Cuando recién comencé a trabajar en Desiring God, había un monitor colgado en la pared de la oficina. De las muchas otras funciones útiles, le mostraba al equipo cuántas personas estaban en la página web en tiempo real. Si te fijabas en las letras más pequeñas de la parte inferior, podías ver cuántos usuarios estaban en determinadas páginas. Así, en el caso de que un nuevo artículo haya sido publicado esa mañana, podías mirar y ver a un par de cientos de personas en la página. Podías ver que los números aumentaban a medida que el artículo se difundía, y ver cómo llegaba al primer lugar en unas horas más tarde para luego comenzar un lento descenso.
Con el tiempo, ese monitor, como el ojo sin párpados de Sauron, vino a observarme fijamente. Vi como algunos de mis artículos eran derribados en pleno vuelo. Para la tarde, el artículo bajaba a docenas. Una cálida sensación me invadió: inseguridad. «Trabajé duro en ese artículo. Pensé que más personas lo leerían. ¿Realmente este es el llamado de Dios en mi vida?».
Recuerdo identificarme con Shakespeare cuando describió al hombre como incapaz de «percibir sus dotes, sino por reflexión» (Troilo y Crésida, 3.3.95). Él quiso decir que un hombre no podía saber si era lo que él creía ser a menos que otros lo reconocieran. ¿Yo era bueno? Sólo puedo percibirlo por reflexión. La admiración cálida o los números altos en la pantalla necesitaban decírmelo. Si un escritor publica un artículo, pero no recibe ningún elogio, ¿valía la pena siquiera escribirlo? La tentación comienza a entrar sigilosamente: ¿les impresionará? ¿Será lo suficientemente bueno para que me envidien?
Esa pantalla no sólo me mostró mis propios números, sino también los de otros. Estoy seguro de que puedes imaginarte la tentación: «pantallita, pantallita, ¿quién es el más bello de todo el reino?». Aunque no todos somos escritores, todos conocemos la tentación, ¿verdad? Pueden rastrear diferentes estadísticas, pero todos tenemos nuestros monitores.
Ojo enfermizo
¿Qué es la envidia?
Envidia: el hijo favorito del orgullo, el oscuro apetito que convierte a los aliados en enemigos y a los ángeles en demonios.
Envidia: la luna rival incapaz de compartir el cielo con el sol, por temor a ser descubierta como una luz menor.
Envidia: el génesis del asesinato humano, un pecado del cual la sangre de Abel aún habla.
Envidia: la enfermedad que supura con las bendiciones de Dios… dadas a otros.
Envidia: ese viento amargo que enfría el trono del rey, incluso después de la victoria, pues escucha las canciones en las calles: «Saúl ha matado a sus miles, y David a sus diez miles» (1S 18:7).
Cuando el orgullo escuchó esa canción, el texto nos dice que «de aquel día en adelante Saúl miró a David con recelo» (1S 18:9). El ojo inyectado en sangre puesto en los éxitos de los otros, la mueca interna cuando otros son notados de mejor manera, mejor elogiados o (detestas admitirlo) simplemente son mejores que tú en aquello en que eres bueno. ¿Conoces ese ojo enfermizo que mira en menos a hermanos, lanza en mano, y piensa: «¿pondré a David sobre la pared?»? Todos tenemos nuestras jabalinas. Tenemos nuestras formas de explicar por qué nuestros rivales no son tan talentosos, maravillosos, hermosos y piadosos en absoluto.
Envidia: la hechicería que tienta a un hombre a asesinar a su hermano o un hombre a su Dios: «¿Quieren que les suelte al Rey de los judíos?», Pilato preguntó alguna vez, «Porque sabía que los principales sacerdotes lo habían entregado por envidia» (Mr 15:9-19) [énfasis del autor].
Sabiduría de demonios
Fue durante esa temporada de tentación que Dios me dio la gracia de hacer lo que mi carne protestaba: aparté a un hermano un día y le confesé mis tentaciones de envidiarlo por su éxito reciente. Fue una luz humillante, bochornosa y que mata al pecado. ¿Estás tentado a envidiar a alguien cercano a ti? Considera confesarles la tentación para que así juntos peleen contra esta sabiduría diabólica.
La palabra «diabólica» no es una hipérbole. El apóstol Santiago escribe: «Pero si tienen celos amargos y ambición personal en su corazón, no sean arrogantes y mientan así contra la verdad. Esta sabiduría no es la que viene de lo alto, sino que es terrenal, natural, diabólica» (Stg 3:14-15) [énfasis del autor].
