El poeta portugués, Antero de Quental, dijo en 1871 en su charla intitulada Causas de la decadencia de los pueblos peninsulares:
¿Quién puede negar hoy que, es en gran parte gracias a la Reforma que los pueblos reformados deben los progresos morales que los pusieron naturalmente al frente de la civilización? ¡Contraste significativo que nos presenta hoy el mundo! Las naciones más inteligentes, más moralizadas, más pacíficas y más industrializadas son exactamente aquellas que siguieron la revolución religiosa del siglo XVI: Alemania, Holanda, Inglaterra, Estados Unidos, Suiza. ¡Las más decadentes son las más católicas! Con la Reforma, estaríamos hoy quizás a la altura de esas naciones: seríamos libres, prósperos, inteligentes y morales… ¡Pero Roma habría caído! Roma no quería caer[1].
Ya han pasado 150 años de esa dura y potente declaración entregada por un poeta y actor político que estaba lejos de ser protestante, quien incluso murió persiguiendo el budismo como religión personal. Antero de Quental estaba viendo el impacto del protestantismo en sus primeros tres siglos y se dio cuenta del gran contraste con el mundo católico latino. España y Portugal pasaron de ser potencias globales a países de la segunda línea en Europa. La Reforma protestante no fue el único factor, pero sí uno decisivo en el destino de las naciones occidentales.
Alain Peyrefitte, un político católico, describió en su libro Le Mal français [El mal francés] de 1978 otro contraste entre las sociedades influenciadas por el protestantismo y las influenciadas por el catolicismo. En esa obra, el autor explica que ese mal que sufre Francia es el de una «sociedad jerárquica y desconfiada»[2]. Tal sociedad siempre ha estado amenazada por el «riesgo de cesarismo», debido a que la autoridad política en ella «detiene todos los poderes en vez de ejercerlos»[3]. Acto seguido, el ciudadano se siente impotente frente a una máquina ciega. Esta situación conduce a la pasividad del ciudadano, esta última interrumpida por importantes revoluciones. El autor destaca que ese «cesarismo» de la sociedad civil es la herencia tanto del modelo autocrático de la Iglesia Romana como de su contramodelo laico levantado bajo el mismo esquema, el centralismo de la Revolución francesa, de apariencias democráticas.
En contraste, el autor destaca que «la Reforma elimina poco a poco la autoridad cesariana, liberando una energía emancipadora. La contrarreforma aplasta a la libertad emancipadora, reforzando la tendencia opresora. Los países protestantes evolucionaron hacia la tolerancia y el policentrismo. Los países católicos, en su obsesión unitaria, persiguieron el pluralismo y construyeron el monocentrismo»[4]. El autor destaca que la Reforma calvinista fue una revolución cultural y que el mensaje principal del protestantismo es emancipador, en el sentido de que llama a sus correligionarios a que se hagan cargo de sí mismos, en vez de vivir en dependencia de una estructura centralizada de poder. En esa misma línea, el filósofo suizo, Denis de Rougemont, afirma que ninguna dictadura moderna se estableció en un país influenciado por la Reforma calvinista.
Sin embargo, ¿qué hizo el protestantismo para ser esa influencia tan civilizadora para el mundo? Una de las más reconocidas autoridades sobre este tema es Abraham Kuyper, teólogo, filósofo y político neerlandés. Su biografía por sí sola ya es impresionante. Fundó un partido político y fue primer ministro de los Países Bajos entre 1901-1905. También fundó la Universidad Libre de Amsterdam y fue un gran filósofo y teólogo reformado. Kuyper es muy conocido por enseñar el concepto de la soberanía de las esferas, la que reafirma la soberanía de Dios sobre todas las áreas de la vida humana: Dios es soberano en la política, en la ciencia, en las artes, en la economía y en la religión.
Kuyper nos recuerda que la visión reformada sobre la política es aquella donde solamente Dios, y ninguna otra criatura, posee derechos soberanos sobre el destino de las naciones, ya que solamente Dios las creó, las sostiene y las gobierna por medio de sus ordenanzas. También afirma que el pecado ha demolido el gobierno directo de Dios en el campo de la política, por esa razón el ejercicio de la autoridad como forma de gobierno ha sido entregado a los hombres como un remedio mecánico; es decir, parcial y provisorio[5]. El tercer principio que la visión reformada sobre la política enseña que en cualquier forma que esa autoridad pueda revelarse, el hombre nunca posee algún poder ante su semejante que no sea por una autoridad que descienda sobre él desde la majestad de Dios.
