Cuando era adolescente, no me gustaba ir a la iglesia. La iglesia no era entretenida para un joven de un pueblo rural: el servicio duraba mucho y estaba llena de ancianos aburridos cantando viejas y monótonas canciones. Para mí, mejor que ir a la iglesia era jugar o ver fútbol. Sin embargo, había un domingo que esperaba con ansias: el primero del mes.
El primer domingo del mes era el de Santa Cena. Las ancianas de la iglesia se vestían completamente de blanco; el pastor llevaba una toga blanca. La mesa de Santa Cena, normalmente vacía, estaba cubierta con un mantel blanco bajo el cual claramente estaban los utensilios de Santa Cena que contenían el pan y el vino.
Me impresionaba la ceremonia que se hacía y el cuidado con que se preparaba la mesa. Había cuidado en la manipulación y la distribución de los elementos. Los diáconos se ponían guantes blancos y se iban pasando las bandejas entre ellos con una coordinación de lentos movimientos y reverencia. Realmente disfrutaba la expectación que generaba la Mesa del Señor y la celebración de ella. Desafortunadamente, los participantes de la mesa no tenían el mismo cuidado con la Santa Cena que los diáconos tenían con los elementos de ella.
Al contrario de lo que algunos piensan, la Mesa del Señor no es para todos. Es un sacramento bendito, como el bautismo, dado a la iglesia como señal de la fidelidad de Dios a sus promesas y como una garantía para el corazón de quien las ha recibido. Teniendo esto en mente, debemos entender que existen al menos dos grupos de personas que deben ser disuadidas de participar de la Santa Cena: concretamente, quienes no se han convertido y quienes no se han arrepentido.
Quienes no se han convertido: la Mesa del Señor es para aquellos que profesan una fe verdadera en el Señor. En la iglesia, se la llama de muchas formas porque se menciona de diferentes maneras en las Escrituras. Además de llamarse la Cena del Señor (1 Co 11:20), también se la llama la Santa Comunión. Esto se debe a que en 1 Corintios 10:16, el pan y la copa se entienden como una “comunión” o un “compartir” en y con Cristo.
La Comunión, o “común unión”, nace de la unión con Cristo. Sólo aquellos que están unidos con Cristo tienen comunión con él. Ellos participan de su carne y de su sangre, por lo que están unidos a él (Jn 6:56). Los inconversos no tienen comunión con Cristo; no están unidos a él; Cristo no promete vivir en ellos; no tienen parte en el cuerpo quebrantado ni en la sangre derramada de Cristo. Por consiguiente, no pueden compartir los elementos que representan la persona y la obra de Cristo por la iglesia (1 Co 11:24). Los creyentes, por el contrario, pueden apreciar que todas éstas son las bendiciones de estar unidos a Cristo.
Los convertidos entienden que el pan y la copa son una proclamación de la muerte del Señor (1 Co 11:26). Los elementos llevan al creyente a reflexionar en el sacrificio de Cristo y la dicha permanente de saber que él es para nosotros. Cristo derramó su sangre para el perdón de nuestros pecados (Mt 26:28); él entregó su cuerpo, sufriendo en nuestro lugar (1 Co 11:24). Éstas son las bendiciones que pertenecen a quienes están unidos a Cristo sólo por gracia y únicamente a través de la fe. Sólo los creyentes, aquellos que han sido verdaderamente regenerados, pueden estar seguros de estas verdades comunicadas en y a través de la Mesa del Señor.
Quienes no se han arrepentido: si bien la Mesa del Señor es sólo para los convertidos, es sólo para los convertidos que viven una vida de reconocimiento de su pecado y, en consecuencia, de arrepentimiento. El sacramento es para los creyentes; sin embargo, la advertencia para ellos es clara: “así que cada uno debe examinarse a sí mismo antes de comer el pan y beber la copa” (1 Co 11:28).
Caracterizada por el autoexamen, la vida cristiana toma en serio el llamado al arrepentimiento y la promesa del perdón (1 Jn 1:8-9; 2:1). Lamentablemente, existen aquellos que niegan la gracia del arrepentimiento endureciendo sus corazones y rehusándose a perdonar o ser perdonados. Quienes no admitan su pecado y, por el contrario, alberguen en sus corazones amargura, rencor y odio, rechazando el consejo piadoso que busca la reconciliación con Dios y con los demás, abandonando así la gracia del arrepentimiento, que se abstengan de la Mesa del Señor. De otra manera, comer y beber en ese estado es una invitación a la disciplina de Dios (1 Co 11:32).
No obstante, esta condición no es el deseo de Dios para su pueblo. Nuestro Dios se deleita en perdonar (Mi 7:18). En consecuencia, su pueblo puede tener la seguridad “de que les espera lo mejor, es decir, lo que atañe a la salvación” (Heb 6:9); es decir, la bendita unión y comunión con Cristo. A ustedes, Cristo les dice, “¡vengan!” (Is 55:1); a ustedes, Jesús les dice, “¡bienvenidos!”; a ustedes, Cristo les dice, “¡disfruten!”.
Hace mucho tiempo que llegué finalmente a apreciar la antigua iglesia rural en que crecí. Actualmente, muchos de esos santos y aburridos ancianos han partido para estar con el Señor, y muchas de esas antiguas y monótonas canciones se han convertido en mis favoritas. Una en particular, me recuerda que la Mesa del Señor es una feliz invitación a todos aquellos que tienen hambre y sed de justicia:
Venid, los sedientos, venid, bienvenidos;
Glorificad el regalo de la generosidad de Dios.
Real convicción y verdadero arrepentimiento;
Gracia que os acerca.
No hay gracia más dichosa que la dulce comunión con Cristo y en él.