La manera en que el creyente evangélico vive hoy su espiritualidad es resultado directo de la Reforma protestante del siglo XVI. Sin importar cuál sea su denominación o línea teológica dentro del espectro evangélico, su adoración, su oración y su espiritualidad son el resultado del impacto de la Reforma protestante.
En primer lugar, debemos entender la Reforma como un proceso más que como un evento. Proceso que se desarrolló por muchos años, con una diversidad de actores importantes involucrados y que culminó en la recuperación de una fe cristiana más coherente con la verdad bíblica. De hecho, podemos decir que la meta y el gran logro de la Reforma protestante fue el reencuentro del creyente con el texto sagrado. Tarea aún en proceso.
El rescate de la Biblia como eje de nuestra espiritualidad fue el cambio más significativo de la Reforma para el creyente común. Antes, estando atormentado por una espiritualidad repleta de temores, de castigos, de indulgencias y de reliquias, el creyente que no tenía acceso a la Escritura, no era capaz de discernir la verdad de la mentira y era rehén de sus líderes espirituales, quienes los amenazaban con la excomunión y el fuego eterno ante cada paso en falso.
Toda la labor de los reformadores se dio en torno a la Escritura, en el sentido de conocerla mejor, de que los creyentes la conocieran y, por medio de ese conocimiento, librarlos de la esclavitud y de la ceguera espiritual en la cual se encontraban. La Biblia, como eje de la espiritualidad cristiana, se enfrentó a tres grandes desafíos: el de la accesibilidad, el de la fidelidad y el de la libertad. En otras palabras, el objetivo de la Reforma era poner una Biblia en la mano de cada creyente, para hacer ver que solo la Biblia era la autoridad última de fe y que esta debía ser interpretada de manera adecuada para disfrutar de sus beneficios.
1. Accesibilidad: poner una Biblia en la mano de cada creyente no era una tarea fácil. La versión oficial utilizada por la Iglesia Católica Romana era la Vulgata Latina, que existía en copias manuscritas en latín, distante del gran público. La Reforma nació del reencuentro con la Escritura y fue la misma Palabra la que guió a los reformadores hacia la necesidad de promover la accesibilidad de la Palabra a los creyentes, porque Dios gobierna a su pueblo por medio de su Palabra y es a través de ella que tenemos comunión con Él. La naturaleza de la Escritura demanda que sea accesible para cada creyente, a fin de que podamos tener una experiencia real con Dios. Desde ahí se desarrolló todo el movimiento de traducción y difusión de la Biblia, acompañando también el surgimiento de la imprenta. Versiones populares en nuestros días, como la Reina Valera, nacieron de ese trabajo.
Hoy tenemos más acceso a la Escritura de lo que nunca antes habíamos tenido en la historia, aún así nos quedan dos desafíos: de las 7 361 lenguas activas en el mundo hoy, solo 683 poseen la Biblia completa traducida en su idioma. Después de más de 500 años de la Reforma, aún existen 4 011 lenguas sin ningún versículo bíblico traducido. El desafío de la traducción de la Escritura para pueblos no alcanzados debe estar en el radar de cada creyente como herederos de los beneficios de la Reforma.
El segundo desafío es transformar el acceso en lectura: pese a la abundancia de recursos y versiones bíblicas disponibles para el gran público, el creyente promedio lee muy poco. El pequeño espacio que ocupa la Biblia en la espiritualidad diaria de los creyentes es una evidencia de su debilidad espiritual como también de su alta susceptibilidad a todo tipo de nuevas (y raras) doctrinas que vemos en nuestros días.
2. Fidelidad: la segunda línea fundamental del reencuentro con la Escritura fue la fidelidad. Por fidelidad nos referimos al rescate de la doctrina de la Escritura, al ponerla en el lugar que se merece como la única regla de fe y práctica para el creyente. Para la época de la Reforma, la Biblia ocupaba un espacio menor en la formación de la doctrina cristiana, porque la autoridad papal y la tradición dominaban el escenario normativo de la iglesia, lo que facilitaba la enseñanza de doctrinas claramente condenadas por la Escritura como la oración por los muertos o la veneración de reliquias, entre otras.
