Entro a la cocina sólo para encontrar un molesto escenario: encimeras sembradas de migas; una misteriosa bola de pelusas rodando por el suelo; dos platos del almuerzo esperando ansiosamente que el lavavajillas se desocupe; y restos que mi esposo no tuvo tiempo de limpiar tras preparar su almuerzo.
¡Acabo de limpiar la cocina esta mañana! Me esforcé durante una hora para dejarla reluciente, y ahora . . . sucia otra vez. Y lo mismo con el resto de la casa.
¿Se acabará esto alguna vez? ¡Nada dura limpio más de cinco minutos! ¿Qué sentido tiene todo el tiempo que invierto trabajando para limpiar y ordenar mi hogar? El polvo se vuelve a instalar en las cosas apenas termino de limpiarlas. ¿Hasta cuándo?
Este es el monólogo que invade mi cabeza casi todos los días. El quehacer doméstico es cíclico: no hay punto final. El momento en que todo se ve perfectamente limpio y ordenado es fugaz; dura sólo un instante y luego se desvanece tras el polvo que se acumula y la evidencia de que alguien vive ahí.
Es fácil que este ciclo nos desaliente —sobre todo porque es ineludible—. Ante esta inevitable realidad, tengo tres opciones:
1. Puedo dejar que mi desánimo y frustración crezcan hasta que explote y renuncie a siquiera intentar mantener la casa limpia, abandonando mi responsabilidad de cuidar mi hogar. Culpo a otros por desordenar y dejo que la amargura y el desánimo se agudicen.
2. Puedo invertir cada gota de mi tiempo y energía en asear la casa para mantener un aspecto de perfecta limpieza mientras mi desesperación crece a medida que lucho por esta ilusión inalcanzable. Entretanto, mi gozo desaparece.
3. Puedo reflexionar sobre la forma en que el carácter cíclico del quehacer doméstico habla de la naturaleza temporal e inacabada de este mundo. Al recordar que un día Cristo volverá y hará todas las cosas nuevas, me vuelvo a llenar de gozo.
¡La tercera opción impacta mi corazón! ¿Es realmente posible? ¿Puede el hecho de barrer pelusas llevarme a poner mi esperanza en Cristo? ¿Puedo servir a mi familia con gozo y fidelidad en vez de hacerlo con desánimo y obsesión?
La Biblia me dice que soy pecadora —quebrantada y arruinada— y que este mundo es un lugar descompuesto más allá de lo humanamente reparable. Las cosas no son como debieran ser —la evidencia está en todas partes—. Nos mejoramos de un resfrío para caer en una gripe; recomponemos una frágil amistad para volver a casa y terminar peleando con nuestros maridos; vemos que un criminal es justamente condenado pero escuchamos que al final de la calle hubo otro asesinato. ¿Cuándo será todo bueno, justo, completo y limpio? Sabemos que las cosas no son como debieran ser.
Mientras nuestros esfuerzos por romper este ciclo se ven frustrados, Dios tiene la respuesta. Ésta interrumpe el ciclo inacabable y promete detenerlo para siempre.
Dios envió a su único Hijo, Jesús, para que viniera a este mundo corrompido. Él murió en la cruz por nuestro quebranto; tres días después resucitó de entre los muertos, victorioso sobre todo el pecado y la ruina de este mundo; y subió al cielo con la promesa de que volvería y arreglaría todo. El mundo desastroso en que vivimos no es el fin de la historia; el final será una vida eterna con Dios en un lugar donde todo será nuevo y perfecto para quienes se arrepientan, confíen y pongan su esperanza en Jesús como Salvador.
“Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir. El que estaba sentado en el trono dijo: ‘¡Yo hago nuevas todas las cosas!'” (Apocalipsis 21:4-5a)
Poner la esperanza en Cristo no es sólo esperar la vida eterna; es una esperanza para hoy, para mañana y para todos los días que siguen. Así, puedo ver los quehaceres domésticos como una imagen de los aparentemente inagotables problemas que invaden a la humanidad —problemas que Jesús ya resolvió—. Mientras tanto, puedo cuidar alegre y fielmente de mi casa sabiendo que la base de mi esperanza es Jesús y no el estado de mi hogar.
“Y volverán los rescatados por el Señor, y entrarán en Sión con cantos de alegría, coronados de una alegría eterna. Los alcanzarán la alegría y el regocijo, y se alejarán la tristeza y el gemido.” (Isaías 35:10)
Además, por otra parte, cuando Jesús regrese no tendré que volver a limpiar mi casa. ¡Nunca más! ¡Aleluya!