Ser admitida en el hospital psiquiátrico no se sentía como la misericordia de Dios para mí; más bien, parecía una crueldad. Quería estar «libre de depresión». Pensaba que era un objetivo que honraba a Dios y que debía esforzarme por alcanzar. Con un hogar que administrar y una familia que cuidar, parecía no haber tiempo para abatirse. Estaba cansada de ser marginada por la tristeza.
No obstante, estaba agotada por los conflictos y los desafíos de educar hijos. Aunque había intentado con mucho esfuerzo por demasiado tiempo «mantener la calma y continuar», la lucha continua de ser emocionalmente estable parecía vana. Me sentía «bien» sólo por un momento; luego, sufría una crisis.
Tal vez la peor sensación de todas fue percibir la ausencia del Señor al que amaba. No podía reconciliar mis tristezas con su aparente indiferencia. Era como si se hubiera «olvidado […] tener piedad» de mí —como si con «ira» hubiera «retirado su compasión» (Sal 77:9)—. Sin duda, Dios vio cuánto me había esforzado y sabía por cuánto tiempo había estado llorando. Entonces, ¿por qué me deja sentada en una oscuridad de la que había luchado por salir durante años? Me sentía tan avergonzada por mis luchas. Me sentí como un fracaso abandonado por Dios.
No fue hasta que fui hospitalizada que Dios me permitió escuchar cuán cruel se había convertido mi voz interior. Estaba tan determinada a estar libre de depresión que la búsqueda incesante de ese objetivo se transformó en mi razón de vivir. En mi desesperación, mi esperanza se desvió de Cristo hacia un cambio que no podía producir por mí misma. Entonces, cada vez que el dolor y la angustia me dejaban sintiéndome abrumada nuevamente (cada vez que no podía «salir» de mi miserable estado de ánimo) me sentía como una vergüenza de creyente. Perdía la esperanza de la vida misma.
Sin yo saberlo (aunque Dios lo sabía completamente), la desesperación me había alejado de su gracia (Ga 3:3; 5:4).
Rescate inesperado
Comprensiblemente, lo que más quería en esa etapa de la maternidad era liberación. Pero, inesperadamente, en lugar de ello, Dios me rescató de mi actitud cruel. Él ya sabía que no tenía justicia en mí misma de la que jactarme; yo era la que tenía el problema para aceptar ese hecho. Ni siquiera podía salir del pasillo bloqueado en el que estaba, y mucho menos escapar de la prisión de las tinieblas. Consideré mi experiencia de la depresión no sólo como algo indeseable, sino imperdonable.
Dios vio cómo me condenaba a mí misma. Había estado tratando la sangre de mi Salvador como una cubierta incompleta para la noche oscura de mi alma, como si debiera poder sufrir mis penas sin dificultad; sufrirlas perfectamente.
Esa semana en la sala, llegué a ver la compasión de Dios hacia mí con más claridad, y no porque Él haya ordenado un cambio milagroso en mis circunstancias. Al contrario, Él me mostró que no era su voz la que estaba rugiendo con condenación. Sus palabras fueron: «ven a mí», no «supéralo»; «te haré descansar», no «esfuérzate más» (Mt 11:28). Él me estaba invitando a tomar un yugo que podía llevar en mi cansado estado; una carga mucho más liviana que la que me había estado forzando a llevar.
Jesús no era el que insistía en que tenía que salir del foso. Él era el que me llamaba a refugiarme en Él mientras Él me llevaba a través de la oscuridad.
Un Dios que no está apurado
Como descubrí después de años de pelear contra el abatimiento, lo que consideramos como lentitud o indiferencia de Dios en realidad es su paciencia hacia nosotros mientras Él obra redentoramente en nuestras vidas (2P 3:9; 1Ti1:16). Sí, existen momentos cuando un enfoque de solución rápida es una respuesta apropiada al problema en cuestión. No obstante, los métodos de Dios para curar los corazones y revivir los espíritus de su pueblo a menudo no son rápidos. Si bien se puede confiar en que el Gran Doctor hará esta obra restauradora según su promesa, Él la lleva a cabo a un ritmo que le parece bien a Él y es apropiado para sus propósitos eternos.
A pesar de nuestro sentido de urgencia, no existen emergencias para Aquel que sostiene nuestros tiempos en sus manos (Sal 31:15).