Al reencontrarse con la Escritura, los reformadores nos hicieron ver la verdadera naturaleza de la Palabra: su autoridad intrínseca y última en temas de fe. La autoridad de la Escritura no depende de la Iglesia y resulta de la inspiración del Espíritu Santo de Dios, de modo que es esencial y totalmente Palabra de Dios, infalible e inerrante. Por ser la autoridad única y final para el creyente, las decisiones de los concilios y las tradiciones de la iglesia debían ser rechazados como fuente de autoridad para la iglesia, debiendo ser sometidas al único estándar de verdad: la Biblia.
Para el creyente eso significa que su vida debe ser guiada solamente por la Biblia, no por las seductoras tradiciones y mitos de su época ni por la palabra de líderes carismáticos y manipuladores. En el mundo evangélico actual, debemos luchar contra esos dos peligros: el de las supuestas «nuevas revelaciones», que trasladan la autoridad de la Escritura a estos supuestos profetas y sus experiencias espirituales subjetivas, y el liberalismo teológico, que nace del deseo de tornar la Biblia «compatible» con el pensamiento moderno, lo que transfiere la autoridad de la Escritura a la ciencia y a la cultura contemporánea. Ambos grupos hacen lo mismo: quitan la autoridad de la Escritura para apropiarse del poder de decir cómo el ser humano debe vivir. Ambos distorsionan la Palabra, dañan a la iglesia y deshonran a Cristo.
3. Libertad: tener la Biblia en nuestras manos y creer que ella es nuestra única regla de fe y práctica, no nos llevará muy lejos si nuestra forma de interpretación no es coherente con su naturaleza. Una de las grandes victorias de la Reforma protestante fue devolver al creyente la libertad de acceso y de examen de la Escritura. Anteriormente, la Iglesia Católica era detentadora no solamente de la Biblia, sino que también de su interpretación. La Reforma surgió, entonces, como un clamor por el libre examen de la Escritura; es decir, ya no se necesitaba de un sacerdote para leer y pronunciar lo que la Biblia decía porque cada creyente era libre de entrar en la presencia soberana de Dios por medio de la Escritura y acceder a su verdad revelada sin intermediarios humanos. Con eso la Reforma devolvía al creyente la posibilidad de una espiritualidad mucho más rica y profunda, pues cada creyente podía leer e interpretar la Biblia para su edificación personal.
Eso no significa que cada creyente pueda interpretarla como le parezca. El libre examen no es la libre interpretación. La Biblia debe ser interpretada por los estándares que ella misma define: revelación inspirada por Dios, infalible, inerrante, que tiene como eje hermenéutico a Cristo y que nos enseña una única y gran historia de la redención por medio del pacto de gracia consumado por Cristo en la cruz. Cada texto de la Escritura es igualmente inspirado y útil para nuestra vida espiritual y debe ser entendido teniendo un único y no múltiples sentidos, y este sentido es normalmente claro para todo lector. Cuando un texto no es tan claro, puede ser aclarado por otros textos de la misma Escritura. El Espíritu Santo es quien nos ilumina y guía a esa correcta y transformadora interpretación aplicando vida en nosotros por medio de la Escritura.
Toda esa jornada espiritual emocionante era denegada a los creyentes en el tiempo previo a la Reforma, se les negó conocer a Dios por sí mismos y se volvieron dependientes de la versión que entregaban sus líderes. La Reforma trajo libertad a la vida espiritual de los creyentes, permitiéndoles navegar en el inmenso océano de la verdad de Dios dispuesta para nosotros y para que lo conozcamos. Hoy nosotros tenemos acceso, recursos interpretativos y toda la información necesaria para estudiar libremente la Escritura. Somos esclavos solamente de su verdad y estamos limitados solamente por los límites impuestos por la Biblia misma.
Como creyentes evangélicos tenemos una gran deuda con todos aquellos hombres y mujeres que dedicaron sus vidas en la búsqueda de la pureza del Evangelio. Todos los días podemos disfrutar de las consecuencias de su fidelidad a Dios y de su obediencia al llamado del Espíritu de vivir para la gloria de Dios. A nosotros nos queda el desafío de perseverar en esa lucha que aún no termina: la de buscar que nuestras vidas sean dominadas solo por la Escritura, de hacerla accesible a todos los pueblos y tribus del mundo y de enseñar su valor a las siguientes generaciones. Es así cómo vivimos la Reforma hoy.