Las vacas no sienten vergüenza. Me di cuenta de este maravilloso hecho un suave verano en una feria del condado de Lorain en Ohio. Lo que no fue suave fue mi repugnancia ante las abultadas ubres cubiertas de suciedad que estaban en exhibición para que el mundo las viera. Todo el tiempo, la vaca estuvo ahí, parpadeando sus vidriosos ojos. Mi casi adolescente mente, ya con una consciencia constante de los aspectos desagradables de la existencia corporal, no podía comprender tal cosa. Quizás las vacas no sientan vergüenza, pero los chicos preadolescentes la respiran.
Asimismo sucede con todas las personas que respiran oxígeno, sin importar su etapa de la vida o su trasfondo personal. Ha sido de esta manera casi desde que las personas han respirado en la atmósfera humana. Casi. Hubo un tiempo en el que las personas disfrutaban de la riqueza de la existencia humana sin siquiera saber lo que era la vergüenza. No había experiencia de desconfianza en uno mismo ni miedo a la condenación.
Personas gloriosas y avergonzadas
Dios creó al hombre originalmente bueno (muy bueno, de hecho) a su imagen (Gn 1:26-31; 2:25). Esto es, en palabras del Catecismo de Heidelberg, «en verdadera justicia y santidad» (pregunta y respuesta 6). Adán estaba perfectamente a salvo cerca de Dios porque él era como él. La vergüenza era completamente ajena a su manera de ser, totalmente impropia a tan gloriosa criatura. Él podía caminar desnudo ante toda la creación. Todo lo que se podía conocer sobre este hombre y su esposa estaba en completa exposición; y ellos no tenían miedo.
Sin embargo, todos conocemos el siguiente capítulo. La insensata duda, la mirada lujuriosa, el consumismo codicioso. De pronto, fueron conscientes de su desnudez de maneras que antes no. No estaban más desnudos que antes, pero su desnudez ahora no era segura. Ya no podían revelar con seguridad todo sobre sí mismos al mundo que los observaba, a ellos mismos o, especialmente, a Dios. Las caminatas por la tarde con Dios que una vez habían sido el deleite de su día, ahora eran el terror de su vida.
El deleite había sido reemplazado con pavor, no porque Dios cambió, sino porque ellos cambiaron. Estaban profundamente conscientes de la presencia de algo nuevo, un mal ajeno a su diseño: defecto, culpa, pecado. Ellos lo habían invitado a entrar, sin creer que con el pecado venía la muerte (Ro 5:12). Insistieron en conocer el mal y ahora eran partícipes de sus consecuencias: concretamente, la consciencia acechante de la muerte.
Mientras tanto, las vacas rumiaban y miraban, inconscientes de su propia desnudez. Una vaca no siente vergüenza porque no es la obra maestra de Dios. Los agentes morales creados para reflejar el carácter de Dios son los únicos capaces de conocer la tragedia personal de lo que se perdió.
Nuestra experiencia de vergüenza
A lo largo de las generaciones, las cosas no han cambiado mucho para las vacas; tampoco han cambiado mucho para nosotros. Seguimos infestados con la vergüenza. Dentro de nosotros, nuestros pensamientos están en conflicto y nuestras consciencias nos acusan, recordándonos que Cristo juzgará «los secretos de cada persona» (Ro 2:14-16). La vergüenza es el dolor de saber que nuestras consciencias tienen la razón.
La vergüenza es autoevaluativa, pero consciente de las evaluaciones de otros, particularmente de Dios. Es una sensación intensa sobre el yo, pero siempre consciente de la mirada de otros. Es el testimonio interno inquebrantable de que no estamos a la altura y también el miedo correspondiente de que otros descubran este hecho.
A algunos académicos les gusta distinguir entre la vergüenza y la culpa al describir la vergüenza como una declaración contra quien soy, mientras que la culpa es la declaración contra lo que hago. La vergüenza es una conciencia privada personal de que merece juicio como persona, mientras que la culpa es un sentido de remordimiento por su conducta digna de juicio. Muchos creen que una buena dosis de culpa por las acciones ilegales es saludable, pero la vergüenza como una declaración sobre el yo no lo es.
Creo que distinciones como estas pueden ser útiles para el propósito de comprender los matices de nuestra experiencia, pero no para separarlas. La culpa y la vergüenza van de la mano. Si hago algo mal, indica algo sobre mí. Pecamos porque somos pecadores. Esa es una conexión que la Biblia mantiene claramente (Mt 15:18; Luc 6:45), por lo que la vergüenza es una parte saludable de nuestra percepción de nosotros mismos.
Ahora, espera un segundo. ¿Acabo de decir que la vergüenza es saludable? Sí, pero nota esto con mucho cuidado: la vergüenza es una parte saludable, pero no un fin saludable de la vida cristiana. La vergüenza no es la conclusión final que hacemos sobre nosotros mismos. Es una conciencia dolorosa que evita que descansemos con satisfacción en nuestro estado caído. Nos lleva a buscar defensa de las acusaciones, un refugio de la amenaza del juicio, una hebra de gracia de un Juez misericordioso.
Solo al ser empujados descubriremos que no existe nada más que hebras de gracia. Hay montones; montones de lino blanco para vestir a personas desnudas.