A la luz de todos estos relatos, podemos ver que la Reforma protestante provocó un profundo impacto en las sociedades occidentales y en todo el mundo al rescatar los fundamentos de la cosmovisión cristiana. Dos elementos esenciales de la cosmovisión cristiana rescatada por la Reforma nos ayudan a entender el impacto del protestantismo en el mundo:
1. La soberanía de Dios
Toda la realidad es entendida desde la perspectiva de que Dios, como creador y fuente de toda autoridad, gobierna al mundo. La manera en la cual la vida en sociedad debe ser comprendida nace del principio de que la sociedad tiene su origen en Dios y que todo poder político para la gestión de la polis proviene de Él. La autoridad con la que gobiernan los representantes del pueblo viene de Dios y Jesús dejó eso bastante claro ante Pilato cuando dijo: «Ninguna autoridad tendrías sobre mí si no se te hubiera dado de arriba […]» (Jn 19:11). Entender la soberanía de Dios en la sociedad implica entender que los líderes de las naciones son ministros de Dios para el cuidado de la sociedad y para ejecutar la justicia, y son instrumentos de Dios para frenar los efectos del pecado, independientemente de ser o no creyentes. Esto quiere decir que ellos son responsables ante Dios de sus actos y que no tienen derecho a subyugar al pueblo según sus placeres, dado que el pueblo no les pertenece. Todo esto se contrasta con el modelo autocrático de la Iglesia Católica. El poder no está en la iglesia, ya que la autoridad que tienen los magistrados viene directamente de Dios y no por medio de la iglesia. Esto consagra así la separación entre iglesia y Estado, puesto que el poder de la iglesia no proviene del Estado, sino directamente de Dios. La Iglesia Católica defendía que el poder de los monarcas procedía de la iglesia, o sea del Papa, lo que le confería a este último un poder soberano absoluto (tanto político como religioso) y el convertirse en un instrumento de tantos abusos como hemos visto en la historia.
La visión protestante también contrastó el modelo revolucionario. Este surgió en la Revolución francesa y buscaba levantarse directamente contra la soberanía de Dios en la sociedad al eliminarlo de ella —como si esto fuera posible—. La revolución tenía por fin poner al pueblo como fuente de toda autoridad y por lo tanto buscaba una supuesta lucha por la autonomía en beneficio del destino de los pueblos. Al final, toda esa revolución secular termina como el modelo católico: con una cúpula que detiene todo el poder en «beneficio» del pueblo. Como sus antagonistas religiosos, la revolución se apropia del pueblo para fines absolutistas. En el margen opuesto a todo eso, vemos al modelo reformado de sociedad. Este parte bajo el principio de la soberanía de Dios en la sociedad, fomenta pueblos libres debido a que saben que están bajo la autoridad de Dios solamente y no bajo el dominio de la iglesia o de algún tirano de turno.
2. La responsabilidad humana
Asociado al concepto de la soberanía de Dios sobre la sociedad está el concepto de la responsabilidad humana en la sociedad. La visión reformada de la vida en comunidad entrega a cada miembro de esta su cuota de responsabilidad. La responsabilidad individual contrasta al colectivismo que anula las individualidades, disuelve las responsabilidades y abre espacio para liderazgos que surgen como «padres de la nación», «los salvadores de la patria». Cada ciudadano es libre y, por eso mismo, responsable de la vida en la ciudad. Si la autoridad no tiene otro dueño que no sea Dios y es Él quien la entrega a los magistrados, cuidar de la ciudad bajo el gobierno de esos líderes es también cooperar con Dios. Esto es también parte de la misión de Dios. Por eso la Reforma dejó en evidencia la responsabilidad social que tienen los creyentes de construir una sociedad mejor, debido a que esta no está separada de la misión cristiana.
La Iglesia Católica trató de adueñarse de todo el actuar de los creyentes en la sociedad, lo que generó así un actuar que solo sería posible a través de la infraestructura pesada del poder religioso. La revolución trató de eliminar la iglesia de la sociedad, al decir que esta no tiene nada que aportar a la construcción de ella. La Reforma dice, en contrapartida, que cada creyente, es más, que cada persona es responsable de construir la vida en comunidad, al contribuir con su vocación, con su trabajo, con la ejecución de la justicia en todos los niveles, con la cooperación hacia los menos favorecidos y con el desarrollo de la paz. Esta responsabilidad no se delega al Estado ni a la iglesia: cada ciudadano es libre y por ser libre es responsable de la sociedad en la que vive y es fuente de las soluciones a los problemas urbanos y no solo el destinatario del cuidado estatal. Así es como contribuye al trabajo de las autoridades, al no ser una carga, sino que un apoyo.
Toda esa reflexión nos deja un gran desafío como pueblos latinos. El modelo de sociedad que la Reforma presentó nos llegó tardíamente y nos encontró con los conflictos del modelo católico-revolucionario. Eso explica muchas cosas en el escenario actual. Explica por qué nos encanta todo tipo de caudillismo y por qué se cree que la salida está en un gran líder o en una gran revolución. La perspectiva reformada de la sociedad, al contrario, no nos promete un mundo utópico construido por el ser humano, sino que nos presenta un retrato de la realidad: qué tipo de mundo es en el que realmente vivimos, quién lo gobierna y cuál es su destino. El modelo reformado de la sociedad nos libera de los mitos de la sociedad perfecta enseñándonos a ser una sociedad que sí es posible y que vive a la espera de la sociedad gloriosa que Cristo traerá de los cielos. Mientras tanto, debemos vivir la ética del Reino, acá, en este mundo caído, al ser instrumentos de justicia, verdad, paz y prosperidad.
[1] De Quental, Antero. Prosas (Vol. 2) (Coimbra: Imprensa da Universidade. 1926), pp. 113-114. Traducción propia.
[2] Peyrefitte, Alain. Le Mal français. (París: Editorial Plon. 1976), p. 29. Traducción propia.
[3] Peyrefitte, Alain. Le Mal français. (París: Editorial Plon. 1976), p. 42. Traducción propia.
[4] Peyrefitte, Alain. Le Mal français. (París: Editorial Plon. 1976), p. 174. Traducción propia.
[5] Kuyper, Abraham. Calvinismo. (São Paulo: Cultura Cristã, 2004) p. 92.