Acabo de tener una seria conversación con mi hija de dos años mientras ella saltaba en su burro de goma rojo usando una corona inflable. Hablamos de todas las razones por las que no debería jugar con la bacinica. Después, ella continuó saltando en círculos hasta que se cayó del burro; se rió como sólo una niña de dos años puede hacerlo y yo continué con mi lectura bíblica.
Cuando obtuve mi título universitario, nunca imaginé el buen uso que le daría esta mañana al explicarle a una niña por qué no puede jugar con la bacinica.
¿No es acaso la forma en que a veces pensamos sobre el cuidado maternal de los pequeños? Comparamos todas nuestras cualificaciones mundanas con la maternidad y concluimos que el trabajo no es digno de nosotras. ¿No somos capaces de hacer mucho más que sacar avena seca de los pliegues de la sillita de bebé?
Sé lo que significa llevar a cabo mis humildes deberes con un corazón lleno de orgullo. Pongo mala cara y voz seria para hablar de mi terrible llamado sagrado. Aún no tengo control de mí misma. Es difícil ser humilde cuando me siento sobrecalificada para el trabajo que enfrento cada mañana.
Desde luego, ponerle los calcetines a una niña no requiere una educación formal. Sin embargo, mientras nos encerramos completamente en nosotras mismas, olvidamos que estamos reprobando la prueba de fidelidad. ¿Puedes estar gozosa cuando ya le has puesto los calcetines a tu hija cinco veces en el día? ¿Puedes aguantar un largo rato y ser amorosa cuando se los vuelve a sacar? La prueba de los calcetines no es tan fácil como parecía ser en un principio. Recuerdo la letra del antiguo himno, pero esta es una lección difícil de aprender.
«No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos. Cada uno debe velar no sólo por sus propios intereses sino también por los intereses de los demás» (Fil 2:3-4).
El orgullo brama en nuestros corazones cuando exigimos que las cosas se hagan a nuestra manera: cuando ansiamos un cierto tipo de incentivo, como una taza de café caliente y una conversación sin interrupciones con una buena amiga; cuando demandamos dos minutos para nosotras para navegar en nuestra página web favorita.
La humildad se ve cuando te detienes mientras estabas pelando una naranja porque alguien necesita ser disciplinado; cuando decides retrasar la cena porque alguien necesita ánimo; cuando no puedes tomarte tu café mientras aún está caliente porque alguien necesita divertirse.
La pregunta que nuestros corazones enfrentan cada día es: «¿Quién es más importante?» El orgullo grita: «¡Yo lo necesito! ¡Necesito terminar esto! ¡No puedo retrasarme!» Y la humildad responde: «Otros».
Tomar una postura humilde cuando enfrentamos las exigencias de otras personas requiere que miremos a Jesucristo en la cruz. Allí vemos a nuestro Salvador que sufrió en beneficio de otros con su mirada puesta en el gozo que le esperaba. Jesús fue el único que no exigió ser el primero; nunca hizo pucheros ni se quejó de lo humilde que era su trabajo. Hebreos 12:2 nos dice que fue por gozo que Jesús padeció en la cruz.
Nuestro trabajo es un regalo. Dios preparó la plastilina para que tú la raspes de la alfombra. Para ti, es un buen trabajo involucrarte por el bien de tus hijos. La recompensa por trabajar con entusiasmo para el Señor no es sólo una alfombra limpia; es una herencia eterna.
«Hagan lo que hagan, trabajen de buena gana, como para el Señor y no como para nadie en este mundo, conscientes de que el Señor los recompensará con la herencia. Ustedes sirven a Cristo el Señor» (Col 3:23-24).
El humilde trabajo de la crianza de niños pequeños no es un trabajo triste. ¡Vamos camino al gozo eterno con Cristo! Cuando al fin podemos acostar a los niños y uno de ellos nos llama, vemos el gozo que nos espera y otra vez sacrificamos humildemente nuestro tiempo y energía. Alegremente, reflejamos a nuestro Salvador y esperamos ansiosos nuestra herencia eterna: Dios mismo.