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El mensaje de salvación trata de la historia de los dos Adanes. «Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno los muchos serán constituidos justos» (Ro 5:19). Lo que el primer Adán anuló, el segundo Adán reparó. Sin embargo, ¿quién es este segundo Adán? ¿Qué clase de persona debe ser para poder hacer esto? ¿Por qué él (y solo él) es capaz de obedecer de esta manera?

En el Credo de Calcedonia (451 d.C.) dice que el propósito de la encarnación fue «por nosotros y por nuestra salvación». El Credo es una afirmación de verdades profundas sobre la persona de Cristo que ha sido abrazada por la iglesia y forma el fundamento de cómo entendemos la obra de Cristo. Si no entendemos quién es Jesús, no podremos ver la maravilla de lo que él ha hecho para salvarnos.

Obediente en su vida humana

En Romanos 5:19, las similitudes y las diferencias entre Adán y Cristo destacan aspectos importantes de la persona de Cristo. Comencemos con una similitud, luego consideremos una diferencia, y regresemos, finalmente, a más similitudes.

Primera similitud: no es casualidad que tanto Adán como Cristo sean hombres. Es necesario que nuestro Salvador sea un hombre, verdaderamente humano como nosotros. La Escritura es clara respecto a que Dios es el único Salvador, y sin embargo, puesto que los humanos pecaron, la justicia de Dios exige que solo un humano pague por el pecado. En las palabras del Catecismo de Heidelberg, por su justicia, «Dios no quiere pagar, en otra criatura, el pecado que el hombre ha cometido» (pregunta y respuesta 14). Esto es impresionante. Si Dios nos hubiese salvado sin castigar a un ser humano, podría haber destruido la integridad moral del universo. Necesitamos a un Salvador que sea humano. El Credo deja en claro que cuando el Hijo eterno, «engendrado del Padre antes de todas las edades», se hizo humano en el vientre de una vírgen, ese mismo Hijo (nuestro Señor Jesucristo) era «verdadero Dios y verdadero hombre, de cuerpo y alma racional… en todas las cosas como nosotros». Fue un hombre, completamente humano en todo aspecto.

Sin embargo, el Credo también agrega un punto crucial: «en todas las cosas como nosotros, sin pecado». Como señala el Catecismo de Heidelberg, «porque la justicia de Dios exige que la misma naturaleza humana que pecó, pague por el pecado; y porque uno que en sí mismo sea pecador, no puede pagar por otros» (pregunta y respuesta 16). Ser un humano caído significa que «acrecentamos cada día nuestra deuda» (pregunta y respuesta 13). Necesitamos un Salvador que sea como nosotros (humano) capaz de pagar por el pecado y necesitamos un Salvador que sea diferente a nosotros (sin pecado) para que este pago sea aceptable para Dios.

Aquí es donde la diferencia entre la obra de Adán y la obra de Cristo fluye de una comprensión apropiada de la persona de Cristo. En la teología moderna existe un argumento común sobre que al tomar naturaleza humana, el Hijo de Dios tomó una naturaleza caída. La afirmación trata de que, puesto que nosotros tenemos una naturaleza caída, Jesús no puede ser realmente como nosotros a menos que él también tenga una naturaleza caída. No obstante, esto provoca un corto circuito en la belleza magnificente de la obediencia de Cristo. El estado de caído no es intrínseco para ser humano; si lo fuese, Adán no hubiese sido verdaderamente un hombre. El Verbo se hizo carne para ir directamente al principio, por así decirlo, para hacer como hombre lo que Adán falló en hacer. En el vientre de su madre, él se identificó completamente con nosotros (al ser completamente humano) y se diferenció de nosotros (al estar libre de toda culpa adánica). El lenguaje del Espíritu que dice que «cubrió con su sombra» a María en el milagro de la encarnación (Lc 1:35) insinúa los temas de una nueva creación y un nuevo éxodo. Es mejor decir que Cristo revive la vida de Adán no desde el punto de la caída en adelante, sino que desde el punto de la creación en adelante. Él es el nuevo Adán y el nuevo Israel, que enfrenta las tentaciones y lucha sus batallas, con la excepción de que triunfa en cada punto en los que ellos fallaron.

Y por lo tanto volvemos al punto de partida y vamos a otra similitud entre Adán y Cristo en Romanos 5:19. Ninguno de ellos es una persona particular; no actúan solos. Lo que cada uno hace, lo hace por aquellos que pertenecen a él. Como el marido es cabeza de su esposa y es completamente responsable por su bienestar, así Adán y Jesús, como cabezas de sus familias, llevan completa responsabilidad por ellos. Las acciones de uno influyen a los que son suyos, ya sea en desobediencia o en justicia. Así como Adán hizo pecadores a todos los que están en él, así Cristo hace justos a todos los que están en él. ¿Cómo hace esto?

Obediente en su muerte sustitutoria

A veces los evangélicos somos culpables de reducir el mensaje de salvación de la muerte expiatoria sin describir cómo y por qué expía. De hecho, la obediencia de Cristo es el concepto bíblico global para explicar cómo nos salva.

