«Y aun en la vejez y las canas, no me desampares, oh Dios, hasta que anuncie tu poder a esta generación, tu poderío a todos los que han de venir» (Salmo 71:18).
Una de las cosas que siento la urgencia de proclamar a nuestros hijos e hijas del pacto es que «Dios creó al hombre a imagen suya . . . varón y hembra los creó . . . y les dijo: ‘Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Ejerzan dominio…’» (Génesis 1:27-28).
Varón y hembra. Igualmente creados a la imagen de Dios pero con funciones diferentes e igualmente valiosas en su reino. Esta diferencia gloriosa apunta a nuestro glorioso Dios trino.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son iguales en sustancia y poder, pero cada uno asume una función diferente en la realización de nuestra redención. El Padre nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, el Hijo nos redimió por medio de su sangre, y el Espíritu Santo aplica esta redención a nuestros corazones (Efesios 1:3-14). Estas funciones no son nebulosas sino que se complementan tan perfectamente que armonizan para llevar a cabo la gran obra de redención que alaba su gloriosa gracia (vv. 6, 12, 14).
Es ridículo siquiera pensar en cuál persona de la Trinidad o cuál función trinitaria es la más importante. Sin embargo, esta exquisita igualdad no niega la autoridad funcional que hay al interior de la divinidad. «La cabeza de todo hombre es Cristo, y la cabeza de la mujer es el hombre, y la cabeza de Cristo es Dios» (1 Corintios 11:3).
El Creador estampó la profunda unidad y diversidad de su naturaleza sobre los portadores de su imagen. El mundo ha secuestrado la distinción entre los géneros proclamando que la igualdad significa ser lo mismo y que la sumisión degrada a las mujeres. Esta absurda idea hace algo peor que disminuir el valor de nuestro diseño y nuestra función masculina y femenina: oscurece nuestro reflejo de la gloria de Dios.
«Entonces el Señor Dios dijo: ‘No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda adecuada’» (Génesis 2:18).
Dios creó al hombre primero, indicando su condición de cabeza. La soledad del hombre no era buena, así que Dios creó una ayuda. Esta rica palabra (en hebreo, ezer) se usa a menudo para referirse a Dios como el que nos ayuda. Podemos apreciar la belleza de nuestra vocación femenina al reflexionar sobre la forma en que Dios actúa. Dios ayuda viendo y cuidando al que sufre (Salmo 10:14), sosteniendo (20:2), protegiendo (33:20), librando de la aflicción (70:5), rescatando al necesitado y al afligido (72:12-14), y consolando (86:17). Estas son palabras fuertes, relacionales, nutrientes y compasivas. Son palabras propias de un pacto. Caracterizan nuestra relación con Dios y con las demás personas.
El hombre y la mujer deben ser fecundos y ejercer dominio cumpliendo sus vocaciones distintivas. Satanás entró en acción para torpedear la estructura del reino de Dios invirtiendo el orden de la creación y acudiendo a la mujer. Cuando el hombre y la mujer pecaron, perdieron su capacidad de ser y hacer aquello para lo cual Dios les había creado y comisionado. Pero Dios, en su misericordia abundante, prometió el Redentor que restauraría la relación que habían perdido.
El hombre y la mujer oyeron la primera proclamación del evangelio (Génesis 3:15). La promesa se conservaría por medio de la descendencia de la mujer. La respuesta de Adán a esta buena noticia fue darle un nombre a su mujer; un indicador de que él había sido restaurado al liderazgo. Adán llamó a su mujer Eva «porque ella era la madre de todos los vivientes» (v. 20). Esto me deja sin aliento. Eva significa «dadora de vida». Gracias al evangelio, la que arrebató vida fue restaurada para ser una ayuda dadora de vida tal como antes de la Caída.
Esta vocación redentiva de ser una dadora de vida no es simplemente biológica. La mujer redimida es llamada a ser una dadora de vida en cada momento, relación y situación. Debes entender esto: sólo las mujeres redimidas tienen la capacidad de hacer visible el diseño creacional y el llamamiento redentivo de Dios. Esto también me deja sin aliento.
Multiplicarse y ejercer dominio siguen siendo el encargo obligado de la iglesia. El liderazgo y la sumisión aún son el marco relacional impuesto a la iglesia para que los hombres y las mujeres vivamos nuestros privilegios y responsabilidades asociadas al pacto. Cuando Pablo le dijo a Timoteo: «Yo no permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre» (1 Timoteo 2:12), se refería a una autoridad judicial o gobernante. Y señaló rápidamente la razón: «Porque Adán fue creado primero, después Eva» (v. 13). El gobierno de la iglesia debe reflejar el orden creado, reflejando así el carácter de Dios y, en consecuencia, reflejando el evangelio.
El liderazgo y la sumisión son el orden que Dios estableció para ser uno en el matrimonio y alcanzar la unidad en la iglesia. Cada vez que una mujer invierte este orden, se convierte en alguien que arrebata vida. En lugar de alimentar una sensación de hogar y familia en su hogar y en su iglesia, ella absorbe y seca la vida de esa relación/situación. La sumisión bíblica nos libera para hacer que la realidad del diseño y la vocación femenina establecidos por Dios sea visible a nuestras familias, amigos, vecinos, y a la próxima generación.
¿Por qué nos habríamos de rebelar contra una vocación tan alta y santa? Por la misma razón que nuestra Madre Eva —orgullo—. Somos mujeres vanas y vivimos en la «Feria de la Vanidad». Necesitamos el evangelio, y necesitamos que la iglesia y otras mujeres nos ayuden a saber cómo orientar nuestras vidas hacia él —así es como funciona el pacto—.