Los sufrimientos de nuestro Señor y Salvador fueron el castigo que soportó por nuestros pecados. Sin embargo, esas mismas pruebas y dolores también cumplieron otro propósito. La difícil vida que vivió nuestro perfecto Salvador lo preparó mejor que cualquier otra cosa para ser una ayuda más adecuada para nosotros en las tentaciones y pruebas que enfrentamos. Quizás nos cueste mucho entenderlo, pero es lo que la Biblia enseña. En Hebreos 2:18 podemos leer, “pues por cuanto Él mismo fue tentado en el sufrimiento, es poderoso para socorrer a los que son tentados”, y también en el 4:15, “porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino Uno que ha sido tentado en todo como nosotros…”. El hecho de que Jesús haya sufrido como nosotros, de que haya padecido nuestros dolores y penas, es la razón por la que podemos confiar en él para que nos ayude en momentos difíciles, pues sus propias aflicciones lo capacitan para entender por lo que estamos pasando. Su experiencia con el dolor le enseñó a sentir lo que sentimos; le dio más sabiduría para consolarnos y ayudarnos. De forma misteriosa, el conocimiento de estas cosas no lo obtuvo gracias a su omnisciencia; al contrario, su durísima vida como el varón de dolores fue lo que lo capacitó de forma tan perfecta para cuidar de nosotros cuando sufrimos.
La empatía es un arte, no una ciencia; un arte que se aprende por medio de las pruebas de la vida.
Seguramente, esta es una razón por la que el Señor puso tantas pruebas para sus discípulos. Si incluso aquel que no tuvo pecado, si incluso el Señor Jesucristo mismo necesitó vivir sus propias aflicciones para alcanzar la perfecta empatía con nosotros requerida para ser el Sumo Sacerdote, ¿cuánto más nosotros, pobres y egoístas pecadores, debemos sufrir para llegar a ser realmente compasivos con otros? Si amar a otros es uno de los dos más grandes propósitos por los que vive el ser humano, entonces los golpes que suavizan nuestros corazones y las experiencias que nos enseñan cómo encontrar nuestra paz en Dios son realmente necesarios.
No es tan difícil imaginar que la terrible soledad del Señor (Mt 26:36-46) —¿quién realmente pudo entenderlo o incluso comenzar a comprender las cargas que él estaba llevando?— lo hizo aun más perfecto en compasión para empatizar con quien está en soledad. El “abandono” que más tarde recibió de su amado Padre (Mt 27:46) debe haber tenido algo que ver con la forma en que Jesús sintió la aflicción de la viuda de Naín, que había perdido a su único hijo (Lc 7:13). Cuando en compasión Jesús ayudó al afligido en el pasado, y cuando lo hace hoy por medio de su Espíritu Santo, esa ayuda fue dada en ese entonces y es dada hoy con especial autoridad porque nace de su propio corazón herido y sufrido. Él puede entender como sólo puede hacerlo alguien que ha pasado por esos sufrimientos.
El poder de la empatía está en una comprensión y en una experiencia compartida de dolor. El gran misionero John Paton reconoció esto cuando habló desde su propio corazón quebrantado por la muerte de su esposa y de su pequeño hijo: “Que lo lamenten conmigo quienes hayan pasado por una similar oscuridad de medianoche; y en cuanto a los demás, sería más que vano intentar describirles mi dolor”. Esto es lo que hace que la empatía de Cristo tenga tanto valor para nosotros. Si es que él no sufrió exactamente el mismo dolor o pérdida que nosotros, sí lo hizo de forma similar o aun más de lo que nosotros hemos sufrido.
Como cristianos, tenemos el llamado de “llev[ar] los unos las cargas de los otros” (Gá 6:2). Cuando hacemos eso estamos imitando al Señor Jesús (Fil 2:1-9). De hecho, nunca nos parecemos tanto al Señor Jesús como cuando nuestros dolores y nuestras desilusiones se transforman en una bendición para otros. Y como con el Señor mismo, nada nos capacita mejor para esta santa obra como nuestros propios sufrimientos, dolores y pruebas; por lo menos, si es que llevamos nuestras pruebas como un cristiano debiera: en fe y esperanza.
Los escritores de la antigüedad solían hablar de la importancia de “aprovechar nuestras aflicciones”; es decir, darles el mejor y más santo uso. Bien, el mejor uso que podemos hacer de cualquiera de nuestros sufrimientos es transformarlos en empatía y sabiduría para amar y ayudar a otros. San Patricio entrega un magnífico ejemplo de esto al reflexionar sobre la terrible prueba por la que él pasó. Habiendo sido secuestrado desde su hogar durante su adolescencia y vendido como esclavo en Irlanda, dijo, “Dios usó el tiempo [de mi esclavitud] para formarme y moldearme como alguien mejor. Soy lo que soy ahora gracias a lo que él hizo en mí —alguien muy distinto al que fui alguna vez, alguien que se preocupa por otros y trabaja para ayudarlos—. Antes de ser esclavo, no me preocupaba ni de mí mismo”. Todos tenemos corazones demasiado duros y demasiado egoístas. Las pruebas son necesarias para ablandar nuestros corazones para que podamos ser de verdadera bendición para otros en este mundo ignorante. Nuestro especial llamado como seguidores e imitadores de Jesucristo es ser de gran bendición y amar a otros cuando más lo necesitan.
Como tal, mucho del cuidado del Señor por su pueblo lo entrega por medio del mismo pueblo. Él nos hace pasar por aflicción en parte para enseñarnos cómo se siente el dolor, qué pasa en un corazón confundido y quebrantado, y cómo el Señor puede levantarnos en su propio tiempo. Sin embargo, ¡esta empatía y conocimiento es para compartirlo! ¡Cristo no sufrió para sí mismo! Cada cristiano debe determinar su comportamiento por esta regla: imitar y seguir a Cristo, trayendo consuelo y consolación a otros como él lo hizo. ¿Las personas me buscan para encontrar esperanza y ánimo? ¿Las personas que me rodean crecen en paz y alegría porque me han visto y han hablado conmigo?