«… no se angustien por el mañana, el cual tendrá sus propios afanes. Cada día tiene ya sus problemas» (Mateo 6:34).
He pasado gran parte de mi vida preocupada por cosas. Esto es lo que sucede: mi mente, espontáneamente, inventa varios futuros posibles y resuelve cómo responder a cada uno: «Si sucede esto, entonces…». En un nivel inconsciente, actúo convencida de que, si me imagino y me preparo para suficientes situaciones hipotéticas, lo que pueda ocurrir no me tomará por sorpresa. Estaré lista, y aun mejor, mantendré la dificultad a raya. Claro, porque, ¿cómo podría suceder lo peor si lo has previsto? ¿Cómo podría ocurrir si te preparaste para ello?
Suena ridículo cuando lo verbalizas pues el futuro llega lo anticipes o no. Si imaginas un centenar de futuros posibles, al menos 99 de ellos no van a ocurrir. Y más probablemente, ninguno lo hará. Sucederá algo diferente; algo completamente inesperado. Mientras tanto, habré desperdiciado horas de energía mental (¿puede medirse la energía mental en horas?) tratando de prepararme para diversos tipos de eventos que jamás ocurrirán. Incluso la oración se transforma en una excusa para pensar repetidamente en ellos y generar fortaleza suficiente para enfrentarlos.
Hace tres años, descubrí a dónde me lleva este tipo de actividad mental. Los patrones de pensamiento son como un ejercicio: si llevas a cabo una cierta secuencia de movimientos con la suficiente frecuencia, tu cuerpo se acostumbrará a ellos hasta que se vuelvan naturales. De la misma forma, tu mente pensará de una cierta manera con cada vez más facilidad, hasta que tus pensamientos viajen por ella como si se tratase de un surco trillado.
Es por esto que, durante un año particularmente estresante, cuando nuestro hijo llevaba cuatro años con una enfermedad crónica y aún no obteníamos respuestas, no pude mantenerme firme. Miedos irracionales inundaban mis pensamientos. En algún rincón pequeño y secreto de mi mente, sabía que eran invenciones, pero con el resto de mi mente, las creía completamente. Vivía al borde del pánico, convencida de que al minuto siguiente mis miedos tocarían a la puerta y entrarían. Fue uno de los años más difíciles de mi vida, justo un año antes de que mi marido tuviera cáncer. Cualquiera que viva con grandes niveles de ansiedad sabe que eso es posible.
El punto de inflexión se produjo cuando aprendí a dejar de escuchar a mis miedos (esto suena simple, pero por supuesto, no lo fue). Aprendí a no discutir con mis pensamientos, a no buscar todas las posibilidades, a no tratar de obtener las respuestas. Aprendí a decir «sí, qué interesante, otro pensamiento ansioso. Otro miedo. Pero elijo no escuchar; elijo no participar». Aprendí a entregarle mis miedos a Dios en lugar de endurecerme para enfrentarlos. Tuve que ser valiente y hacer esto por muchos meses, pero los miedos disminuyeron gradualmente. Aún me inquietan cuando estoy estresada. Sin embargo, ya no les pongo atención y hoy desaparecen relativamente pronto.
Ese fue el primer paso para vivir un día a la vez: aprender a no prestar oído a mis miedos. A continuación, les comparto el segundo paso:
Mi esposo se enfermó de cáncer y estuvo a punto de morir. Lo operaron, recibió quimioterapia y comenzamos el largo periodo de espera en el que estamos ahora. Podrías pensar que se trataría de una etapa caracterizada por el miedo; una etapa de monitorear cada signo físico previendo el regreso del cáncer. Y sí, hay momentos como esos, cuando mi esposo no está bien y me pregunto si será eso. No obstante, hubo un momento, después de meses llenos de dolor, cuando me senté en los escalones que llevaban a nuestra terraza y le rogué a Dios: «Llévate esto. Estoy cansada de sentirme así de mal; por favor, llévate estos sentimientos y dame alivio». Él escuchó mi oración.
