Todo aquel que haya sido expuesto a la tradición cristiana conoce la historia cuando Jesús alimenta a los cinco mil. Sin embargo, solo para refrescar tu memoria, me gustaría que volvieras a leer Juan 6:1-15 antes de seguir leyendo este artículo.
La escena en preparación
Como un incendio forestal, la fama de Jesús se estaba expandiendo, y con mucha razón. Nadie había realizado milagros como este hombre (v.2) ni nadie había hablado con autoridad como este maestro (Mr 1:22). Gente de todo lugar quería estar en la presencia de Jesús, ya sea para obtener beneficios físicos (como sanidad), beneficios espirituales (como la predicación) como beneficios sociales (pues era lo más popular que podían hacer).
Jesús estaba cansado, física y emocionalmente. Recuerda que era un hombre, después de todo (que grandes y demandantes multitudes lo siguieran debe haber sido agotador). Para encontrar descanso y pasar tiempo con sus amigos más cercanos, se fue al otro lado de Galilea y subió a una montaña.
No obstante, eso no funcionó (¡la multitud lo siguió hasta la montaña!). Pero Jesús, siendo el Salvador compasivo que es, no intentó escapar. Él comenzó a hacer arreglos para el caos organizado que estaba a punto de producirse.
Los ojos de Cristo
Jesús vio primero que la multitud tenía hambre. En esa época, no habían patios de comidas como los de los centros comerciales, ni restaurantes ni locales de comida rápida en los que puedes ir a retirar tu comida en el automóvil. Estos hombres, mujeres y niños habían estado siguiendo a Cristo por mucho tiempo y tenían necesidades físicas.
Jesús también reconoció que estas personas tenían necesidades espirituales más grandes que la sola comida. Aun cuando ellos no lo sabían, seguían a Jesús porque sus corazones estaban vacíos. Sí, estaban físicamente hambrientos, pero estaban espiritualmente muertos de hambre.
Finalmente, Jesús sabía que el hambre de la multitud y el tiempo de su provisión entregarían una oportunidad para declarar quién era él. Él también sabía que esto le daría una oportunidad para dar forma a la fe de sus discípulos.
Esta historia es un gran recordatorio para que tengamos ojos como los de Cristo, siempre buscando oportunidades para cuidar física y espiritualmente de aquellos que están en nuestro camino.
Una pregunta absurda
Con la multitud acercándose, Jesús se volvió a Felipe y le preguntó, «¿dónde compraremos pan para que coman estos?» (v.5).
Felipe responde, «doscientos denarios de pan no les bastarán para que cada uno reciba un pedazo» (v.7). Esto es lo que yo creo que quizo decir Felipe, porque así es cómo yo hubiese respondido: «¡debe ser un broma, Jesús! ¿Ves cuán grande es esta multitud? No tenemos esa cantidad de dinero. ¡No existe manera en que podamos hacerlo!».
Sin embargo, Jesús sabía exactamente lo que estaba haciendo cuando le hizo esa pregunta a Felipe, y en el momento justo, Andrés vio a un niño que llevaba un canasto con cinco panes de cebada y dos peces. Al igual que Felipe un momento antes, Andrés analizó el panorama con gran duda y preguntó, «pero, ¿qué es esto para tantos?» (v.9).
Recuerda al niño
Una de las razones por las que comencé estas «Historias de fe» fue para enfocarme en los personajes menores y aparentemente insignificantes de la Escritura. Siempre que aprendemos sobre la alimentación de los cinco mil, generalmente oímos acerca de Jesús, la multitud o los discípulos, pero descuidamos este personaje central. Su historia nos enseña tanto.
Nadie entre la multitud habría pensado que este niño era importante. Nadie habría imaginado que lo que él llevaba en su canastito no solo sería la provisión que recibirían en ese momento, sino que la base de uno de los sermones más significativos que Jesús predicó.
Este era un pequeñito de la multitud, con un poco de pescado y pan, pero que había sido elegido por Dios para ser una pieza importante del plan redentor del Mesías no solo para ese día, sino que para resto de la historia de la humanidad.
Nadie sabía que después de ese momento, cada hombre, mujer y niño que confiara en Jesús y leyera la Biblia conocería a este niño, sabría exactamente lo que había en su canasto ese día y sabría cómo Jesús lo usó para demostrar lo más importante sobre su identidad.
Con esto me refiero a lo siguiente: nunca sabremos a qué pequeña persona Dios usará ni cómo. Eso quiere decir que nunca estamos perdidos en la multitud. Nunca nos quedamos sin nada que ofrecer. Nunca sabremos a quién llamará y usará el Señor de maneras que no podemos predecir o planear.
El Señor nos conoce a todos. Él sabe dónde estamos, qué tenemos y cómo puede usarnos. Él es el Autor divino que está escribiendo todos y cada uno de los momentos de nuestra historia. Él puede hacer cosas eternamente maravillosas con los pequeños fragmentos que llevamos de nuestras vidas y que tendemos a pensar que no son muy valiosos.
Una respuesta diferente
Cada vez que pienso en este pasaje de la Escritura, siempre me pregunto: ¿qué habría pasado si el pequeñito le hubiese dicho que no al extraño que se le acercó y le dijo que Jesús quería su comida? ¿Qué habría pasado si hubiese corrido lo más rápido que podía hacia la multitud y hubiese desaparecido? ¿Qué habría pasado si sus padres hubiesen dicho, «esa es nuestra comida; ¡déjanos en paz!»?
Pero, la historia no ocurrió de esa manera. El niño entregó desinteresadamente su poca comida y Jesús hizo con ella lo que solo el Hijo de Dios podía hacer. Por su divino poder, una multitud de miles fue satisfecha con comida física (¡y sobró bastante!) y simultáneamente apuntó hacia la fuente eterna de comida espiritual que satisface el alma.
¡Qué historia tan maravillosa! Cristo hizo lo imposible por medio de un niño común y corriente en medio de una multitud muy grande. Este niño nunca recibió la gloria (solo lo hizo el Mesías), pero lo que él llevaba en su canasto tuvo implicaciones más grandes y más perdurables de las que nunca hubiera podido comprender.
Nunca sabremos lo que Dios nos pedirá. Nunca sabremos cuándo las pedirá. Nunca sabremos con antelación qué pasará cuando lo haga. Nunca sabremos cómo va a redimir nuestras pequeñeces y usarlas para dar gracia al hambriento.
Así es la forma en la que obra nuestro Dios.
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