El sábado 4 de abril del año 33 d. C. comenzó para los judíos, lo que sería para nosotros, a las seis en punto de la tarde del viernes. Era el día de reposo, el séptimo día de la semana, que Dios había ordenado consagrar en la ley de Moisés como un día de descanso en conmemoración del día en que Dios descansó de su creativa obra cósmica (Éx 20:8).
Este sábado era uno importante, pues era la Pascua, la gran fiesta que Dios ordenó que celebraran en la ley de Moisés en memoria de la noche en la que la sangre de un cordero inocente fue derramada para proteger al pueblo de Dios de su ángel de juicio letal en Egipto (Éx 12).
Sin embargo, nadie comprendía aún que este sábado era mucho más importante que cualquiera de los que observaron desde aquel ancestral día de descanso santo de Dios. Y aun nadie comprendía que esta Pascua era incluso mucho más santa que la primera (la Pascua egipcia fue, en realidad, una sombra que anunciaba esta Pascua perfecta).
Dios terminó su obra
A las seis en punto, el Cordero Pascual de Dios ya llevaba muerto tres horas, después de haber sido masacrado en una cruz fuera de la ciudad. Rastros frescos de su sangre sacrificial todavía marcaban los momentos de agonía y de horror en el palacio del gobernador, en el camino a la cruz y en el oprobioso cerro, cuyo nombre significa «Lugar de Calavera».
En la tarde del viernes, el cuerpo del Cordero había sido osadamente asegurado por un miembro del Sanedrín bajo las órdenes de Pilato. Este Sanedrín era el mismísimo concilio que había conseguido que Pilato entregara al Cordero para ser ejecutado. Con el fin de consagrar el sábado más importante, un miembro compasivo del Sanedrín, con la ayuda encubierta de otro, rápidamente pusieron al Cordero asesinado en criminal deshonra en una tumba de honor aristocrático (Mt 27:57-60; Jn 19:38-42). Fue un vuelco más de ironía providencial. Otro cumplimiento más de profecía divina (Is 53:9).
Ahora, en el más importante de los santos días de reposo, bajo un velo de lino, en un frío bloque de piedra detrás de una gran roca helada, yacía el cuerpo del Señor del sábado (Mt 12:8). Él había llevado a cabo la santa y horrible obra que su Padre le había pedido que realizara (Jn 5:17; 12:27). El Santo se había transformado en impiedad para que en él los impíos pudieran ser santos (2Co 5:21). Y como había pasado en la antigüedad, nuevamente, en el sexto día, él había pronunciado su parte de la obra del origen de la nueva creación «todo se ha cumplido» (Jn 19:30). Ahora, una vez más, «al llegar el séptimo día, Dios descansó porque había terminado la obra que había emprendido» (Gn 2:2).
No fue una coincidencia que el cuerpo mortal del Verbo inmortal experimentara el descanso del rigor mortis en este sábado después de realizar su obra de supremo sacrificio. Sin embargo, éste era un descanso como ningún otro; fue un descanso inescrutable que sólo el único sabio Dios podía concebir (Ro 16:27): el descanso santo y deshonroso de la muerte maldita por el pecado del bendito, eternamente santo e inmortal Hijo de Dios.
¿Quién podría haber soñado con algo así? «¿Quién ha conocido la mente del Señor…?» (Ro 11:34). El Hijo, bajo la dirección del Padre, ciertamente hace todas las cosas bien (Jn 5:19; Mr 7:37).
El Señor del sábado
Incluso en ese momento de percibida debilidad suprema y de muerte corporal, la Vida (Jn 14:6) siguió siendo el Señor de ese sábado. Incluso en la muerte, él entregó descanso a sus seguidores y expuso a sus enemigos.
Durante este santo sábado, él le dio descanso a las fieles mujeres que lo seguían (Lc 23:55-56). Se mantuvieron en vigilia junto a él durante la oscuras y tortuosas horas del Calvario y habían sido las únicas lo suficientemente valientes para acompañar a José y a Nicodemo a la tumba (Mt 27:61). Ellas planeaban volver a primera hora el domingo. Habían soportado un profundo dolor, pero serían las primeras en conocer el gozo de la Pascua.
Jesús también proveyó restauración para sus tristes y atribulados discípulos, que se habían encerrado por temor y confusión (Jn 20:9). En el huerto, Jesús les había dicho, «duerman y descansen más adelante» (Mt 26:45)[1] y Jesús misericordiosamente les dio un día «más adelante» para descansar una vez más antes de ahogarlos con la sorpresa de la esperanza y del gozo de la resurrección y de enviarlos a una vida de trabajo que cambiaría al mundo para siempre.
Irónicamente, aunque no fue una sorpresa, este importante y santo sábado no encontró ni a los sumos sacerdotes ni a los fariseos descansando. Después de decidir que el Hijo de Dios, que sanaba durante el sábado, debía ser asesinado (Jn 5:18) y después de haber alcanzado su objetivo, estos líderes se reunieron en el cuartel general de Pilato para trabajar activamente con el propósito de asegurar la tumba de Jesús con un guardia militar (Mt 27:62-66). El trabajo de sanar en el sábado era anatema, pero aparentemente el trabajo de colaborar con los paganos para mantener al Dios del sábado en su tumba no lo era.
¿Sería su furia homicida contra Jesús mayor si hubiesen sabido que, incluso mientras él descansaba bajo el seguro sello romano que pidieron, él estaba llevando a cabo la más grande sanidad que jamás se haya realizado? ¿Cuán abatidos quedaron cuando descubrieron al siguiente día que todo su trabajo durante el sábado no había prolongado su descanso de muerte?
Este santo sábado terminó, los soldados mantenían la guardia, los discípulos estaban en una incertidumbre ansiosa, las mujeres amorosamente preparaban sus especias para el amanecer y el cuerpo del Cordero asesinado estaba despertando. El Señor del sábado estaba a punto de revelarse como la resurrección y la vida (Jn 11:25). Ninguna legión romana en el mundo podría haber mantenido esa tumba sellada.
Jon Bloom © 2016 Desiring God Foundation. Publicado originalmente en esta dirección. — Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda
[1] Este versículo fue traducido directamente de la versión ingles ESV (English Standard Version), la cual no tiene equivalente en español (N. de. T).