Cuando el autor de Hebreos lleva al clímax la discusión de la obra sacerdotal de Cristo en el capítulo 10 (después de decirnos que los sacrificios animales del antiguo pacto solo le recordaba sus pecados al adorador y no removía su culpa), él propuso un punto sorprendente: los sacrificios y las ofrendas no eran lo que Dios quería. «Sacrificio y ofrenda no has querido…» (Heb 10:5, citando el Salmo 40:6). Esto es sorprendente, por supuesto, precisamente porque el sistema de sacrificios fue instruido por Dios mismo. Sin embargo, las próximas líneas explican lo que está pasando en este pasaje:

«Sacrificio y ofrenda no has querido, pero un cuerpo has preparado para mí; en holocaustos y sacrificios por el pecado no te has complacido. Entonces dije: “Aquí estoy, yo he venido para hacer, oh Dios, tu voluntad”» (Heb 10:5-7; Sal 40:6-8).

Dios quiere seres humanos que sean sus socios de pacto, que hagan su voluntad. Devoción alegre, amor incondicional, sumisión humilde y relación íntima y feliz (a esto estaba invitado Adán al volver a Dios). Lo que Dios buscó desde el principio era el shalom inmaculado, plenitud pactual, en el jardín y hasta los confines de la tierra; sin embargo, al contrario, lo que su socio de pacto le devolvió fue orgullo, desconfianza, falta de fe y rebelión (y todo estaba perdido). El sistema de sacrificios fue instituido para remediar el problema de la desobediencia humana, pero no podía producir obediencia humana. Pero, ¿qué pasó con el segundo Adán? No hay palabras que expresen lo maravilloso que es el hecho de que antes de que viniera a morir, Jesús vino a vivir.

Sabemos, gracias al libro de Levítico, que los ritos de sacrificio contenían ofrendas de agradecimiento y ofrendas de culpa. Las ofrendas de agradecimiento se relacionan con el tipo de vida que Dios siempre dispuso para la humanidad en su presencia y eran lo que Adán debió haber ofrecido en el jardín; las ofrendas de culpa se hicieron necesarias solo después de la caída y se relacionan con el tipo de vida que ahora experimentamos. A lo largo de toda su vida, Cristo se ofreció como un sacrificio de adoración a su Padre —«he venido a hacer tu voluntad»— y en su muerte, se ofreció como un sacrificio expiatorio por el pecado. La vida que Jesús vivió lo preparó para su muerte, porque su obediencia alcanzó su clímax en su crucifixión (Fil 2:8).

Aquí, una verdad gloriosa sobre la persona de Cristo —«verdadero Dios y verdadero hombre»— derrama vida en la maravillosa verdad de que él nos salva de la perdición eterna. Filipenses 2:5-11 deja en claro que la ofrenda obediente de Jesús no es solo la ofrenda de una vida humana. Aquel que murió permanece «en forma de Dios». El Catecismo de Heidelberg dice, «una simple criatura es incapaz de soportar la ira eterna de Dios contra el pecado y liberar a otros de ella» (pregunta y respuesta 14). El pecado contra un Dios infinito requiere un pago infinito, pero un humano finito no puede entregarle eso a Dios fuera de un infierno eterno. (E incluso en un infierno de duración eterna, los humanos finitos nunca alcanzan el punto donde el pago sea completo porque lo finito no puede pagar un precio infinito). Necesitamos un Salvador que es más que un simple hombre. La muerte de Cristo, por lo que él es como el hombre-Dios, es de infinito valor y satisface completamente las exigencias justas de un Dios infinitamente santo. Podemos ver cuán conectadas están las doctrinas la una de la otra. Admitir que el infierno no es un castigo eterno sería admitir que Jesús no necesitaba ser divino en su ofrenda voluntaria en la cruz.

Los teólogos hablan de la ofrenda de la vida de Cristo como una obediencia activa y de la ofrenda de su muerte como su obediencia pasiva, y ambas son necesarias para salvarnos. En su muerte, Cristo se entregó y recibió el castigo judicial por el pecado (pasivo), pero él fue una ofrenda aceptable porque era un hombre libre de culpa y completamente obediente (activo). Por eso era digno de tomar el lugar lleno de culpa de los pecadores completamente desobedientes. Juan Calvino dijo que «desde que tomó la forma de siervo comenzó a pagar el precio de nuestra liberación, para de esta manera rescatarnos». Noten cómo las palabras de Calvino anticipan el Credo. El Hijo divino tomó naturaleza humana en sí mismo y lo hizo por nosotros y por nuestra salvación. Él vino a vivir y a morir obedientemente. Su obediencia no solo hace que el perdón sea posible, sino que también que la justicia esté disponible. Puesto que es nuestra cabeza representativa, la obediencia de Cristo es nuestra.

Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
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David Gibson 

David Gibson (PhD, University of Aberdeen) es ministro de Trinity Church en Aberdeen, Escocia. Es coeditor de From Heaven He Came and Sought Her [Del cielo Él vino y la buscó] y autor de Living Life Backward: How Ecclesiastes Teaches Us to Live in Light of the End [Viviendo la vida al revés: cómo Eclesiastés nos enseña a vivir a la luz del fin]. Está casado con Ángela y tienen cuatro hijos.
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