Pocas cosas son más peligrosas en la vida de la iglesia que líderes orgullosos. Algunos de los problemas más difíciles con las que se encuentran muchas iglesias giran en torno a hombres que sienten el derecho de tener el cargo de diácono, anciano o pastor. La mayoría de mi ministerio lo he desempeñado en la plantación de iglesias y es bien sabido que las plantaciones tienden a atraer hombres que tienen un alto concepto de sí mismos y prerrogativa a liderar.
Aunque, antes yo parecía señalar vigorosamente a otros, debo admitir que el desafío más grande que he enfrentado como pastor ha sido el orgullo de mi propio corazón. El orgullo demasiado a menudo puede convertirse en grilletes que muy sutilmente rodean nuestros tobillos y no solo obstaculizan que corramos con efectividad la carrera de la fe, sino que también que podamos servir bien.
Esto no es solo cierto para los pastores, que a menudo piensan demasiado sobre sí mismos y envidian el ministerio de otros pastores; también puede ser una verdad para diáconos y ancianos, o dicho de manera simple, hombres de la iglesia que creen que tienen el deber de llevar a cabo uno de esos oficios.
Me gustaría sugerir que cada uno de los cargos de diácono, anciano y pastor, en una faceta u otra, refleja a la persona y la obra de Cristo en sus cargos de profeta, sacerdote y rey. Estos tres cargos del Antiguo Testamento fueron todos cumplidos únicamente por Jesús. El Catecismo Menor de Westminster enfatiza esto bastante bien en las preguntas 23 a la 28. Jesús es el profeta perfecto, el sacerdote perfecto y el rey perfecto. Los cargos del Nuevo Testamento de diácono, de anciano y de pastor no solo continúan ciertos aspectos de los tres cargos del Antiguo Testamento, también funcionan dentro de la iglesia para desplegar perpetuamente el ministerio de Cristo en forma visible. En un sentido muy profundo, Jesús era el diácono, el anciano y el pastor perfecto.
Jesús como diácono
Como el perfecto diácono, Jesús no vino a ser servido, sino que a servir (Mr 10:42). El verbo griego para «servir» usado dos veces aquí es del cual obtenemos la palabra en español «diácono». Jesús tenía un interés particular en las necesidades físicas de quienes vino a ministrar, junto con sus necesidades espirituales.
Establecer el ministerio de diáconos a las viudas (ver Hch 6) fue uno de sus regalos post resurrección a la iglesia, de igual manera que en el Antiguo Testamento, donde el sacerdote debía cuidar de las viudas y de los huérfanos dentro del contexto del cuidado del templo. El nombre de Dios era deshonrado cuando las viudas y los huérfanos eran abandonados en la comunidad del pacto, y de manera similar, Dios despliega la gloria de su gracia por medio de la manera en la que Él continúa cuidando de aquellos que no se pueden cuidar a sí mismos, tanto espiritual como físicamente. Jesús es el perfecto diácono.
Jesús como anciano
Jesús también es el perfecto anciano. Él se refería a sí mismo como el «Buen Pastor» (Jn 10) que dio su vida por sus ovejas. Él se preocupaba más por nosotros que por Él mismo (Fil 2) y ha establecido una vara bastante alta para aquellos que sirven como subpastores en su rebaño. Cuando los ancianos «cuidan el rebaño que está en medio de ellos», revelan el tierno, pero firme cuidado de Jesús, el anciano perfecto que es el único «Pastor y Guardián de [nuestras] almas» (1P 2:25).
Jesús como pastor
Por último, Jesús es el pastor perfecto. En muchas iglesias el pastor termina haciendo casi todo, incluso el trabajo de los diáconos y de los ancianos. Sin embargo, el pastor-maestro carga con un particular llamado a ministrar la Palabra de Dios y carga en su consciencia con las Palabras de Pablo: «¡Ay de mí si no predico el evangelio!» (1Co 9:16). Como pastor con muchas fallas, me humilla pensar en la manera en que Jesús siempre enseñó la Palabra de Dios con perfecta precisión, perforando los corazones de sus oyentes y manteniendo cada sermón enfocado en el Evangelio. Jesús es el perfecto pastor-maestro.
Por esas razones, los hombres que aspiran a uno de los cargos particulares no deben aspirar a tener un título en la iglesia, sino que a reflejar al Único que es digno de alabanza, gloria y honor: Jesús. Tal perspectiva evita que revisemos el boletín y reporte anual para ver si nuestros nombres fueron mencionados en ellos. Si, por la gracia de Dios, somos llamados por su iglesia para servir en uno de estos cargos, necesitamos confesar de buena gana que no somos más que débiles y «siervos inútiles» (Lc 17:10). Esta expresión de debilidad e indignidad viene después de que los siervos hayan hecho simplemente lo que se les encomendó.
Sí, somos débiles; y sí, somos inútiles. Los títulos no significan nada; la fidelidad significa todo. Por la gracia de Dios, dejemos de buscar nuestra propia gloria y busquemos mostrar a Jesús, el Señor de la iglesia que es el perfecto diácono, anciano y pastor.