Me di cuenta de que puedo elegir. Puedo vivir estos meses y años con mi esposo previendo y temiendo lo peor, o puedo vivirlos disfrutando de lo que tenemos ahora. No hay una gran superioridad moral en elegir la segunda opción. En algunos sentidos, no es una elección en absoluto; es una necesidad psicológica. Más que eso, es una respuesta a la oración. Dios y las circunstancias me han enseñado a dejar el futuro en el futuro, y a disfrutar y agradecerle a Él por las bendiciones de hoy.
La vida común y corriente se ha vuelto hago muy valioso para mí. ¿Qué hay de las muchas horas que paso en el automóvil llevando niños de aquí para allá, por ejemplo, y que solían disgustarme tanto? Bueno, no negaré que aún me agotan, pero ahora me parecen un privilegio. SON un privilegio. Esta vida normal, con quehaceres comunes y personas normales viviendo en una casa como cualquier otra: es un regalo valioso. Es una pena que mi esposo tuviera que enfermarse de cáncer para que yo pudiera darme cuenta de esto. Sin embargo, después de enfrentar la posibilidad real de su muerte, el simple hecho de vivir esta vida, con sus quehaceres repetitivos, me parece una bendición que se repite incesantemente.
Ese fue el segundo paso para vivir un día a la vez: aprender a ser agradecida por las bendiciones de cada día. Ahora les comparto la tercera:
Hace poco comencé a trabajar a tiempo parcial con mujeres en nuestra iglesia. Es un ministerio que amo, y con la salud inestable de Steve, necesito trabajar en caso de que un día llegue el momento de proveer para nuestros hijos. Anteriormente he tenido semestres ocupados —casi todos nuestros semestres están llenos—, pero éste estaba lleno hasta reventar. Responsabilidades familiares, quehaceres del hogar, visitas al hospital, trabajo nuevo, tareas desafiantes que me llevaron al límite, una cosa tras otra: en el momento en que dejé que mi mente pensara en el futuro, me abrumé con las demandas venideras y el poco tiempo que tenía para prepararme para ellas.
La mayoría de los días trae más cosas de las que puedo manejar fácilmente. No soy lo suficientemente fuerte para las tareas diarias. Estoy aprendiendo lo que significa vivir cada día siendo capacitada por Dios, con la gracia que Él da para la siguiente tarea, la siguiente hora, el siguiente momento. No pensar en el mañana (excepto si planificar y preparar son parte de los quehaceres de ese día en particular), no preguntarme cómo lo voy a enfrentar, sino confiar en que Dios me dará la fortaleza para hacer las cosas que Él me da para ese día, para el día siguiente, y para el subsiguiente; no ahora, no antes, sino que cada día.
Ese fue el tercer paso para aprender a vivir un día a la vez: aprender a confiar en la capacitación de Dios para cada día.
Una mañana, agotada después de una noche de poco sueño, me estacioné camino al trabajo y me senté por unos minutos bajo unos árboles. Se me vinieron estos versículos a la mente, un poco mezclados y fuera de contexto, pero hablándome directamente a mi necesidad:
«¿Cuando alguien se siente débil, no comparto yo su debilidad? … Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros. … Por tanto, no nos desanimamos. Al contrario, aunque por fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día tras día. … pero él me dijo: “Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad”. Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo. … Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Corintios 11:29; 4:7, 16; 12:9-10).
No soy lo suficientemente fuerte para enfrentar el hoy, y mucho menos la próxima semana, el mes que viene o el año entrante. Estoy consciente de eso en lo profundo de mi ser, pero Dios es fuerte. Él promete darme lo que necesito para seguir confiando y sirviéndolo a Él, en todo momento, día tras día, cualesquiera sean las circunstancias. Así es cómo enfrento el futuro: no me anticipo ni me preparo para toda eventualidad, sino que disfruto los regalos de Dios para hoy, y confío en Él que, cualquier cosa que tenga para mí, Él proveerá lo que necesito para enfrentarla.
Vivamos un día a la vez, en la capacitación de Dios.