El ritmo pausado de Dios puede ser una realidad desafiante de entender para nosotros, particularmente, para los que luchamos contra la depresión. Cuando la ayuda de Dios parece insoportablemente lenta, puede parecer como si estuviera reteniendo todo. Y cuando tememos que ha cerrado su compasión y que ha olvidado ser misericordioso con nosotros, podríamos pensar que debemos salir trepando del foso de desesperación por nuestra cuenta. Dolidos por lo que parece una falta de empatía, podríamos quejarnos con Dios como Job en su angustia: «te has vuelto cruel conmigo, con el poder de tu mano me persigues» (Job 30:21).
Al sentirnos olvidados por Dios, podríamos redoblar nuestros esfuerzos para ser fuertes y estar firmes en nuestras propias fuerzas. Quizás incluso podamos sentirnos «bien» o «mejor» por un momento. No obstante, al final, la autosuficiencia demuestra ser poco fiable. Nos estrellamos y nos desesperamos en la vida misma. Necesitamos ayuda externa. Necesitamos rescate.
Necesitamos misericordia.
Misericordia tierna y oportuna
Confieso: sentí como si Dios se hubiera vuelto cruel conmigo en esa triste temporada de maternidad. Sin embargo, en el hospital, el Espíritu me ayudó a reinterpretar la forma en que Dios estaba lidiando conmigo. Por medio de su Palabra, recordé que el Señor nunca se sorprende por la desesperación de su pueblo. Mi Hacedor sabía cuán indefensa me sentiría en los días oscuros antes de que uno de ellos llegara a suceder (Sal 139:16). Él previó cada dificultad, conflicto, dolor y sufrimiento que iba a soportar. Él sabía cada una de las maneras en que pecaría en palabra, pensamiento y obra.
Él sabía que necesitaría ayuda, rescate y misericordia.
Luego, el Espíritu testificó sobre la naturaleza de Dios: Él ama consolar (no condenar) al abatido (2Co 7:6); Él tiene compasión de sus hijos débiles y necesitados (Sal 72:13); que por amor de su santo Nombre, el Padre de misericordias envió a su Hijo a sufrir perfectamente por mis tristezas. Según su «entrañable misericordia» (Lc 1:78), el Señor entró en mi oscuridad para hacer lo que yo no podía.
«Por el gozo puesto delante de Él soportó la cruz» (Heb 12:12). En el momento perfecto, Jesús me salvó de experimentar una oscuridad eterna (Ro 5:6). Pacientemente, obró hasta la muerte para liberarme de mi tristeza perpetua. Ver a Jesús en la cima de su angustia es percibir su misericordia más claramente en la mía.
Un mejor motivo
Según el plan misericordioso de Dios, Jesús resucitó a la vida de la oscuridad más profunda de todas. Eso significaba que debajo de mi foso de desesperación estaban los brazos eternos (Dt 33:27). Y esos brazos fuertes y firmes extienden las manos que me tejieron —manos que no estaban avergonzadas de llevar mi nombre grabado (Is 49:16)—. Estas palmas fueron atravesadas por mí a fin de poder tener esperanza en mi aflicción miserable pero momentánea (2Co 4:17). ¿Qué otro esfuerzo hay ahí para mí que sólo descansar en ellas?
Aún tenía el Evangelio para compartir y el amor de Cristo para dar. No hay mejor motivo para continuar cuando la oscuridad no se va.
La semana que pasé en el hospital psiquiátrico no se sintió como misericordia en el momento, pero la bondad que Dios me dio allí llevó mi corazón a la paz y al arrepentimiento (Ro 2:4). No tenía que estar libre de la depresión antes de que pudiera vivir para la gloria de Dios; la vida sin pecado de Cristo y su sacrificio me liberaron de la carga insoportable de ser perfecta en mis fuerzas. Puesto que Jesús obedeció la voluntad de Dios hasta la muerte, puedo morir a mi deseo de alivio rápido y vivir para andar por fe, un pequeño paso a la vez.
No podía sentirme mejor rápido, pero podía confiarme a mí misma «al fiel Creador, haciendo el bien» (1P 4:19). Puedo aprender a descansar en Cristo mientras dure la oscuridad.