¿Cómo resistimos? Para responder, quisiera traer el demonio ficticio de C. S. Lewis, Escrutopo, para que nos ayude, no con el diagnóstico (en lo cual Lewis destaca), sino para que nos guíe a la cura. En la carta 14 de Cartas del diablo a su sobrino, el demonio le escribe:
El Enemigo quiere conducir al hombre a un estado de ánimo en el que podría diseñar la mejor catedral del mundo, y saber que es la mejor, y alegrarse de ello, sin estar más (o menos) o de otra manera contento de haberlo hecho él que si lo hubiese hecho otro. El Enemigo quiere, finalmente, que esté tan libre de cualquier prejuicio a su propio favor que pueda alegrarse de sus propios talentos tan franca y agradecidamente como de los talentos de su prójimo… o de un amanecer, un elefante, o una catarata.
¿No quieres ese tipo de corazón? El tipo que dice con Moisés, cualquiera sean tus dones particulares, «¡ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta!» (ver Números 11:29). O «¡oh, ojalá todas fueran madres maduras, predicadores poderosos, hombres ingeniosos que viven para la gloria de Dios!». Ser como Pablo, tan dedicado a los asuntos de su Amo que comenta sobre los ministros celosos:
Algunos, a la verdad, predican a Cristo aun por envidia y rivalidad, pero también otros lo hacen de buena voluntad. […] Aquellos proclaman a Cristo por ambición personal, no con sinceridad, pensando causarme angustia en mis prisiones. ¿Entonces qué? [¿Que por todos los medios sean silenciados? ¿Que Dios maldiga sus ministerios en todos los sentidos?] Que de todas maneras, ya sea fingidamente o en verdad, Cristo es proclamado; y en esto me regocijo, sí, y me regocijaré (Filipenses 1:15-18). [énfasis del autor].
Oh, Señor, danos corazones así
Doctrina de los dones dados
Escrutopo continúa para resaltar la doctrina que Dios ha usado en mi vida para derribar los monitores de los muros de mi corazón.
El Enemigo tratará también de hacer real en la mente del paciente una doctrina que todos ellos profesan, pero que les resulta difícil introducir en sus sentimientos: la doctrina de que ellos no se crearon a sí mismos, de que sus talentos les fueron dados, y de que también podrían sentirse orgullosos del color de su pelo.
«También podrían sentirse orgullosos del color de su pelo». Hermanos cristianos, tus dones —¿están listos?— son regalos. Sólo y siempre ejercerán dones de Dios y para la edificación de los demás. En cualquier momento en que comiencen a pensar que realmente eres algo después de todo, hazte la pregunta de Pablo: «¿Qué tienes que no recibiste? Y si lo recibiste, ¿por qué te jactas como si no lo hubieras recibido?» (1Co 4:7).
Grabadas sobre nuestros mejores éxitos, nuestros mejores trabajos, nuestros mejores momentos habrá dos palabras: cosas recibidas; o una palabra: gracia. Esta doctrina nos libera para vivir en comunidad con otros más (o menos) talentosos que nosotros, y, me atrevo a decir, para incluso celebrar los logros de los demás.
Escobas para barrer el piso
Juan el Bautista es un tremendo ejemplo para nosotros. Sus discípulos lo tentaron a la envidia: «Rabí, mira, Aquel que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien diste testimonio, está bautizando y todos van a Él» (Jn 3:26). ¿Qué es lo primero que sale de su boca? «Ningún hombre puede recibir nada si no le es dado del cielo» (Jn 3:27) [énfasis del autor].
Permítanme compartirles un poema que escribí hace una década, meditando en esta escena entre Juan y sus discípulos:
Discípulos
Rabí, tengo noticias
Me temo que no te agradarán
Otro hermano zarpó
Hacia el hombre del frente.
Dijiste que Él quitaría nuestros pecados,
Pero ¿a nuestros hermanos, día y noche?
Me pregunto qué dirás,
¿Se alzará Él para reinar?
Permanece al otro lado de la orilla
¿Ambos bautismos son iguales?
¿«Bautista» también es su nombre?
Esperamos tu respuesta…
Juan
Nada recibe un hombre que no sea de lo alto
Sus sandalias, no me atrevo a desatar,
Simplemente, te pregunto:
¿Por qué sigues aquí conmigo?
Quien viene después de mí me supera.
Bautizo con nada más que agua.
No soy más que la escoba para barrer el piso
Antes de que llegue el Rey.
Oh, contemplen a Aquel descendiente de David,
Al Novio que a su novia vino a buscar,
Al Cordero que quita tu pecado,
Y sana todas nuestras enfermedades,
Que doblega a los pecadores.
A Aquel que no tiene al Espíritu en grados,
Aquel en quien el Padre se complace,
Y a quien toda la creación aclama,
No es que la misión fracase,
Cuando el Amo sobre el esclavo prevalece
¡Todos los discípulos icen sus velas
Para ir hacia Aquel que está al otro lado!
Él debe crecer; nosotros debemos menguar. Nuestros talentos nos son dados para Cristo. No somos más que escobas para barrer el piso antes de que el Rey vuelva otra vez.