Este es el Evangelio cristiano, el que los cristianos se proclaman una y otra vez mientras viven bajo el peso diario del recuerdo de la oscuridad que aún permanece en ellos. De esta manera, Dios revierte el uso de la vergüenza de Satanás. Satanás quiere que nuestra vergüenza nos aleje de Dios y nos lleve a la maleza. Dios quiere que nuestra vergüenza nos lleve a él para ser vestidos.
Lo que un cristiano hace con la vergüenza
Al revelar los aspectos prácticos de estas observaciones, vemos que un cristiano tiene al menos tres opciones para lidiar con su experiencia de vergüenza. Las primeras dos son falsas. Solo la última es el propósito de Dios para el creyente.
En primer lugar, los cristianos se pueden esconder de Dios y de otros por miedo. Los cristianos saben mejor que nadie lo que Dios dice sobre el pecado. Sus declaraciones resuenan en sus oídos desde la predicación de la iglesia y desde las vidas de los hermanos creyentes. Como nuestros primeros padres lo hicieron, se esconden de Dios y de otros. Viven bajo la conciencia angustiosa de que las cosas dentro de ellos no encajan con las expectativas de todos los que los rodean.
Una cosa es admitir el orgullo. Todos llaman a eso pecado y se espera que se confiese como parte habitual de la maldición. Sin embargo, ¿qué pasa con los pecados privados y profundos? ¿Las groseras fantasías sexuales, los insultos confidenciales viciosos, la satisfacción alcohólica? El pensamiento de que cualquiera pueda descubrir esto provoca tal aflicción que un cristiano se aísla de todos, incluso de Dios.
No toma mucho tiempo para que este aislamiento se transforme en cinismo. Jesús se convierte en el tipo de Salvador que prefiere a las personas felices con pecados delicados. El cínico ve a Jesús como alguien que está dispuesto a ayudar a personas que están impacientes, pero no a las que son pervertidas. Sin embargo, este no es el Jesús de la Escritura, que da «…vestiduras blancas para que te vistas y no se manifieste la vergüenza de tu desnudez…» (Ap 3:18).
Esta primera opción no funciona porque la vergüenza necesita ser removida, no escondida.
En segundo lugar, los cristianos pueden buscar evitar su sentido de vergüenza. No lo disfrutan y creen que es dañino para su sentido del yo. Por tanto, a través de varios medios, ya sea una psicología sofisticada o solo una sabiduría convencional confusa, hablan abiertamente de su sentimiento de culpa al dar excusas o al culpar a otros.
Ahora, es completamente posible para los creyentes sentir una vergüenza falsa; es decir, temer la condenación de otros debido a que no cumplen con el estándar de cierto sistema de valores cultural que no es necesariamente bíblico. Los adolescentes pueden sentir vergüenza por tener espinillas, los adultos mayores por ser olvidadizos, los profesionales por no ganar suficiente dinero. Esta es vergüenza falsa porque está basada en un estándar falso. Lidiar con esto requiere que nosotros neguemos esos estándares que compiten con los estándares de Dios y nos rehusemos a medirnos por ellos.
Sin embargo, respecto al estándar de Dios, es inútil negar la culpabilidad personal. No existe comodidad suprema en intentar aliviar mi sentido de desnudez ante un Dios santo. Intentar hacerlo es solo coser hojas de parra en una prenda de ropa a la que le faltan partes. La vergüenza es una parte necesaria de la experiencia de un cristiano porque lo lleva de vuelta a la cruz, donde nuevamente recuerda que su vergüenza ya ha sido quitada.
Esta segunda opción no funciona porque la vergüenza necesita ser quitada, no evitada.
Por consiguiente, la tercera y última opción para que un cristiano maneje la vergüenza, y la única correcta: los cristianos reconocen lo que es vergonzoso en ellos en la seguridad de la gracia prometida de Dios. La vergüenza es un testimonio interno de que el pecado nos ha corrompido tan a fondo que solo Dios puede arreglar las cosas. Él ha prometido hacer justo eso.
El Dios de santidad abrasadora, cuya pureza caracteriza todo su ser, no despreciará a un corazón quebrantado y contrito (Sal 51:17). Como dijimos, la vergüenza es una parte saludable, pero no un fin saludable de la identidad cristiana. Eso es porque la identidad cristiana se encuentra en el mensaje contracultural de Jesús, que vino a decirle a las personas buenas que en realidad eran bastante malas, y a las personas malas que él puede hacerlas buenas (Mr 2:15-17). El fin de la identidad cristiana es la justicia, no la vergüenza. Esta justicia les es dada a ellos por Otra Persona por medio de la fe, pero no es menos suya por eso (Ro 1:16-17).
Sin duda, las vacas no sienten vergüenza. Pero eso no las hace menos afortunadas de lo que son. Las vacas nunca tendrán la oportunidad de compartir la justicia con Cristo. Ninguna otra criatura siente vergüenza porque ninguna otra criatura fue creada para compartir el carácter de su Creador.
La vergüenza es un privilegio. Recuerda eso la próxima vez que la experimentes. Eso muestra que Dios te valora lo suficiente como para atraerte a su justicia, que solo él puede entregar.