No debería sorprendernos que en la cultura occidental, triunfalmente individualista como es, las instituciones tiendan a decaer en la estima de la gente. Como era de esperar, los cristianos, demasiado moldeados por esta cultura, aprecian poco incluso su propia institución. Pueden reconocer que, hasta cierto punto, la iglesia es necesaria, pero a diferencia de otras épocas, ya no es central para la piedad cristiana ser leal a la iglesia, o amarla, o tener una convicción de que el destino del individuo cristiano está ligado al de la iglesia. Los cristianos, hoy en día, no suelen adorar cantando canciones que expresen el mismo sentimiento de los una vez preciados himnos «Glorias mil de ti se cuentan» o «Tu reino amo, oh Dios».
Sin duda, no siempre es fácil pensar que la iglesia es gloriosa o «apreciar sus celestiales caminos». A menudo ella se ha deshonrado, y muchas veces, aunque sea nuestra madre espiritual (Gálatas 4:26), ha hecho más mal que bien a sus hijos.
Yo crecí, como la mayoría de los chicos norteamericanos, enorgulleciéndome de los logros de los soldados de mi país en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a medida que me hice mayor, aprendí más, y mucho de lo que descubrí no contribuyó a darles crédito a mis héroes de infancia. Permanecieron sus victorias en las batallas y el heroísmo de los sacrificios hechos por muchos, pero a mi recuerdo del triunfo ahora tenía que añadir estos hechos: generales incompetentes o vanagloriosos que tuvieron amantes a lo largo de la guerra mientras sus soldados luchaban por resistir largas separaciones de sus esposas y novias; tácticas estúpidas y a menudo egoístas que costaron innecesariamente miles y miles de vidas; rivalidades entre servicios que a veces parecieron tan amargas como el combate contra el enemigo; equipamientos de calidad inferior que enriquecieron a sus fabricantes pero dejaron a los soldados rasos peleando contra un enemigo mejor equipado; grandes cantidades de dicho equipo desviadas hacia el mercado negro por soldados que buscaban sacar ganancias de la guerra; y soldados, marineros y aviadores blasfemos y malhumorados que a menudo deben de haber sido un prueba tan difícil de aguantar como el enemigo mismo. Estos fueron los militares que ganaron esa guerra —y demasiado a menudo, así ha sido la iglesia—.
Seguramente Martín Lutero tenía razón al decir que nadie ha pecado más que la iglesia. Fue, después de todo, la iglesia profesa la que crucificó al Señor de la gloria. Imposible como parece, era tan teológica y espiritualmente corrupta que pensaba estar sirviendo a Dios al darle muerte a su Hijo. Y en la misma ceguera y estupidez, ha hecho cosas similares innumerables veces. Ha abandonado la Palabra de Dios y puesto obstáculos en el camino de la reverencia de su pueblo por la Biblia; ha hecho la paz con el mundo incrédulo que la rodea; y ha perseguido a quienes han tenido la temeridad de dirigir la atención a su infidelidad. Es uno de los hondos misterios de la providencia divina que la iglesia visible del Señor Jesucristo no sea más impresionante de lo que es.
Se necesita fe para amar, admirar y respetar a la iglesia. Sus pecados se amontonan delante de nuestros ojos. Sin embargo, la fe sabe que difícilmente los fracasos de la iglesia son la historia completa. En un sermón, Agustín dijo una vez que en ninguna parte había hallado mejores hombres, y a la vez peores, que en los monasterios. Lo mismo es cierto de la iglesia en general, donde traidores despreciables se hallan en estrecho contacto con santos muy confiables. Sin embargo, pese a todos sus fracasos —que darían para una deprimente lectura—, no hay nada como ella en el mundo. Como observó una vez el arzobispo William Temple, la iglesia es «la única sociedad cooperativa del mundo que existe para el beneficio de quienes no son sus miembros». La iglesia ha hecho grandes cosas por el mundo. Cualquiera que lea la historia de la iglesia sabe cuánta gente excepcional ha pertenecido a ella a lo largo de las épocas. La galería de héroes de la iglesia debe ser realmente muy grande para albergar a todos cuantos merecen ser recordados en ella. Además, hay grandes multitudes de personas sencillas que vivieron en la oscuridad pero amaron al Señor y llevaron vidas de genuina fidelidad. El cielo sabe cuánto valen.
Lo que Blaise Pascal dijo de la Palabra de Dios podría igualmente decirse de la iglesia de Jesucristo: En ella «hay suficiente brillantez para iluminar a los elegidos, y suficiente oscuridad para humillarlos». No necesitamos demostrar el valor de la iglesia. El Señor Jesús ya lo ha hecho diciéndonos que la iglesia es su cuerpo, que Él la amó y se entregó por ella, que ella es su novia, que Él es cabeza sobre todas las cosas para la iglesia, y que Él no permitirá que las puertas del infierno prevalezcan contra ella. Los cristianos tienen el deber de pensar en las cosas tal como lo hace su Señor y Salvador, y Él nos ha dicho que la iglesia es y sigue siendo la niña de sus ojos.
Debemos recordar que en este mundo hay una sola institución que también existirá en el mundo venidero. No se trata del país al que uno pertenece, ni se trata, siquiera, de su familia. Es la iglesia de Dios. Es deslealtad a Cristo no reverenciar, servir y manifestar lealtad a su reino, su casa, y su cuerpo; es decir, su iglesia.