Una amiga me regaló una placa que dice: «las abuelas son niñitas de edad avanzada». No sé qué tenía en mente quien lo inventó, pero mi interpretación es que, mientras más vivimos, más volvemos a la simplicidad de la niñez. Estoy convencida de que las cosas no son tan complicadas como las veía cuando era joven. Como ahora tengo más de sesenta años, probé mi teoría (de que la vida se vuelve más simple) encuestando a una de mis madres espirituales que ya pasó los noventa. Su respuesta fue: «cuando era muy niña, aprendí que Dios es amor». Yo me quedé esperando más, pero ella solo sonrió. Había terminado; lo había dicho todo.
La bondad y la belleza de su sencilla afirmación contrastó agudamente con lo que yo estaba viviendo en ese momento. Y sus palabras contrastaron, también, con su propio mundo. Estaba preparándose para dejar la casa en que había vivido cincuenta y siete años —toda una vida de recuerdos— y trasladarse a una residencia de vida asistida. Yo sabía que ella tenía un dolor en el alma. ¿Cómo podemos conciliar nuestras creencias con nuestras experiencias?
Esto tampoco es demasiado complicado. Aun siendo pequeñita sabía, muy en lo profundo, que yo no estaba bien y que las cosas tampoco lo estaban. Ahora tengo palabras para expresar esta realidad: somos personas caídas, vivimos en un mundo caído y así estaremos hasta que Jesús nos lleve o hasta que regrese y restaure todas las cosas. Esperamos con el corazón herido pero confiado porque Dios es amor. Él nos ha llevado desde el reino de la oscuridad al Reino de la luz para que podamos vivir en la luz incluso cuando está oscuro.
Esta es una de las cosas que me siento obligada a decirle a la próxima generación, y con razón —no porque yo sea sabia, sino porque Dios nos encarga «conta[r] a la generación venidera las alabanzas del Señor, su poder y las maravillas que hizo» (Sal 78:4)—.
Este encargo incluso es adaptado específicamente a nuestro género cuando Pablo le dice al joven predicador que equipe a las mujeres mayores con sana doctrina para que puedan «enseñar lo bueno», y así «instruir a las jóvenes» (Tit 2:3-5).
Me encanta la historia de la mujer mayor que le habló a la joven María sobre las maravillosas obras del Señor. Cuando María y José llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo ante el Señor, Simeón tomó al niño en sus brazos y alabó a Dios: «[…] mis ojos han visto tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz de revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel». Luego, confrontó a María con una sobrecogedora realidad: «[…] y una espada traspasará aun tu propia alma […]» (Lc 2:30–35).
Qué estimulantes y aterradoras palabras. Imagina las emociones que se desencadenaron en María cuando sus pensamientos se dispararon de la luz a la gloria y a una espada en su alma. En ese momento Dios envió a Ana, una viuda de ochenta y cuatro años que «dio gracias a Dios, y habló de Él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (v. 38). Simplemente habló de Él y dio gracias a Dios por Él.
Ana no trivializó la espada, sino que tomó en cuenta toda la situación. Vio la espada a la luz del Evangelio, así que le habló a María del Redentor y la redención que Él había venido a cumplir. La mujer mayor habló palabras de vida que dirigieron a la más joven a las gloriosas obras de Dios —su poder y maravillas—, todo envuelto en el bebé que María cargaba en sus brazos.
La redención implica perdón. Cuando Adán y Eva pecaron, su relación con Dios se rompió, pero Dios prometió pagar el precio de la redención para que la relación pudiese restaurarse. Perdonar nuestra deuda le costó lo que más amaba, pero Él es amor y eso es lo que el amor hace.
Quien ha experimentado este perdón es liberado y siente la obligación de perdonar a otros; aun a aquel que introduce una espada en nuestra alma. A veces, la persona más difícil de perdonar es uno mismo. Cuando nuestro propio pecado hunde una espada en nuestra alma, pensamos que somos indignos de perdón —y lo somos; de ahí la maravilla—.
La redención es la gran historia de la Escritura. Todo apunta al Redentor. La historia de María, la mía y la tuya son hilos de la historia de amor de la redención. Dios nos amó tanto que planificó y llevó a cabo nuestra redención en Cristo. La redención no se limita al momento de la justificación. Dios está redimiendo todo; aun las espadas que atraviesan nuestras almas. Él está transformándonos a la semejanza de Jesús, y tiene el poder suficiente para usar cada relación y situación, y cada espada, para cumplir su glorioso objetivo. El Evangelio realmente es así de poderoso. Ana lo había aprendido, así que simplemente dio gracias. Alguien que ha vivido Coram Deo, ante el rostro de Dios, puede hablar de Jesús con credibilidad, seguridad, y gratitud.
Ana habló de Jesús a una mujer herida y esta escuchó. Dejó el templo y cumplió su misión de ser la madre del Mesías.
Cuando mi amiga pronunció esas simples palabras: «Dios es amor», yo escuché. Salí de su casa inundada por la maravilla de mi redención en Cristo, y le di gracias a Dios.
Cuando una espada atraviesa el alma de una mujer más joven, esta debería contar con una mujer mayor que sienta la obligación de hablarle de Jesús y escuchar hasta que su corazón empiece a sentir gratitud. ¡Qué profundo y maravillosamente simple!.