En un sentido, todo el Antiguo Testamento es simplemente el desarrollo de la promesa hecha en Génesis 3:15 —que habría una enemistad entre la simiente de la serpiente y la de la mujer, y que triunfaría esta última—. Ahora, en Génesis 12, la expectativa mesiánica adquiere otro centro de atención —la «simiente» victoriosa saldrá de los lomos de un hombre llamado Abraham—. Como una campana que repica, los capítulos inmediatamente siguientes anunciarán este linaje mesiánico con un tañido ensordecedor. Una y otra vez, surgirá una «simiente» (a veces traducida como «descendencia») que finalmente se centrará en Jesucristo (Gá 3:16; ver Gn 12:7; 13:15–16; 15:3, 5, 13, 18; 17:7–10, 12, 19; 21:12; 22:17–18; 24:60; 26:3–4, 24; 28:14; 32:12; 35:12; 46:6–7; 48:4, 11, 19).
El llamado de Abraham y su importancia para la historia de la redención es aun más sorprendente dado el contexto histórico inmediato. Después de la caída, el diluvio, y la tragedia de Babel, los primeros once capítulos del Génesis dan como resultado la expulsión del hombre desde el Paraíso, la destrucción de toda la raza humana —excluyendo a los escogidos de Dios— y la dispersión de la gente sobre la faz de la tierra (11:9). ¡Un mundo maldito, destruido y esparcido está listo para recibir noticias mejores! En los primeros versículos del capítulo 12, la palabra «bendecir» aparece cinco veces —ya sea como sustantivo o como verbo—.
El contraste no podría ser más absoluto. Como se aprecia en la estructura del texto, la bendición que Dios promete ocurre por iniciativa soberana: «Vamos…» (11:4); «Voy a…» (12:2-3); «edifiquémonos una ciudad…» (11:4); Abram «plantó su tienda» (12:8); «hagámonos un nombre» (11:4); «engrandeceré tu nombre…» (12:2); «torre» (11:4); «altar» (12:8).
El hombre propone una forma y Dios otra. Los hombres pecaminosos se unieron pecaminosamente para deshacerse de Dios; Dios buscó separar a Abraham del mundo para establecer los límites de la santidad. Existe lo que el hombre propone y lo que Dios promete —cosas diametralmente opuestas—.
En este punto surgen varios rasgos de la promesa que son dignos de particular atención.
Primero, Dios promete un pueblo. Promete engrandecer el nombre de Abram (12:2) en forma tal que será el padre de muchas naciones (12:3). En el Antiguo Testamento sólo hay una referencia semejante, y ocurre en el pacto que Dios hace con David: «Haré de ti un gran nombre» (2 S 7:9). De este modo, Abram y David son unidos abarcando extensas porciones de la historia del Antiguo Testamento y señalando una línea continua de propósito divino a través de las épocas: la promesa de que la bendición e influencia del evangelio alcanzaría un dominio mundial. ¡La diminuta e insignificante figura de Ur de los caldeos tendría un impacto sobre el mundo! Es interesante, por ejemplo, que Pedro, en el día de Pentecostés, parezca captar esto en su explicación del derramamiento del Espíritu a consecuencia de la muerte-resurrección-ascensión de Jesucristo. La exaltación de Cristo a la diestra del Padre ha dado lugar a que el Hijo reciba del Padre el Espíritu Santo prometido, que ahora ha sido derramado (Hch 2:33). Vemos la forma en que se da el Espíritu a Cristo, y cómo Él, a su vez, lo derrama con el fin de cumplir una promesa más grande que se le ha hecho: «Pídeme, y te daré las naciones como herencia tuya, y como posesión tuya los confines de la tierra» (Sal 2:8). Gracias al poder del Espíritu Santo, la era mesiánica da lugar a la Gran Comisión de forma tal que, en la simiente de Abraham, todas las naciones de la tierra serán ahora bendecidas. Como escribió el apóstol Pablo, «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros (…) a fin de que en Cristo Jesús la bendición de Abraham viniera a los gentiles, para que recibiéramos la promesa del Espíritu mediante la fe» (Gá 3:13-14; ver Gn 12:2). Pentecostés, que exhibe una reversión de la maldición de Babel a medida que diversos grupos étnicos oyen el Evangelio en sus propios idiomas, señala así el comienzo de la restauración de una condición que existía antes de que el pecado asolara el mundo. La salvación de las naciones gentiles es «la bendición de Abraham» (Gá 3:14), y los creyentes son hijos de éste (Gá 3:29). De ahora en adelante, la historia redentiva se concentrará en esta línea hasta que el Mesías venga.
Segundo, Dios promete un lugar: la «tierra» (12:1; 15:7). En su sentido más pleno, ésta nunca podría haber sido simplemente el territorio conocido como «Israel». No es irrelevante que el propio Abraham lo entendiera así: Su mirada estaba puesta en algo más grande, una patria celestial (He 11:10-16), una ciudad-reino de la cual Canaán era meramente un anticipo que presagiaba algo mejor.
Tercero, Dios promete su presencia. En Génesis 12:3, es la promesa de una presencia relacional, la presencia de la bendición con que Dios envuelve a su pueblo. Sin embargo, esto llega a ser algo mucho más tangible en el hijo de Abraham, Isaac: «He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que vayas y te haré volver a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he prometido» (28:15). Es un sutil anticipo de las palabras con que Jesús tranquilizó a sus discípulos amados antes de ascender al cielo: «Y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28:20).