha equipado a fin de que puedas edificar su iglesia (1Co 12:4-7). A medida que sirves según la gracia que has recibido, podrías descubrir que las oportunidades y que tu alegría al servir crece.
Y lo más probable es que, a medida que te prepares para este servicio por medio del estudio y la oración, llegarás a ver cómo incluso semejantes actos como el regalo de un vaso de agua al menor de ellos desempeña un rol en el avance del Reino celestial.
«Sígueme»
Comprometer tu vida al servicio del Rey es peligroso. Podrías encontrarte siendo arrastrado a una aventura que nunca esperaste. Tal ha sido mi propia experiencia y de muchos otros.
Si en todo buscas dedicar tu vida a la misión de Dios, podrías encontrarte de pie en uno de esos domingos misioneros, siendo enviado por la iglesia a proclamar su Evangelio en un lugar y entre un pueblo del que sólo has escuchado recientemente.
Pero si incluso no es así, te darás cuenta de que aun aquellos que no son enviados a las naciones son llamados a la misión. Las palabras que tenemos que aprender a escuchar diariamente —¡oh, oro que las escuches!— no son «¿estás sintiendo un llamado?», sino las palabras mucho más sencillas y mucho más exigentes de nuestro Maestro: «sígueme».