Extremos desdichados. Charles Spurgeon dijo una vez: «soy objeto de depresiones tan espantosas del espíritu que espero que ninguno de ustedes llegue a los extremos de desdicha a los que yo he llegado».
Las ideaciones suicidas a menudo comienzan con los retículos de los extremos, donde se intersectan el siempre y el nunca. Los trenes desdichados de pensamientos constantes que dicen «siempre será así» y «nunca cambiará» andarán por rieles lo suficientemente fuerte como para partir el hierro. En la hendidura de esos puntos perforados por la presión, el dolor electrifica el alma de tal manera que la deja como muerta.
¿Conoces, como yo, los horrores de vivir en esta atmósfera (el aire tan pesado como la desesperación que exhalamos)? ¿Sabes de dónde aparece a retumbar en tu cabeza el tabú de la opción al suicidio y, junto a él, nuestros motivos perfectamente irracionales? Con dolores demasiado grandes que fueron cargados por muchísimo tiempo, parece una decisión legítimamente nuestra decir que a nuestras cargas les llegó la hora. Los extremos hacen eco de los sentimientos de esperanza perdidos hace mucho: escapa de los susurros de la desdicha, por tu propia cuenta.
La vergüenza presta su gaita para tocar notas de aislamiento, creando su propia melodía que dice siempre y nunca: «siempre enfrentarás rechazo»; «nunca alcanzarás ese objetivo»; «siempre serás un bien dañado»; «nunca descubrirás cómo cambiar las cosas»; o quizás notas de una desdicha peor.
La herida más profunda de todas
Si conoces estos terroríficos extremos, tu corazón conoce la devastación de una identidad vacilante. «Dios nunca podría amarme si lucho de esta manera»; «siempre será mi culpa sufrir»; «los cristianos verdaderos nunca se deprimen»; «siempre se debe a mi falta de fe».
Es verdad que, tanto como otras heridas pueden serlo, no existe una herida más profunda que la provocada por la flecha dentada que vuela hacia nuestra fe; sentimos como si el Espíritu Santo huyó del templo de nuestro cuerpo como un niño en pánico escapando del fuego. «¿Y tú?», clamamos a Dios, como el César a Bruto. ¿Incluso tú? «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor? Dios mío, de día clamo y no respondes; y de noche, pero no hay para mí reposo» (Sal 22:1-2).
Y la soledad permanece. El vacío nos consume a medida que pasan los minutos con un peso abrumador. En este lugar, la desdicha nos quita la capacidad de imaginar cualquier esperanza, felicidad o deleite (en este mundo o en el que vendrá). Suena extremo porque lo es, es el asunto imaginado más real de la vida y la muerte.
El «siempre» y el «nunca» que necesitamos
Podríamos estar en la más fría de las oscuras esquinas, respirando un aire lleno de polvo y secándonos una cansada lágrima. El silencio hueco parece habernos marcado con «condenación» y el único llanto que encaja con los sollozos tartamudea. «¡Apártense! ¡Inmundos!» (Lm 4:15). En este lugar de frío aislamiento, hay una puerta. Sin embargo, los extremos de la desdicha nos han dejado indefensos, desesperanzados y lánguidos para cualquier acción menos para aquella que puede poner fin al actual dolor.
Aunque la puerta está bien cerrada, hay una Luz que llega desde el espacio que hay debajo, avanzando hacia sus amados que están en la oscuridad (Sal 139:11-12). Debido a Cristo, Él tranquiliza diciendo: «Nunca te dejaré ni te desampararé» (Heb 13:5).
El tenue brillo nos alcanza, cantando en susurro extremos eternos con los extendidos brazos de la misericordiosa verdad. Por mi Hijo, Él consuela: «Estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo» (Mt 28:20, NVI).
Encerrados en nuestro quebranto, no podemos alcanzar la Luz. Sin embargo, Él conoce nuestra necesidad y nuestro polvo, nuestro anhelo y nuestro dolor. Cada vez más cerca, se agacha para asegurarnos: por lo que Jesús hizo, nunca serás separado de su amor (Ro 8:38-39).
El siempre y el nunca del Evangelio cambian las canciones de las habitaciones oscuras. La Luz se sienta ahí en las cenizas con nosotros y libera a quienes no pueden abrir el candado de la prisión de sus mentes.
Esperanza para cristianos suicidas
Cuando la oscuridad de la depresión y de la desesperanza presiona, recuerda que eres un objetivo caminante de la misericordia incesante de Dios. Nuestro Padre tiene un lugar especial en su corazón para quienes son vulnerables a los feroces ataques mentales (Sal 34:18). Aunque los deseos de escapar al dolor pueden avergonzarnos llevándonos a sentirnos sin valor, su voz nos recuerda: «Ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios, a fin de que anuncien las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1P 2:9).
Sin embargo, más que argumentar en contra de los extremos desdichados de los siempre y los nunca del suicidio, la tierna misericordia de Dios desciende a nuestro dolor, buscándonos en las sombras de la muerte donde yacemos y se compromete a permanecer ahí como una Luz que guía nuestros pies lejos de las trampas (Lc 1:78-79).
Es una pelea feroz y misteriosa contra los pensamientos y las imaginaciones que no se verbalizan, pero no una poco común para el hombre (1Co 10:13). Aunque la sanidad de estas temporadas de oscuridad particularmente bajas no es una ecuación simplista, las verdades del carácter de Dios y de nuestra identidad en Cristo permanecen lo suficientemente simples: desde la fundación del mundo, Él siempre nos ha amado y, en el futuro eterno, nunca seremos separados de Él.
Estos extremos eternos, ganados por Cristo en la cruz, actúan como nuestro único escudo contra los murmullos de meditación de los extremos suicidas de la desdicha. El siempre y el nunca del suicidio no coinciden con el siempre y el nunca del fiel amor de Dios.
«El cerrojo de hierro que misteriosamente cierra la puerta de la esperanza y sostiene nuestros espíritus en una sombría prisión», enseña Spurgeon, «necesita una mano celestial para abrirlo». Así es la tierna misericordia del Señor Todopoderoso, que incluso ahí en los lugares más oscuros, Él nos sostiene (Sal 139:9-10).